– Eso ya lo ha dicho incluso la periodista, Iris. Piensa un poco, por favor.
– No sé a qué te refieres…
– Iris, por favor, ¿no te parece que ya has hablado suficiente?
Finnur se había vuelto a levantar. Pero, en vez de agarrarla por el codo como antes, la esperaba a metro y medio de distancia, con los brazos cruzados y tamborileando en el suelo con la puntera de la bota derecha.
Iris le hizo un gesto para que se apartara un poco.
– Vamos, Iris -dijo Eyvindur-, lo único que tienes que hacer es relacionar. No te ciñas tan sólo a lo evidente.
– Déjate de enigmas. -Iris se tocó la cuenca del ojo izquierdo. Empezaba a dolerle allí, lo que vaticinaba una buena jaqueca en cuestión de una hora o menos-. Explícame qué quieres decir.
– Ah, no, Iris. Tú misma tendrás que averiguar la respuesta si quieres que te cuente más…
Eyvindur la había seducido con juegos intelectuales y emocionales de ese tipo. Pero Iris no se encontraba de humor para acertijos.
– Mira, Eyvindur, dímelo o no me lo digas, pero no me hagas pensar más. No me encuentro en condiciones.
– La mente de un científico debe estar siempre en condiciones. Cuando estés dispuesta a pensar, vuelve a llamarme -dijo Eyvindur, y colgó.
De repente, su voz había sonado gélida, como la de un catedrático encaramado en su tarima. Cuando no le seguían el juego, Eyvindur solía enfurruñarse como un niño consentido. «Malditos hombres», se dijo Iris, pensando tanto en él como en Finnur, que seguía mirándola ceñudo.
Cuando se iba a guardar el móvil, sonó una llamada. En la pantallita apareció el número de Ragnarok.
«Malditos hombres», se repitió Iris. Rechazó la llamada y empezó a escribir un mensaje mientras volvía a la mesa. Apenas reparó en la mirada de furia de Finnur.
Madrid, La Latina.
Gabriel sabía que Iris había recibido el mensaje, pues así lo certificaba el informe de entrega. Una voz interior, la racional, le dijo que si ella no se apresuraba a contestarle era porque probablemente tenía algo más importante que hacer en ese momento. Pero otro impulso que no tenía voz, que más bien era una sensación irracional aferrada a las tripas, le hizo sentirse menospreciado, y mientras seguía viendo el informativo de la NNC se dio cuenta de que las pulsaciones se le habían acelerado. En aquel instante sintió un odio intenso e instantáneo por Iris, una mujer a la que apenas conocía.
«Oh, oh», le avisó una segunda voz, susurrando por debajo de la primera y tratando de elevarse por encima de aquel impulso de adrenalina y latidos. «Si la odias por una tontería así es que estás…».
«¡Silencio!», ordenó a todas sus voces e instintos.
Trató de concentrarse en las imágenes del reportaje, y casi lo consiguió durante la estremecedora secuencia de la nube ardiente que devastaba el pueblo de Mammoth Lakes. Pero sus pensamientos volvían de nuevo a Iris, y también a la visión de la Atlántida.
Notaba una extraña desazón en su interior. De algún modo, se veía a sí mismo en el centro de una vasta red tejida por el azar, como si el azar lo hubiera señalado a él con su dedo implacable para decirle: «Tienes una misión».
Gabriel había estudiado suficiente psicología para saber que la sensación de ser el protagonista de acontecimientos importantes, una especie de elegido, era típica de muchos delirios paranoides. «¿Cree que hay una conspiración global contra su persona? ¿Siente que el futuro inmediato de todo el mundo depende de usted?» eran preguntas típicas de cuestionario para detectar tales psicopatías.
Sin embargo, se habían producido demasiadas coincidencias a su alrededor como para no pensar que sobre él se cernía algo grande, un destino que lo sobrepasaba. Como si las Parcas quisieran encomendarle a él, a un cuarentón fracasado que tenía que trampear para llegar a mediados de mes, una misión digna de Superman.
