Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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QUINTA PARTE

MARTES

Capítulo 25

Santorini.

– Estarás contenta, ¿no? Por fin ha estallado tu supervolcán. ¡El fin del mundo se acerca!

Iris se volvió hacia Finnur. Su novio la miraba con esa sonrisilla entre condescendiente e irónica que tanto la molestaba.

– Yo no he hablado de supervolcán. Pero en la caldera de Long Valley se han abierto ya tres chimeneas separadas por varios kilómetros. Eso indica que la cámara de magma es inmensa.

– No todo el magma tiene por qué estar fundido ahí abajo. Se pueden haber formado dos subcámaras independientes en su interior, o sea, dos volcanes vulgares y corrientes. Pero tú siempre tienes que elegir la peor opción.

«No lo sabes tú bien», pensó Iris. Al parecer, en los últimos tiempos sólo sabía fijarse en gilipollas como Finnur -el insulto lo pronunció mentalmente en español- o en sinvergüenzas como Gabriel Espada.

Cuando pensó en Gabriel, se le subió la sangre a la cara.

– ¿Por qué te has puesto tan colorada, kanina? -preguntó Finnur, entrecerrando los ojos.

Lo malo de haber heredado de su madre la piel pálida era que cuando Iris se ruborizaba sus mejillas parecían semáforos. Apartó la mirada de Finnur y volvió a concentrarse en los monitores.

Ambos se hallaban a bordo del Poseidón, un yate reconvertido en barco de investigación oceanográfica. Estaban en el antiguo comedor, una sala provista de grandes claraboyas por las que entraba la luz de una mañana casi veraniega. Apenas soplaba viento y las olas rompían blandas contra el Poseidón, sin levantar espuma.

En una mesa situada en ángulo recto con la de los dos vulcanólogos se sentaba Tiara, una joven griega seria y delgada que cada mañana corría quince kilómetros en ayunas. Especializada en arqueología submarina, mostraba la misma fuerza de voluntad casi fanática en todo lo que hacía.

Los instrumentos del barco estaban preparados para monitorizar el fondo de la bahía de Santorini. El Poseidón contaba con sonares de barrido y con un vehículo robot provisto de focos y cámaras. El paisaje que mostraban las imágenes era similar al de la propia isla: grandes rocas oscuras arrojadas por la erupción de la Edad de Bronce y depósitos de piedra pómez, todo sobre un fondo de cenizas claras y arenas volcánicas negras.

Además, el barco tenía un perfilador de fondos, un aparato que usaba descargas eléctricas de miles de voltios para crear burbujas de aire. La presión del agua hacía colapsar esas burbujas y provocaba un estampido sónico. Parte de las ondas sonoras se reflejaban en el fondo, pero la mayoría penetraban en el material sólido cientos de metros. Si en el camino se topaban con rocas u objetos de distinta densidad, rebotaban de regreso a los sensores del barco. Los datos obtenidos, combinados con los del magnetómetro, ofrecían una información muy valiosa sobre la estructura interna del subsuelo marino.

n aquel momento el Poseidón estaba sondeando las aguas al oeste de la isla de Kameni para averiguar qué cambios se habían producido en la bahía después del terremoto del viernes. Tiara observaba su monitor con la esperanza de que el seísmo hubiera removido el fondo lo suficiente para sacar restos arqueológicos o al menos acercarlos al alcance del perfilador.

Al hacerlo seguía instrucciones directas de Sideris. El director de las excavaciones estaba convencido de que en el interior de la bahía, bajo el propio volcán, había existido una ciudad mayor que Akrotiri. Si era así, la erupción tuvo que destruirla. Pero cuando se produjo el colapso final y toda la caldera se hundió, algunos restos de la ciudad debieron quedar sepultados en las profundidades.

Al menos, ésa era la esperanza de Sideris. Rena Christakos estaba convencida de que aquella búsqueda suponía una pérdida de tiempo.

