Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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– Esa reconstrucción no es más que una falsificación hortera -le había dicho Rena en una ocasión, refiriéndose a Nea Thera.

No siendo arqueóloga, Iris no era ni de lejos tan purista. Cuando entraron en la mansión no pudo evitar una emoción casi infantil. Por un instante se sintió la joven princesa Ariadna recorriendo el laberinto encargado por su padre Minos para contener al Minotauro. Caminaron entre columnas rojas y ocres que sustentaban un artesonado de madera pintado en vivos colores. En las paredes se veían frescos donde sacerdotisas vestidas con faldas de volantes enseñaban los pechos y jóvenes acróbatas brincaban sobre los cuernos de grandes toros.

– ¿Te gusta, kanina? -preguntó Finnur. Como pelotillero número dos de Kosmos, había visitado muchas veces Nea Thera.

– Es muy bonito -reconoció Iris.

– El señor Kosmos siempre ha tenido un gusto exquisito -dijo Sideris, el pelotillero número uno. Todo en una clasificación que había inventado Iris y que sólo compartía con Rena. O que había compartido, se corrigió.

El sirviente que vino a recibirlos vestía tan sólo un faldellín enrollado a la cintura, como los jóvenes de los frescos.

– El señor Kosmos los espera en el mirador -les dijo. Tras cruzar varias estancias decoradas con el mismo estilo, llegaron a una escalera interior que salvaba los desniveles entre Las diversas plantas del palacio, adaptadas al relieve de la ladera. Junto a la escalera había un detalle anacrónico, el único que Iris había visto hasta ahora: una rampa con una barandilla eléctrica preparada para subir una silla de ruedas.

La escalera desembocaba en una amplia azotea. Desde allí bastaba con girar sobre los talones para contemplar todo Santorini: a un lado los acantilados de Tera, al otro los de su hermana pequeña Terasia, e incluso el islote de Aspronisi en la bocana suroeste de la bahía. Hacía años las autoridades habían puesto en venta Aspronisi. Todos los habitantes de Santorini se rieron. ¿Quién iba a estar tan loco de comprar aquel pegote de roca?

No podían sospechar entonces que alguien lo bastante loco y con suficiente dinero compraría una isla mucho más grande y peligrosa: Kameni, el corazón del volcán.

El loco en cuestión, Spyridon Kosmos, estaba asomado a una balaustrada decorada con pinturas de delfines y pájaros. Al oír las pisadas de los invitados, accionó el mando de la silla de ruedas para dar la vuelta.

Iris no conocía en persona a Kosmos, y apenas había visto fotos de él. Cuando el millonario se acercó, acompañado por el leve zumbido del motor eléctrico de su silla, Iris pensó que no envejecía con demasiada dignidad. Se había teñido el pelo de un color negro que más parecía betún para zapatos y llevaba el rostro maquillado como un actor de cine mudo.

Para completar el cuadro, Kosmos llevaba un traje blanco de lino tan arrugado y mal puesto que lo hacía parecer aún más contrahecho. La impresión que ofrecía el anciano era de suma debilidad, como si cualquiera de las fuertes rachas de viento que solían soplar en Santorini pudiera levantarlo sobre el pretil y arrojarlo a la bahía tras destrozar aún más su cuerpo contra los picudos relieves del basalto.

– Bienvenidos a mi morada -les saludó. Su voz sonaba más limpia y enérgica de lo que su aspecto habría hecho sospechar.

– Es un honor para nosotros compartir con usted una fecha tan especial -dijo Sideris, haciendo una reverencia más propia de un japonés que de un griego.

Tras tan breve salutación, Kosmos se despidió de ellos hasta la cena. El sirviente acompañó a los invitados escaleras abajo, y procedió a repartir las habitaciones.

Los dormitorios también estaban decorados al estilo minoico, y disponían de cuartos de baño que mezclaban detalles antiguos con instalaciones modernas. Había varios candiles encendidos, pero la iluminación principal provenía de luces eléctricas tan disimuladas que apenas se veían. La ilusión de encontrarse en un auténtico palacio de la Edad de Bronce era casi completa.

