Otras imágenes mostraron escaparates rotos. Un par de saqueadores se llevaban a cuestas una enorme pantalla de televisión. «¿Para qué querrán una tele gigante si se hunde la civilización?», pensó Gabriel.
«Como se puede ver», prosiguió la periodista, «las declaraciones del director de la FEMA no han tranquilizado a todo el mundo».
– Eso es evidente -dijo Enrique, que llevaba un rato trasteando con su móvil.
– ¿A qué te refieres?
Enrique bajó la voz y se acercó a Gabriel.
– No se lo digas a nadie -susurró-. Pero me acaban de enviar un confidencial.
– ¿Y qué dice?
– Que se van a suspender las cotizaciones en Wall Street. Indefinidamente.
Gabriel se apartó un poco y miró a su amigo. Era evidente que estaba muy preocupado.
– ¿Y eso en qué te afecta a ti?
– En todo. Quieren evitar que la bolsa se hunda. Pero lo que va a ocurrir es que, en cuanto se sepa, los mercados de todo el mundo se van a venir abajo. Todo está interconectado.
Gabriel comprendió. La fortuna de su amigo se hallaba en la cuerda floja. Sus acciones, sus opciones, incluso sus cuentas bancarias: si se producía una catástrofe como la que había vaticinado Iris, la economía mundial se hundiría a tales profundidades que las crisis del 29 y del 2009 parecerían por comparación épocas doradas.
Y los que tenían números rojos en sus cuentas, como él, se encontrarían en la misma situación que los ricos como Enrique. Todos igualados en la miseria.
– No soy un gran consejero bursátil -dijo Gabriel-. Pero te recomendaría comprar cosas materiales, productos que se puedan tocar e intercambiar. Sobre todo comida. Mucha comida. Y un lugar seguro y alejado de la ciudad donde poder almacenarla.
– Puede que la crisis producida por ese volcán nos afecte económicamente, pero no creo que…
– Créeme, Enrique. Las cosas se van a poner mucho peores. Ese volcán es sólo el principio.
Enrique le miró a los ojos unos segundos. Después asintió.
– Voy a la calle un momento. Tengo que hacer unas gestiones.
Enrique salió del bar, tecleando en la pantalla del móvil con dedos frenéticos. En la televisión, la presentadora proseguía:
«También hay voces discordantes entre la comunidad científica. Veamos a continuación una entrevista con Eyvindur Freisson, miembro hasta hace pocos días del Osservatorio Vesuviano, que acaba de presentar su dimisión por una presunta falsa alarma de erupción en Nápoles».
En la siguiente imagen apareció un hombre con cabello y barba blancos. Gabriel recordaba haberlo visto en una breve entrevista durante el viaje en AVE de Málaga a Madrid. De modo que aquella alarma le había costado el puesto. Y, aun así los medios seguían recurriendo a él.
El personaje había despertado su curiosidad. Gabriel hizo una búsqueda en su móvil y descubrió que era vulcanólogo y biogeoquímico. El nombre le sonaba a islandés, lo que le impulsó a hacer una segunda búsqueda cruzada con el nombre de Iris Gudrundóttir.
¡Bingo! Eyvindur había sido profesor de Iris, y ambos habían publicado dos artículos a medias.
Inconscientemente, Gabriel se tocó la mejilla, donde le había besado Iris al despedirse.
«Olvídate de esa chica, gilipollas romántico», se dijo al darse cuenta de su gesto. En bastantes líos se había metido ya como para buscarse un amor al otro lado del Mediterráneo.
Sin embargo, mientras el reportaje seguía en la tele, sus dedos recorrieron la pantalla para abrir la carpeta de contactos y buscar el móvil de Iris.
Santorini .
De momento, el señor Kosmos no se había dignado a aparecer en su propia cena. El único recordatorio de la fiesta era una gran tarta cubierta de nata, con unas letras de chocolate que lo felicitaban, Xαpουμενα γενεθλια σας Κοσμος, y dos velas apagadas en forma de 9 y de 0. Mientras los comensales entretenían la espera de los entrantes mojando pan en tsatsiki, Iris recibió un mensaje en su móvil extraoficial. Era de Eyvindur.
