Arnaldur Indriðason - La voz

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Gulli, el viejo portero de uno de los más conocidos hoteles de Reykjavik, aparece desnudo y acuchillado hasta morir en su miserable habitación en el sótano. Pero Gulli es mucho más que un simple portero que se disfrazaba de Papa Noel todas las navidades, es un completo misterio. Veinte años en el hotel y nadie le conoce realmente. Erlendur Sveinsson decide alojarse en el mismo hotel en busca de la asesina, que, también de eso cree estar convencido, aún debe permanecer muy cerca, pese a que las vacaciones de Navidad están ya encima y el hotel completo. Mientras que al director tan sólo le importa que el asesinato permanezca oculto y su reputación intacta. Erlendur, sin embargo, recibe la visita de su hija, que de nuevo se adentra entre las brumas de la droga y el alcohol, dejando al inspector al borde de la desesperación y la impotencia.

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– ¿Qué tal va lo de Papá Noel?

– Pse, pse. ¿Y qué me cuentas tú?

– Nada.

– ¿Has visto a tu madre?

– Sí. Siempre lo mismo. No sucede nada en su vida. Trabajar, ver la tele y dormir. Trabajar, ver la tele, dormir. Trabajar, ver la tele, dormir. ¿Eso es todo? ¿Eso es todo lo que le espera a una? ¿Una tiene que ir por el buen camino para poder matarse a trabajar hasta caerse muerta? ¡Y mírate a ti! ¡Te escondes como un idiota en la habitación de un hotel, en vez de largarte a tu casa!

Erlendur aspiró el humo y exhaló una nubécula por la nariz.

– Yo no pretendo…

– No, ya lo sé -le interrumpió Eva Lind.

– ¿Te vas a rendir? -preguntó él-. Cuando viniste ayer…

– No sé si seré capaz de aguantar esto.

– ¿Aguantar qué?

– ¡Esta mierda de vida!

Siguieron sentados, fumando, y el tiempo fue pasando.

– ¿Piensas alguna vez en la niña? -preguntó Erlendur por fin. Eva estaba ya de siete meses cuando perdió el bebé, y estaba sumida en una profunda depresión cuando se mudó a casa de su padre después de la convalecencia en el hospital. Erlendur sabía que estaba destrozada. Se culpaba a sí misma de la muerte de su hija. La tarde en que sucedió todo le envió una llamada de socorro al móvil, y finalmente Erlendur consiguió encontrarla en medio de un charco de sangre a la entrada del Hospital Nacional, pues había perdido el sentido mientras intentaba llegar a la maternidad. Poco faltó para que también ella perdiera la vida.

– ¡Esta mierda de vida! -dijo de nuevo, y apagó el cigarrillo en la mesa.

El teléfono de la mesilla de noche sonó en cuanto Eva Lind salió y Erlendur se volvió a acostar. Era Marión Briem.

– ¿Sabes la hora que es? -preguntó Erlendur, buscando su reloj de pulsera. Ya eran más de las doce.

– Pues no -repuso Marión-. Estaba pensando en la saliva.

– ¿La saliva del condón? -dijo Erlendur, intentando no ponerse nervioso.

– Naturalmente lo descubrirán ellos solos, pero quizá no vendría mal mencionar el cortisol.

– Todavía tengo que hablar con la brigada científica, seguramente nos dirán algo sobre el cortisol.

– Servirá para hacernos una idea de una serie de cosas. Para saber lo que sucedió en ese cuchitril del sótano.

– Lo sé, Marión. ¿Alguna otra cosa?

– Solo quería recordarte lo del cortisol.

– Buenas noches, Marión.

•-Buenas noches.

Tercer Día

9

Erlendur, Sigurdur Óli y Elínborg se reunieron en el hotel a primera hora del día siguiente. Se sentaron en un lugar poco concurrido, en torno a una mesa redonda, y se sirvieron el desayuno del bufé. Había nevado durante la noche, pero la temperatura había vuelto a subir y las calles estaban ya sin rastro de nieve. El servicio meteorológico anunciaba que no habría Navidades blancas. El comercio navideño estaba en su apogeo. En los cruces se formaban largas filas de coches y toda la ciudad estaba invadida por una ingente multitud de personas.

– Ese Wapshott -dijo Sigurdur Óli-, ¿quién es?

Mucho ruido y pocas nueces, pensó Erlendur mientras tomaba un sorbo de café y miraba por la ventana. Extraño lugar, un hotel. Le parecía todo un cambio alojarse en un hotel, pero no podía evitar cierta sensación extraña al pensar en que alguien entraba en la habitación cuando él no estaba y lo ponía todo en un orden primoroso. Salía de la habitación por la mañana y cuando volvía, alguien había entrado y lo había dejado todo como antes: la cama hecha, las toallas limpias, jabón nuevo en el lavabo. Podía percibir la presencia de la persona que arreglaba su cuarto, pero no la veía, no sabía quién se ocupaba de ordenar su vida.

