Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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– Eh, mirad. ¿Qué demonios es eso? -exclamó Tiara, sorprendida.

Iris se volvió hacia ella. La arqueóloga tenía la vista clavada en la ventana que mostraba las lecturas del perfilador de fondos. Iris la maximizó en su propia pantalla para estudiarla mejor.

El suelo de la bahía se veía como una línea clara salpicada de bultos marrones. Por debajo predominaban los colores blancos y azules, pero en la zona sobre la que acababan de pasar había aparecido una mancha oscura con un diseño sorprendente.

– ¿Eso no se lo estará inventando el ordenador? -Preguntó Iris-. ¿No le estará dando una geometría que en realidad no tiene?

– No -contestó Tiara con sequedad-. El perfilador alcanza una resolución de unos pocos centímetros, y el objeto tiene cinco metros de diámetro. El ordenador no se está inventando nada. Eso que vemos es lo que hay.

Aquel objeto enterrado bajo una capa de ceniza y arena tenía una forma inesperada y casi imposible en la naturaleza.

Una semiesfera de proporciones perfectas.

– Mirad las lecturas del magnetómetro. ¿Qué os parecen? -preguntó Tiara.

El objeto estaba rodeado por un campo magnético de cierta intensidad, que además fluctuaba en un patrón aparentemente caótico.

– Es como si fuera una especie de dinamo -dijo Iris.

– Y de metal -añadió Tiara-. O sea, que ahí abajo tenemos una cúpula metálica que produce un campo magnético.

– Eso no puede ser natural. Tiene que ser un objeto fabricado por el hombre.

– Ni en Creta ni en Tera se construían cúpulas, y menos de metal -dijo Tiara. De pronto pareció recordar algo, frunció el ceño y apartó la vista de la pantalla para mirar a la pareja-. No digáis nada de esto.

– Conocemos las normas, Tiara -dijo Finnur, que llevaba un rato callado.

Por orden del señor Kosmos, Sideris había obligado a todo el personal de las excavaciones a firmar cláusulas de confidencialidad. Era como si en lugar de desenterrar una ciudad antigua estuvieran diseñando un arma secreta

Por lo que había hablado con Rena, Iris sabía que aquel exagerado sigilo era algo insólito en unas excavaciones. Pero Kosmos ponía el dinero y, por ende, las normas. Cuando los miembros de una cuadrilla realizaban algún descubrimiento, se lo comunicaban tan sólo al director Sideris, quien a su vez se lo contaba a Kosmos. Entre ambos decidían lo que se publicaba y lo que se mantenía en secreto.

Antes del accidente, Rena le había dicho a Iris que aquel modo de proceder le recordaba a Schliemann. Mientras desenterraba las ruinas de Troya, el arqueólogo alemán escondía los objetos que iba encontrando para luego sacarlos todos juntos a la luz de forma mucho más espectacular.

– Sideris debe estar preparando dar un bombazo parecido ante los medios -le dijo Rena.

– Bueno, eso no tiene nada de malo.

– Si se dice la verdad, no. Si se falsean los hechos, es inmoral. Y peor todavía, es mentira.

Mentira parecía lo que estaban viendo ahora. Una cúpula de metal sepultada bajo los restos de un volcán que había estallado hacía tres mil quinientos años. La fantasía de Iris imaginó una espléndida ciudad de bóvedas y minaretes dorados refulgiendo bajo el sol, como en una visión de Las mil y una noches bajo el cielo del Egeo.

Se volvió hacia Finnur para decirle algo, pero la expresión que vio en su rostro hizo que olvidara aquel comentario.

– ¿Pasa algo, kanina? -dijo él, apresurándose a fingir una sonrisa.

Iris negó con la cabeza y apartó la mirada. El gesto entre hermético y taimado de Finnur, con los labios apretados y los ojos ausentes, había sido muy revelador.

El hallazgo de aquella semiesfera magnetizada no era ninguna sorpresa para él. Eso quería decir que alguien, Sideris o Kosmos, o incluso ambos, andaba buscando esa cúpula de metal y había informado de ello a Finnur. Pero ¿cómo se habían enterado de la existencia de un artefacto teóricamente imposible?