¿Estás viendo la NNC, Iris? No deberías perdértelo.
A Iris le daba tanta rabia no estar viendo el informativo especial sobre de Long Valley como a un hincha futbolero perderse una final de la Copa de Europa.
– Ya lo verás más tarde, kanina -le había dicho Finnur mientras bajaban al comedor.
– Lo que está pasando allí es muy grave.
– ¿Y crees que por verlo en directo vas a salvar el mundo? Vamos, Iris, no podemos desairar al señor Kosmos.
Hasta entonces, la joven había reprimido su curiosidad. Pero al recibir el mensaje de Eyvindur no pudo aguantar más y se levantó. Para colmo, en ese momento Sideris acababa de desempolvar una de sus historias de la época en que era estudiante y trabajaba con el gran Marinatos. Iris ya se sabía de memoria aquel relato, que culminaba con la muerte del legendario arqueólogo en las ruinas de Akrotiri.
Mientras Sideris se extendía en un panegírico de Marinatos que, en realidad, era más bien alabanza propia, Iris se acercó a una bonita joven de ojos almendrados vestida con corsé y falda de campana.
– ¿Hay alguna pantalla en esta sala?
La muchacha asintió y la condujo hasta la pared más apartada de la mesa. Después pulsó un mando que llevaba entre los volantes de la falda, y un fresco que representaba delfines azules saltando entre las olas se transparentó y se convirtió en una pantalla de televisión. Cuando sintonizó la NNC, la primera imagen que apareció fue la de un volcán vomitando nubes de humo negras. La joven puso cara de preocupación.
– ¿Crees que estamos en peligro aquí? -preguntó en voz baja.
– No. El volcán de Kolumbo está controlado. Si las cosas se ponen realmente feas, lo sabremos con tiempo -respondió Iris. No tenía sentido inquietar más a la joven.
Al ver que estaban entrevistando a Eyvindur, Iris no se resistió a la tentación de llamarlo.
– Sæl, Iris! -respondió Eyvindur, sonriendo desde la pantallita del teléfono-. ¿Cómo estás?
– Viéndote por duplicado en la tele y en mi móvil.
– Yo también me estoy viendo. Debo ser la celebridad del momento -dijo Eyvindur, y su sonrisa creció aún más. Siempre había sido bastante vanidoso.
– ¿Lo están poniendo a la misma hora en Italia?
– Y en todos los países. Es porque se cumplen cuarenta y ocho horas de la erupción.
– ¿Cuándo te han entrevistado?
– Calcúlalo tú misma.
A la espalda del vulcanólogo se divisaba la silueta del Vesubio. Aunque no se veía el sol, por la luz rojiza que bailaba el volcán debía de estar atardeciendo.
– ¿Hace unas tres horas?
– Más o menos. Ha sido una periodista. Morena, joven y guapa. No se me ocurre nada más positivo que decir de ella.
La joven en cuestión apareció en pantalla con un grueso micrófono que lucía el logotipo de la cadena. Mientras intentaba que el viento no le alborotara demasiado los rizos negros, preguntó a Eyvindur:
«La velocidad del proceso eruptivo… ¿Se dice así, profesor Freisson?».
«Eyvindur, por favor. Sí, puede llamarlo así, si quiere».
«La velocidad del proceso eruptivo ha asombrado a los científicos. O a casi todos los científicos. Hay voces discrepantes, y una de ellas es la suya. ¿Qué nos puede usted decir?».
«Llevo meses alertando de que algo así podía suceder. Y no sólo en Long Valley. También podría ocurrir aquí».
«¿Se refiere usted al Vesubio?». La joven se soltó el pelo para señalar hacia el volcán. Sus rizos se descontrolaron y algunos se le metieron en la boca.
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