Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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– Tranquilo. Lo cuidaré.

Enrique abrió el maletín. Dentro había un extraño aparato, una especie de araña de cuerpo negro y brillante y patas blancas y elásticas rematadas por electrodos.

– Ésta es la correa para sujetárselo a la barbilla. No te olvides de abrochártela, por favor.

– El nombre para esa correa es «barbuquejo» -precisó Herman, recordando de nuevo sus tiempos de la mili.

– Éste es el mando a distancia. Tiene varias posiciones. La alfa es para ondas relajantes. La theta para un sueño ligero. La delta para pasar a sueño profundo, y la REM es por si el usuario quiere soñar.

Aquél era el Morpheus, el aparato inductor del sueño en el que Enrique había invertido varios millones de euros, incluyendo camisetas con logos en tres dimensiones.

– También puedes programar la duración del sueño -dijo Enrique, señalando la pantalla del mando a distancia-. Marcas por ejemplo las ocho, y unos minutos antes el Morpheus empieza a activar tus ondas cerebrales para que estés despierto, alerta y descansado a la hora elegida.

– ¿Y para qué coño quieres ese cacharro, Gabriel? -preguntó Herman-. No será para…

Gabriel clavó los ojos en Herman y entrecerró los párpados. Su amigo comprendió el mensaje y se calló. A Enrique sólo le había dicho que estaba realizando un estudio sobre el sueño (en sus dos facetas, dream y sleep) para escribir un libro por el que le iban a pagar un suculento anticipo. Nada de telepatía ni visiones de la Atlántida: se sentía ridículo hablando de aquello en voz alta.

No obstante, Enrique debió darse cuenta de algo, porque miró a Herman con suspicacia.

– ¿Qué ibas a decir, Herman?

En ese momento, la televisión acudió en ayuda de Gabriel.

noticias nnc. última hora sobre el posible supervolcán de california.

– ¡Dale voz, Luque! -dijo Gabriel.

– A ver si ahora nos va a cortar el partido de fútbol -rezongó Herman.

– Calla, Herman -le espetó Enrique, en un tono brusco muy poco habitual en él. Acababa de consultar algo en su móvil que le había demudado el rostro. Gabriel se preguntó qué podía ser.

Capítulo 27

Santorini, Nea Thera.

Era la primera vez que Iris iba a visitar Nea Thera, la mansión minoica de Spyridon Kosmos. El magnate celebraba su nonagésimo cumpleaños, y por alguna razón desconocida, en lugar de rodearse de ministros, banqueros o estrellas del cine y el deporte, había invitado al equipo de las excavaciones de Akrotiri.

Estaban cruzando la bahía en un barco de madera cuyos esbeltos mástiles sólo servían de adorno, pues la propulsión la brindaba un ruidoso motor. Desde allí, podían ver el palacio de Kosmos, encaramado sobre las rocas volcánicas del islote. Y, por encima del palacio, el penacho blanco de la fumarola, una columna de humo que se elevaba a varias decenas de metros, como la chimenea de una central térmica.

No era la actividad geológica en el centro de la bahía lo más preocupante. La boca volcánica de Kameni sólo estaba eructando unos cuantos gases, como un bebé aquejado de cólicos. La propia Iris sabía que de momento el magma acumulado a miles de metros bajo ellos no intentaría salir a la superficie. Aunque «de momento» podía significar cuatro o cinco días.

La joven volvió la mirada hacia la popa. Por encima de los abruptos acantilados de Tera se levantaba otra nube, pero mucho más alta y oscura que la de Kameni. Provenía del volcán submarino de Kolumbo, a unos ocho kilómetros al nordeste de Santorini.

La última erupción de Kolumbo se había producido en el año 1650, y los gases y flujos piroclásticos mataron a más de setenta personas en Santorini. Desde entonces el volcán había dormido bajo las aguas.

El martes, sin embargo, se había producido un temblor de 5,4 mientras Iris y Finnur examinaban el fondo de la bahía con el Poseidón. Aquel seísmo fue el heraldo del inesperado despertar del Kolumbo, que los había pillado por sorpresa tanto a ellos como a los miembros del ISMOSAV.

