Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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«Me refiero a una bestia mucho más peligrosa que el Vesubio, señorita. Y nos encontramos justo sobre esa bestia: los Campi Flegri, o Campos Llameantes».

La realización mostró una imagen por satélite de la región al oeste de Nápoles, un lugar que Iris conocía bien, sembrado de cráteres circulares.

– Kanina…

Iris se volvió. Finnur la había agarrado por el codo y tiraba ligeramente de ella.

– ¿Por qué no vuelves a la mesa? No es muy educado dejar a Sideris con la palabra en la boca.

– Que yo sepa, no se la he quitado. Tiene público de sobra -repuso Iris, tapando el móvil para que Eyvindur no la viera ni oyera-. Lo que está pasando en Long Valley es más urgente que cualquier anécdota que pueda contarte tu jefe.

– A mí también me interesa informarme sobre la erupción, kanina. Pero podemos volver a ver el reportaje cuando queramos.

«Si vuelve a llamarme conejito le doy un puñetazo». No era la primera vez que Iris lo pensaba, pero de momento no se había atrevido a llevar a cabo su amenaza.

– Estoy hablando con Eyvindur -dijo, a sabiendas de que eso molestaría a Finnur-. Déjame, por favor.

– ¿Te sigue poniendo ese carcamal? ¿No ves cómo está babeando con la periodista? ¡Qué asco!

– He dicho por favor.

Finnur abrió los dedos como si soltara una serpiente y regresó a la mesa. Pero antes de sentarse se volvió y le dirigió una mirada que Iris conocía y temía de sobra. Cuando se quedaran a solas en el apartamento, la esperaba una ristra de reproches enumerados con una voz tan glacial como la de Hel, reina de los muertos en el Niflheim. Al final, Iris siempre acababa llorando. Y luego, cuando apagaban la luz y fingían dormir, se odiaba a sí misma por ser débil y eso hacía que llorara todavía más.

Pero hoy no ocurriría.

– ¿Sigues ahí, Iris?

– Sí, perdona la interrupción -dijo Iris, destapando el móvil. En la tele, un Eyvindur más grande proseguía con sus explicaciones.

«Que la Tierra se haya comportado de un modo lento y más o menos previsible desde que existen observaciones científicas no quiere decir que vaya a comportarse así siempre».

«¿Qué quiere usted decir? ¿Que nuestro planeta puede hacer cosas imprevisibles?».

«A su manera, la Tierra es un inmenso ser vivo. Los seres vivos, como usted o como yo, podemos atravesar largos periodos de estabilidad. Tan largos que creemos que la estabilidad es la norma y que tenemos nuestras vidas controladas».

«Muy interesante, profesor. Pero…».

«Sin embargo, en el momento más inesperado e inconveniente sufrimos crisis emocionales, accidentes o enfermedades agudas que provocan cambios espectaculares y terribles en nuestra existencia. Y todo eso en muy breve espacio de tiempo».

«De todo lo que nos ha comentado, ¿qué diría que le está pasando a la Tierra? ¿Sufre una enfermedad aguda?»

«Enfermedad no es la palabra apropiada. Lo comparo más bien a la crisis emocional que mencionaba».

«No le entiendo».

«Ya me doy cuenta. Verá: la Tierra está preparándose para un gran cambio. Una transición, un paso de la adolescencia a la madurez. De esa transición surgirá una nueva Tierra, completamente transformada. Y, sin embargo, nuestro planeta seguirá siendo tan activo y tan rico en vida como siempre. En cambio, nosotros los humanos…».

El vulcanólogo meneó la cabeza con una sonrisa triste.

«¿Qué quiere decir? ¿Tan grave es el peligro?».

«Somos los piojos de la Tierra. ¿Qué les ocurre a los piojos si el animal al que parasitan cambia de piel? No es una cuestión personal. La Tierra tiene sus propios intereses… que pueden chocar con los nuestros».

El reportaje abandonó a Eyvindur, al menos de momento. La presentadora del programa volvió a aparecer, recortada sobre una imagen por satélite del oeste de Estados Unidos.