Mientras Finnur se lavaba los dientes y orinaba, complaciéndose en el potente gorgoteo de su chorro sobre el agua de la taza, Iris se sentó en un taburete y abrió su tableta para buscar información sobre la erupción de Long Valley. Al parecer, la NNC iba a emitir un reportaje especial en menos de media hora.

«Justo durante la cena», pensó Iris. Tenía que buscar la forma de verlo. Lo que estaba ocurriendo en Long Valley era mucho más importante que cualquier fiesta de cumpleaños, por muy rico e importante que fuera el homenajeado.

Capítulo 28

Madrid, La Latina.

La erupción había empezado cuarenta y ocho horas antes, en un lugar de California llamado Long Valley. Gabriel estaba casi seguro de que Iris lo había mencionado.

Según el noticiario, a mediodía -ya de noche en España se había abierto una boca eruptiva en un centro turístico conocido como Mammoth Lakes. Aquello había ocurrido sin apenas avisar. Tan súbita como una explosión nuclear y mucho más potente, la erupción había superado en pocas horas los efectos del monte St. Helens, hasta entonces el volcán más destructivo de la historia de Estados Unidos.

En realidad, no se trataba de una sola erupción: apenas unos minutos después se había abierto una segunda chimenea a diez kilómetros de la primera. Y, pasadas doce horas, había ya un tercer foco.

En una imagen por satélite, las tres bocas de la erupción aparecían señaladas con puntos rojos que palpitaban como diminutos corazones. Una línea de puntos marcaba un óvalo apaisado de más de 30 kilómetros de este a oeste. El reportaje era americano, pero lo habían traducido, y la locución en español se superponía a la voz de la periodista de color que lo presentaba.

«Esa línea señala el contorno de la caldera de Long Valley. Se trata de una gran depresión, el vestigio de una erupción gigantesca que se produjo hace 750.000 años.

»En la peor hipótesis posible, la mayor parte de las rocas que rellenan esa caldera pueden haberse fundido a miles de metros de profundidad. Se habría formado así un inmenso depósito de magma a presión, magma que estaría empujando para salir a la superficie».

El montaje dio paso a un hombre que hablaba delante de un atril. Estaba tan gordo que la corbata se hundía bajo la papada como el dogal en el cuello de un ahorcado. Bajo él se leía: Lewis Spawforth. Director de la FEMA, Federal Emergency Management Agency.

– ¿Por qué no traducen también eso? -se quejó Herman.

– Agencia de gestión de emergencias federales -dijo Enrique.

– Chssss -dijo Gabriel.

«La prensa ha aireado con mucha ligereza el término "supervolcán"» declaró el tal Spawforth. «No hay por qué ser alarmistas. La erupción está siendo extremadamente violenta. Pero por eso mismo es más probable que la presión del magma fundido que hay en la caldera baje rápidamente y la erupción se detenga o adquiera proporciones más… manejables».

– ¿Cómo se maneja una erupción? -comentó Gabriel.

«Aunque se ha declarado la condición de catástrofe en California, Nevada y Arizona, queremos tranquilizar a los ciudadanos. Pronto llegarán suministros a las zonas afectadas. Debemos añadir que en el resto de la nación no se prevé mayor peligro que, tal vez, una ligera caída de cenizas».

– ¿No os da la impresión de que a ese tipo le está creciendo la nariz? -dijo Enrique.

– Los políticos son iguales en todas partes -comentó Herman-. Siempre mintiendo al pueblo.

– No le queda otro remedio -dijo Gabriel-. En este momento se debe estar desatando el pánico por medio país.

Como si los autores del reportaje le hubieran leído la mente, en la siguiente escena apareció un supermercado. Todos los estantes se habían quedado vacíos y la gente hacía cola ante las cajas con los carritos llenos a rebosar. Aquello estaba ocurriendo en Washington, a más de tres mil kilómetros.

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