Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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– ¿Qué le pasa a tu amigo? -le había susurrado Alborada en español-. ¿Por qué no nos saca de aquí?

Randall llevaba callado desde un rato antes del aterrizaje. Apenas parpadeaba y tenía la vista perdida en la nada, como en el extraño trance que había experimentado el día de la anomalía magnética. Joey se preguntaba si se debía a que se había pasado casi todo el vuelo examinando en el móvil las fotografías de los libros que habían abandonado en Long Valley.

«Son mis recuerdos», le había dicho a Joey. ¿Había recuperado por fin su memoria gracias a esos textos ininteligibles? Y, si así era, ¿habían provocado aquellos recuerdos algún trauma que bloqueaba su mente?

Al menos, los policías eran bastante amables, y durante el breve viaje les informaron a Alborada y a Joey de dónde se encontraban. Port Hurón, al sur del lago Hurón, una ciudad de poco más de treinta mil habitantes, de casas bajas, sembrada de pinos y muy tranquila. De lo poco que podían alardear era que Thomas Alva Edison había vivido allí durante diez años.

La jefatura de policía estaba a orillas del río St. Clair. Cuando el coche de patrulla aparcó y les hicieron bajar de él, Joey pensó que la vista no estaba mal. El río era tan ancho y azul que más parecía un brazo de mar, y al otro lado se veían los edificios de Sarnia, la vecina canadiense de Port Hurón.

Por desgracia, la habitación en que lo confinaron, separado de sus compañeros de aventura, no tenía ventanas.

Eso no le habría importado tanto. Pero no tener televisión…

– ¿Y por qué les han detenido? -le preguntó su madre cuando Joey terminó con sus explicaciones.

– Dicen que no estamos detenidos. Sólo retenidos.

– ¿Y por qué? -insistió su madre.

– No tengo ni idea -respondió Joey.

Era la pura verdad. Al llegar a la comisaría, le habían separado de Randall y de Alborada sin explicarle el motivo. Después, al día siguiente, lo habían llevado al despacho de la jefa de policía, donde ésta le preguntó qué hacía un estudiante de Fresno en Mammoth Lakes un día de colegio y en compañía de un individuo como Randall.

Joey contestó que sus padres estaban de viaje en San Diego, que antes de irse habían encargado a Randall que le echara un ojo, ya que era amigo de la familia, y que Joey lo había convencido para que lo llevara a Mammoth Lakes para hacer un trabajo sobre el efecto del dióxido de carbono sobre los árboles. La jefa de policía no pareció muy convencida, pero no le preguntó nada más.

Seguramente a su madre tampoco le habría convencido aquella historia del dióxido, pero ni siquiera le preguntó. Le bastaba con saber que su hijo estaba a salvo a miles de kilómetros de la erupción.

– Es increíble, Joey. La vemos desde aquí.

– ¿Dónde están, mamá?

– En la frontera -respondió ella, apuntando con el móvil a su esposo, que estaba sentado al volante, empapado en sudor y con cara de muy pocos amigos. Después enfocó a Linda, la hermana de Joey, que iba en el asiento trasero con su bebé en brazos.

– ¡Hola, Joey! -le saludó. Sonreía, pero tenía los ojos tristes.

Cuando Joey le preguntó dónde estaba su marido, Linda se puso a llorar. Fue su madre quien le explicó que William había tenido que quedarse en la Base Naval de San Diego, donde trabajaba. Al parecer, todos los barcos estaban zarpando para alejarse lo más posible de los efectos de la erupción.

Después, la madre de Joey salió del coche e hizo una panorámica con el móvil. Primero apuntó en la dirección de la carretera. Estaban detenidos en un atasco del que no se divisaba el final, y por todas partes se oían bocinas y gritos airados.

– Estamos intentando entrar en México, hijo. Pero nos quedan más de dos kilómetros para llegar a la aduana, y esto está parado. Todo el mundo quiere salir de aquí.