Pero ¿cómo no pensar que lo que le había ocurrido en los últimos días ocultaba un significado? Primero había conocido a Iris, una vulcanóloga que trabajaba en Santorini. Al hablar con ella, se le había vuelto a despertar la capacidad telepática, algo que sólo había experimentado una vez en su vida, hasta el punto de que él mismo dudaba si no se trataría de un recuerdo adornado o inventado con el paso del tiempo.
Esa capacidad se había vuelto a manifestar horas después con Milagros. Una mujer cuyo cerebro devastado debería haber sido una pizarra en blanco, y que sin embargo soñaba con la Atlántida, situada en Santorini y destruida por su volcán.
Volcán que lo llevaba de nuevo hasta Iris, la geóloga que le había alertado del fin de toda la especie humana debido a la amenaza de supervolcanes como el que estaba viendo en directo en la televisión.
Iris, la Atlántida, la telepatía, Santorini, los volcanes, otra vez Iris… Era imposible no ver allí algún tipo de designio.
«Voy a llamarla», decidió, saltándose su propio manual de relaciones con las mujeres. Artículo 1: «Nunca manifiestes demasiado interés por ellas».
Para su sorpresa, Iris le rechazó la llamada. «Puede estar en una reunión o…». ¿O tal vez dándose un revolcón en la cama con su novio? Censuró ese pensamiento, que debería serle indiferente, y fingió ante sí mismo que se concentraba en el reportaje.
Tienez un menzaje, gorunko, le avisó el móvil.
Sé quién eres, Gabriel Espada. Tu propio libro me ha hecho ver que he sido una tonta estafada. Contarás en otro libro cómo engañaste a una crédula islandesa? Gracias por la lección que me has enseñado. Vale de sobra los cuatrocientos euros.
P.S. Eres un fraude.
– Mierda -dijo Gabriel, y se guardó el teléfono. ¿Cuántas veces lo habían llamado «fraude» en los últimos días? «Será que es verdad», se dijo.
– ¿Pasa algo? -le preguntó Herman, que había estado más atento a sus movimientos que al volcán de la tele.
– Nada. Otra cagada de las mías.
En ese momento, Luque cambió de canal.
– ¡Eh, vuelve a poner eso, que no ha terminado! -protestó Gabriel.
– ¿Estás tonto? -respondió el camarero-. Va a empezar el partido del Madrid.
Cuando Gabriel intentó persuadir al resto de la parroquia de que lo que estaba pasando en California era más importante que una semifinal de la Copa de Europa, fracasó de forma lamentable, incluso con Herman. Uno de los clientes, el señor Eugenio, opinó que todo aquello del volcán era un rollo de los americanos para llamar la atención como siempre, y que, en cualquier caso, que se jodieran.
En ese momento sonó el teléfono de Gabriel.
«Es Iris», pensó, y se apresuró a sacarlo del bolsillo.
Pero se trataba de su ex mujer. Aunque Gabriel no estaba de humor para hablar con ella, sabía lo insistente que podía ser Marisa, de modo salió del bar para oír mejor. Al hacerlo, se cruzó con Enrique, que entraba guardándose el móvil en el bolsillo.
– ¿Te vas ya? -preguntó Enrique, con cara de desilusión.
– No, sólo salgo a hablar.
Una vez fuera, Gabriel aceptó la llamada.
– Hola, Marisa. ¿Qué tal estás?
Era evidente que muy preocupada, a juzgar por su gesto.
– Alborada está allí -respondió ella. Siempre lo llamaba por su apellido.
– ¿Dónde?
– En California. ¿No lo estás viendo por la tele?
– ¿En California? ¿Qué demonios hacía allí?
– El domingo salió de viaje de repente. Era un encargo personal de ese zorrón de Sybil Kosmos, pero no me explicó para qué.
En la mente de Gabriel se encendió un diodo luminoso. ¿Más coincidencias? Apenas unos días antes había hablado de Sybil Kosmos con Herman y Enrique.
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