Cuando bajó esa mañana, fue a la recepción y pidió que no volvieran a arreglar su habitación.

Wapshott tenía que reunirse con él otra vez un poco más tarde, esa misma mañana, para contarle algo más sobre su colección de discos y la carrera de Gudlaugur Egilsson como cantante. La tarde anterior se habían despedido con un apretón de manos cuando les interrumpió Valgerdur. Wapshott había adoptado la posición de firmes esperando que Erlendur le presentara a aquella mujer pero, como no lo hizo, le extendió la mano, se presentó él mismo e hizo una reverencia. Luego pidió que lo excusaran, estaba cansado, tenía hambre y quería subir a su cuarto a arreglar un par de asuntos antes de cenar y acostarse.

No lo vieron bajar al comedor mientras comían, y supusieron que había encargado que le sirvieran la cena en su habitación. Valgerdur mencionó que tenía aspecto cansado.

Erlendur la acompañó al guardarropa, la ayudó a ponerse su bonito abrigo de cuero y la acompañó hasta la puerta giratoria, donde se detuvieron un instante antes de que ella saliera y se internara en la nevada. Cuando Erlendur se durmió, después de la visita de Eva Lind, la sonrisa de Valgerdur le acompañó hasta que se quedó dormido, así como el suave aroma a perfume que dejaron en sus manos las de Valgerdur al despedirse.

– ¿Erlendur? -dijo Sigurdur Óli-. ¡Hola! ¿Quién es ese Wapshott?

– Lo único que sé es que es un coleccionista inglés de discos de vinilo -respondió Erlendur, que les había puesto en antecedentes de su reunión con Henry Wapshott-. Deja el hotel mañana. Deberías llamar allá para que te informen sobre él. Nos volveremos a ver hoy mismo, y supongo que obtendré algo más de información.

– ¿Un niño de coro? -dijo Elínborg-. ¿Quién iba a querer matar a un niño de coro?

– Naturalmente, ya no era un niño de coro -dijo Sigurdur Óli.

– Fue famoso en otros tiempos -dijo Erlendur-. Salieron unos discos que, evidentemente, son bastante difíciles de encontrar hoy día y están muy cotizados. Henry Wapshott vino aquí desde Inglaterra por esos discos y por el cantante. Está especializado en niños de coro y en coros infantiles del mundo entero.

– El único que conozco es el de los Niños Cantores de Viena -dijo Sigurdur Óli.

– Especializado en niños -dijo Elínborg-. ¿Qué clase de individuo se dedica a coleccionar discos de niños de coro? ¿No da un poco que pensar? ¿No habrá algo retorcido en un individuo así?

Erlendur y Sigurdur Óli la miraron.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Erlendur.

– ¿Cómo que qué? -Elínborg puso gesto de asombro.

– ¿Te parece algo retorcido coleccionar discos de vinilo?

– No por los discos, sino por los niños -repuso Elínborg-. Niños de coro grabados en discos de vinilo. Es muy distinto, me parece a mí. ¿No veis nada anormal en eso? -miró a uno y luego ni otro.

– Pues yo no tengo una imaginación tan desbocada-dijo Sigurdur Óli, mirando a Erlendur.

– ¡Una imaginación tan desbocada! ¿Me he imaginado yo a Papá Noel con los pantalones bajados, en un cuartucho del sótano, y con un condón en el pito? ¿Necesité usar mi imaginación? Luego resulta que en el hotel hay un individuo que idolatra al tal Papá Noel, pero solo cuando éste tenía doce años o así, y que ha venido desde Inglaterra para conocerlo personalmente. ¿Estáis mal de la cabeza?

– ¿Estás tratando de relacionar este asunto con el sexo? -preguntó Erlendur.

Elínborg movió los ojos, desesperada.

– ¡Parecéis dos frailes!

– No es más que un coleccionista de discos -dijo Sigurdur Óli-. Tal como ha dicho Erlendur, hay quien colecciona las bolsas para vomitar de los aviones. ¿Con qué tipo de actividad sexual está relacionada esa afición, según tu teoría?

– ¡No puedo comprender que seáis tan ciegos! O tan reprimidos. ¿Por qué son siempre tan reprimidos los hombres?

– Eh, no empieces con lo de siempre -dijo Sigurdur Óli-. ¿Por qué están hablando siempre las mujeres de lo reprimidos que son los hombres? Como si las mujeres no fueran también reprimidas con sus cosas, «ay, que no encuentro la barra de labios», y…

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