– ¿Por qué? -preguntó Joey, aunque ya sospechaba la respuesta.

Su madre se volvió hacia el norte y apuntó con la cámara hacia el cielo. Desde allí podía verse una inmensa nube negra que ocupaba medio cielo y en cuyo interior no dejaban de saltar relámpagos. Era como si en aquella zona fuese de noche. Cuando su madre hizo zoom con la cámara, a Joey se le antojó que la gran nube era una flota de siniestros acorazados gigantes navegando por el aire.

– La gente está muy asustada, Joey -dijo su madre, intentando controlar el temblor de su voz-. Dicen que cuando esa nube nos alcance moriremos todos.

– Tranquila, mamá. Esa nube sólo lleva ceniza.

– ¿Y no quema?

«¿Quema o no? -se preguntó Joey-. Supongo que no».

– No, no. Sólo les manchará el pelo y ensuciará los cristales del coche.

– ¡Contento se va a poner tu papá!

Joey se mordió los labios. Lo de mancharse sólo era el principio. Luego empezarían las toses, la asfixia… Cuando el reactor consiguió alejarse de la erupción, Joey le había preguntado a Randall qué ocurriría si seguía cayendo ceniza y más ceniza.

– A la larga, la ceniza es incompatible con la vida -le había contestado su amigo.

Por supuesto, no se lo dijo a su madre. Bastante angustiada se la veía mientras apuntaba con el móvil hacia aquella masa tan negra como las montañas de Mordor.

– No hay derecho -se indignó Joey-. ¿Por qué no abren la frontera y les dejan pasar a todos ustedes? ¡Es una emergencia!

– Eso es lo mismo que decimos nosotros, Joey -respondió su madre-. Pero aquí nadie nos atiende ni nos hace caso.

En segundo plano oyó a su padre blasfemando y comentando algo sobre la chingada que había parido a la policía de fronteras. Normalmente su queja era la contraria, pues no tenía problemas para entrar en México, sino para volver a Estados Unidos.

«Ahora los mexicanos se están vengando», pensó Joey.

– Aguarda, hijo, que te paso a tu papá -le dijo su madre.

– ¿Qué tal, Joey? Espero que a ti…

La imagen y la voz se cortaron. Joey pulsó la rellamada, pero el mensaje que recibió fue el mismo que llevaba dos días escuchando. El móvil solicitado está apagado o fuera de cobertura.

Al menos sabía que sus padres estaban vivos. Los niños que habían viajado con ellos en el avión no podían decir lo mismo.

Capítulo 31

Santorini .

«Lo escalofriante de esta erupción», continuó la presentadora del reportaje, «no es sólo que haya arrojado en un solo día más material que el monte St. Helens en dos meses, sino la increíble violencia con que lo expulsa. Los penachos volcánicos han llegado a casi cincuenta kilómetros de altura, un récord que supera a cualquier otro volcán de tiempos históricos. Incluso han caído fragmentos de roca de varios kilogramos de peso a más de mil kilómetros de Long Valley».

La imagen mostró un coche con el capó perforado por una de aquellas piedras. A continuación intervino Dolores Pendergast, una vulcanóloga americana con la que Iris había coincidido en varios congresos.

«A juzgar por la distancia que han alcanzado estos fragmentos volcánicos, la presión en el interior de la cámara de magma debe ser increíblemente alta. Tanto que quizá algunos proyectiles hayan superado los 11,2 kilómetros por segundo».

«¿Por qué esa velocidad en concreto?», preguntó la presentadora.

«Es la velocidad de escape de la gravedad terrestre. Significa que esos fragmentos se han convertido en pequeños cohetes espaciales que han abandonado nuestro campo gravitatorio, y que podrían acabar en la Luna o Dios sabe dónde».

– Velocidad de escape, Iris -dijo Eyvindur desde el móvil-. ¿Sabes lo que implica eso?

– Que la erupción es incluso más violenta de lo que esperábamos.

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