Durante unos minutos, las aguas habían borboteado. Después, el volcán empezó a arrojar lava a más de quince metros por encima de las olas y la columna de gases sulfúricos se elevó hasta tres kilómetros de altura. El espectáculo atrajo a los turistas en masa a la parte este de Tera, sobre todo por la noche: en la oscuridad, la lava brillaba sobre las aguas como un corazón palpitante al rojo vivo.

Pero la misma noche del martes empezaron a caer cenizas sobre Santorini, y el viento trajo gases que irritaban los ojos y la garganta y se agarraban a los bronquios. Las autoridades decretaron la alerta naranja y la evacuación empezó el miércoles por la mañana. Durante todo el día no habían dejado de aterrizar y despegar aviones en el pequeño aeropuerto de la isla, y el tráfico de ferrys atestados de pasajeros era constante.

– Pandilla de cobardes… -mascullaba Sideris, sentado en la proa.

Se refería al resto del equipo. De las treinta personas a las que había invitado Kosmos, sólo diez acudían a la fiesta. De hecho, Iris sabía que muchos trabajadores de las excavaciones, incluyendo arqueólogos titulados, habían solicitado plaza en los vuelos de evacuación. Algunos ya ni siquiera estaban en la isla.

Por supuesto, eso no se aplicaba a ella ni a Finnur. Como vulcanólogos, se encontraban donde debían. Además, en teoría no corrían peligro. Aunque el volcán de Kolumbo produjera un tsunami, la masa de Tera, la isla mayor de Santorini, protegía a Kameni en una especie de abrazo.

No obstante, Iris no las tenía todas consigo. La erupción de Kolumbo parecía relativamente pequeña. Por ahora. Tal como se estaba comportando la Tierra en los últimos días, temía que en cualquier momento el volcán submarino recibiera una inyección suplementaria de roca fundida a modo de anabolizantes. Si eso ocurría y la presión aumentaba lo suficiente, la explosión resultante podría lanzar sobre Santorini una nube de gases tóxicos o, aún peor, flujos piroclásticos.

* * * * *

Cuando el barco llegó a Kameni, los invitados del señor Kosmos desembarcaron en una minúscula bahía. Después emprendieron la subida, rodeados por cenizas y rocas volcánicas agrupadas en zonas amarillas, rojizas, blanquecinas, negras; todas ellas, restos de erupciones independientes.

Sideris tenía que esforzarse para aguantar el paso de los demás. Su retraso no era sólo cuestión de edad, sino también de la abultada panza que cultivaba cenando asados de cordero y cerdo en Simos, la taberna donde cenaba casi todas las noches. Aprovechando que había que detenerse de vez en cuando a esperar al jefe, Iris se volvía y contemplaba el penacho de gases de Kolumbo. El fragor de la erupción se oía desde allí como una tormenta alejada, pero que no dejaba de tronar.

– Tranquila, kanina -le dijo Finnur-. No se va a convertir de repente en un supervolcán porque tú dejes de mirarlo.

– ¿Quién ha hablado de supervolcán?

– Estás obsesionada con lo de Long Valley, lo sé.

«Parece mentira que un vulcanólogo no comprenda la gravedad de lo que está pasando en California», pensó Iris. Según las noticias, en Long Valley se habían abierto ya tres bocas volcánicas que no dejaban de vomitar rocas y cenizas en volúmenes que no se habían visto en tiempos históricos. Ni siquiera en 1815, cuando la erupción del Tambora provocó el llamado «año sin verano».

«Es cierto que, por mucho que piense en ello, no voy a remediarlo», se dijo Iris.

El camino pasó junto a una elevación de basaltos negros y quebrados, un tipo de lava que los vulcanólogos llamaban aa. Allí giraron a la izquierda. El olor a huevo podrido se hizo más intenso, pues se acercaban a la chimenea del volcán. Pero lo que más saltaba a la vista en aquel lugar no eran las fumarolas blanquecinas que brotaban del suelo, sino la mansión de Kosmos, que trepaba terraza tras terraza sobre el abrupto relieve.

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