Al recordar a la arqueóloga grecoamericana, a Iris se le empañaron los ojos. Era la única amiga de verdad que había hecho en Santorini. Mientras ella enterraba a su padre en Madrid, Rena había muerto por un infarto en las excavaciones. Iris se preguntó qué haría allí a esas horas de la noche, justo cuando se había producido el terremoto. ¿Habría muerto de puro y simple miedo por culpa del seísmo?

– ¿Te pasa algo? -preguntó Finnur. Iris se tocó con disimulo las comisuras de los párpados para enjugar la humedad.

– No es nada.

Mientras Tiara buscaba los restos de aquella ciudad perdida, Iris y Finnur monitorizaban el comportamiento del volcán y los diversos síntomas de su actividad. En una ventana situada en la parte izquierda de la pantalla recibían los datos de los sismógrafos instalados en la isla. Sus lecturas indicaban vibraciones constantes en el subsuelo: aunque no eran perceptibles para los humanos, su dibujo revelaba que el pulso de la Tierra estaba acelerado, como si la vieja señora hubiera tomado más café de la cuenta.

– Hay tremor volcánico. Todos los datos hablan de una erupción inminente -insistió Iris.

– ¿A qué le llamas inminente, kanina?

«Conejito». Las primeras mil veces que Finnur llamó así a Iris incluso le hicieron gracia. Eso fue muchos años atrás.

– Creo que cualquiera entiende qué significa «inminente», Finnur.

Gracias a los datos de los GPS y de la batimetría del fondo, sabían que toda la caldera estaba ascendiendo y que la isla central de Kameni se hallaba diez centímetros más alta que hacía dos semanas. Esa deformación del suelo podía indicar que la cámara de magma se estaba rellenando con grandes masas de roca fundida que subía desde las profundidades de la Tierra. Las lecturas gravimétricas sugerían lo mismo, así como el volumen de dióxido de sulfuro que brotaba del suelo.

– Por la velocidad a la que asciende el magma, todavía deben faltar varias semanas para tu supuesta erupción -dijo Finnur-. Y puede que el proceso se detenga por sí solo. Es lo que suele ocurrir.

– Tú lo has dicho. «Suele» ocurrir. Pero a veces sucede lo peor. Y la velocidad de ascenso del magma no ha dejado de crecer en las últimas semanas. Si sigue en esa progresión geométrica, podemos tener una erupción antes de siete días.

– ¡Qué feliz serías entonces, Gran Sacerdotisa de las Catástrofes! ¿A que te encantaría presenciar una explosión como la de Long Valley y ver cómo todo esto vuela por los aires, aunque se lleve tu bello culo por delante?

Iris resopló y se mordió el labio. No iba a caer en la tentación de pelear.

– Deberíamos dar la alarma, Finnur. De nivel naranja por lo menos.

– Nosotros sólo tenemos que rendir cuentas a Sideris y al señor Kosmos. Que den la alerta los del ISMOSAV [5] . Es su trabajo.

– Sabes que no lo harán hasta el último momento -dijo Iris, convencida de que no habría alerta en Santorini, ni roja ni naranja ni amarilla, hasta que así lo decidiera Kosmos, el auténtico dueño de la isla.

– Aun así, el plan de evacuación es muy eficaz -dijo Finnur-. El ejército puede sacar de Santorini a todo el mundo en cuestión de horas. No te preocupes tanto, kanina.

– Nuestro trabajo es preocuparnos.

– Al turismo de Santorini le ha costado mucho recuperarse después de la última erupción. ¿Qué quieres, hundirlo de nuevo?

– No tergiverses las cosas. Siento mucho si el turismo se hunde. Pero nuestra misión no es hacer de relaciones públicas. Estamos aquí para observar, medir e interpretar hechos.

– Vivimos y trabajamos en esta isla, kanina. Si por tu culpa se decreta una evacuación general y luego no ocurre nada, no serás el personaje más popular de Santorini.

– Seguro que en Long Valley había gente que pensaba lo mismo que tú, y mira lo que ha pasado.

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