«Los comentarios de Eyvindur Freisson pueden sonar apocalípticos. Pero los estragos que ha causado el volcán de Long Valley en tan sólo 48 horas parecen darle la razón. Las tres chimeneas están arrojando millones de toneladas de lava, cenizas y gases volcánicos.

– Millones no. Miles de millones-comentó Iris, que tenía facilidad para el cálculo.

– Así es -dijo Eyvindur por el móvil-. En el primer día ya vomitó más material que el St. Helens en dos meses.

«Las impactantes imágenes que les vamos a mostrar son de las primeras horas de la erupción, cuando el volcán sólo tenía dos bocas activas».

Unas cámaras lejanas mostraban dos nubes negras gemelas que se elevaban hacia el cielo, como gigantescos hongos que se esparcían en las alturas hasta formar un oscuro dosel que se extendía poco a poco.

Después se vieron unos planos tomados desde el suelo por la cámara de un aficionado, un turista que se encontraba en Mammoth Lakes y que intentaba huir en su todoterreno junto con su mujer y sus hijas, pero que al verse parado en un atasco había decidido bajar del coche para rodar imágenes.

Sólo desde el nivel del suelo se apreciaba la verdadera magnitud de aquellas nubes que ocupaban casi todo el campo de visión y que no dejaban de crecer y devorar en sus entrañas los rayos del sol, como agujeros negros en expansión.

«La persona que tomó este vídeo lo subió a Internet al mismo tiempo que lo rodaba. Gracias a eso podemos presentar este impresionante testimonio».

«¡Papal ¡Papal». La cámara de vídeo se volvió hacia el todoterreno. Una niña rubia aporreaba la ventanilla. Sus palabras apenas se distinguían entre el fragor de la erupción, pero las habían subtitulado. «¡Métete al coche! ¡Corre!».

El turista se giró hacia su izquierda. El sonido de la cámara, que se oía muy distorsionado por el estruendo del volcán, terminó de saturarse.

Conforme las cenizas habían cubierto el cielo, la imagen se había oscurecido con rapidez. Pero cuando la cámara se volvió hacia la izquierda, su objetivo encontró una nueva fuente de luz. Una nube alargada, como el frente de un alud inmenso, descendía hacia las casas del pueblo. Su textura era algodonosa, con excrecencias y bulbos móviles, una especie de coliflor monstruosa dotada de movimiento. La luz procedía de aquella nube.

– Es un plano magnífico -dijo Iris, a su pesar.

Bajo la sombra casi impenetrable del inmenso hongo de cenizas, el calor de la nube hacía que ésta resplandeciera como una miríada de brasas ardientes mientras arrasaba los edificios y los árboles del pueblo y avanzaba hacia el todoterreno.

El turista volvió la cámara hacia su propio rostro. Sus rasgos, iluminados por el resplandor rojizo de la nube, parecían los de un condenado. Y sus ojos mostraban la resignación opaca de quien, como los que entraban en el infierno de Dante, había abandonado toda esperanza.

La voz del hombre sonó chirriante y entrecortada. Los subtítulos tradujeron sus palabras:

«Les informó Walter Morrell para la NNC. Que Dios nos proteja a todos…».

La cámara se volvió una vez más hacia la nube piroclástica, que cubrió los últimos metros con la voracidad de un depredador llameante. Entre el estruendo se oyó algo parecido a un grito que los subtítulos interpretaron como: «¡Dios, Dios, Dios…A». Después todo se volvió negro y hubo dos segundos de silencio.

En aquel silencio, Iris pudo oír el latido de su corazón. Nadie hablaba en la sala. Se dio la vuelta y comprobó que todos en la mesa estaban mirando la pantalla. Incluso Sideris se había callado.

Miró de nuevo a la televisión. Recuadrada en una esquina pantalla, apareció una foto de Walter Morrell, sonriente y con un micrófono de la NNC en la mano. Con gesto serio, la reportera que presentaba el informativo dijo:

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