Por alguna razón, Iris pensó que el volcán que latía bajo la bahía no era la única amenaza que se cernía sobre su futuro inmediato.

Como si la madre Gaia quisiera contradecirla, la tierra volvió a temblar.

Y a unos kilómetros de Santorini, un volcán submarino que llevaba siglos aletargado despertó de repente.

SEXTA PARTE

MIÉRCOLES

Capítulo 26

Madrid, La Latina.

Eran las siete de la tarde cuando Gabriel entró en el bar Luque. Tenía los ojos irritados y le dolía la cabeza. Llevaba dos días pegado a la pantalla, empapándose en un curso intensivo sobre las culturas egeas de la Edad de Bronce. ¿Por qué les habrían puesto unos nombres tan parecidos? A la de Creta la llamaban «minoica» y a la de Grecia continental «micénica»: no era extraño que los estudiantes de historia las confundieran.

Había acordado con Celeste que el jueves volvería a la clínica Gilgamesh para grabar las palabras de la anciana enferma de Alzheimer. Aunque la visita sería por la mañana, como Milagros se pasaba casi todo el día dormitando, era muy probable que en algún momento entrara en fase de sueño profundo y volviera a sufrir aquellas extrañas visiones del mundo de la Atlántida.

Lo que Gabriel no le había confesado a Celeste era que él también las había compartido. Y su intención era repetir la experiencia.

Había recibido las visiones mientras dormía. Al parecer, en el estado de sueño su mente era más permeable a las «emisiones» de Milagros. Sabía que, desde que se quedó dormido en el sofá de la habitación hasta que Celeste volvió y lo despertó, no había pasado mucho tiempo. Eso le hacía sospechar que no había llegado a entrar en la laso REM, sino que se había sumido en el sopor de las ondas delta, el primer estadío del sueño y el más profundo, donde no se producían los procesos mentales conocidos como «sueños». (Cuando había escrito algo sobre el asunto, Gabriel se lamentaba a menudo de que el español no tuviese dos términos distintos como el inglés: sleep para el acto de dormir y dream para el acto de soñar).

Si quería unirse de nuevo con la mente de Milagros, tendría que sumergirse en sueño profundo a media mañana. ¿Cómo conseguirlo? Las dos primeras ideas que se le vinieron a la cabeza, emborracharse y empastillarse, no le convencieron. Mientras vivía las extrañas memorias de Kiru, su mente había conservado una extraña lucidez. No sabía en qué podrían afectarla el alcohol o los barbitúricos, pero no quería correr el riesgo.

Por suerte, Enrique tenía la solución y había prometido traérsela hoy.

Enrique y Herman estaban sentados en su mesa habitual, situada en el centro del bar, el punto estratégico para ver los partidos de fútbol en la pantalla grande. Ambos estaban discutiendo; lo contrario habría sorprendido a Gabriel.

– El problema de los chavales de ahora es que no hacen la mili -sostenía Herman, clavando su dedazo en la mesa-. Ahí sí que nos enseñaban respeto y disciplina. Y también aprendíamos a dominar nuestro cuerpo, en lugar de dejarnos dominar por él. ¡Ah, esas marchas de cincuenta kilómetros bajo el sol! ¡Qué bien les vendrían a estos gandules de ahora!

Al ver a Gabriel, Herman se volvió y sonrió, como si evocara algún recuerdo placentero.

– ¿Os había dicho que me enseñaron cinco formas distintas de matar a alguien sin que llegue a emitir ni un sonido?

– Sin duda es lo que les haría falta a los jóvenes de hoy día -dijo Enrique, en tono resignado. Tenía un maletín de cuero sobre la mesa-. Hola, Gabriel -saludó, estrechándole la mano-. Te lo he traído. Te recuerdo que es un prototipo. Prefiero no decirte cuánto cuesta, no sea que te pongas tan nervioso que se te caiga al suelo.

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