Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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– No tenemos noticias de los padres de los críos ni de la dirección del colegio-prosiguió la jefa de policía-. Por lo que se sabe, su pueblo ha sido sepultado por una nube ardiente.

– Una terrible tragedia.

– En efecto. El caso es que la tutela de esos niños debería pasar al estado de California. Pero resulta imposible contactar con las autoridades de allí. De hecho, es posible que en California ya no exista nada remotamente parecido a la autoridad.

La jefa de policía meneó la cabeza y dio un sorbo de su lata de Dr. Pepper. Al pensar en la cantidad de calorías basura que tenía ese mejunje azucarado, Alborada frunció el ceño. No era extraño que Carol Ollier estuviera tan oronda.

– No me puedo creer que esté diciendo una frase tan melodramática. «Nada remotamente parecido a la autoridad». Pero me temo que las cosas son así. La tutela de esos niños ha pasado a las autoridades federales, de modo que el FBI se ha puesto en contacto conmigo aduciendo la Federal Kidnapping Act.

– ¿Secuestro federal? -protestó Alborada-. Eso es ridículo.

– Eso mismo he dicho yo. Pero de momento no me queda más remedio que retenerlos, señor Alborada. Cuando los agentes del FBI vengan a hablar con usted…, bueno, y con su silencioso amigo -añadió, mirando a Randall-, seguro que todo se aclara.

– ¿Y eso cuándo ocurrirá?

– No lo sé, señor Alborada. Ya le he dicho que estamos en medio de una emergencia nacional, El FBI está desbordado, como las demás agencias federales. Mientras tanto, les trataremos bien, se lo aseguro.

* * * * *

Cuando volvió a quedarse solo con Randall en la habitación, Alborada pensó en la pregunta de la jefa de policía.

«¿Ha hablado con su familia para tranquilizarla?».

«No tengo familia cercana…».

Antes de subir al Gulfstream, Alborada había tirado el móvil a la pista y lo había pisoteado hasta romperlo. Fue una ocurrencia del momento: si llevaba el móvil encima, Sybil podría localizarlo en cualquier momento y lugar. Y ahora que Adriano Sousa estaba muerto y SyKa a miles de kilómetros, lo último que quería era que ella lo encontrara.

Aun así, podría haber hablado con Marisa durante el vuelo, ya que la piloto del reactor había permitido que los niños utilizaran los móviles para hablar con sus familias. Lo cual, por otra parte, fue un esfuerzo inútil. Tres de ellos habían conseguido contactar con sus padres, pero las comunicaciones se interrumpieron enseguida. Aquellos chicos provenían de la escuela elemental de Bishop, un pueblo situado a unos cincuenta kilómetros de Long Valley. Una distancia segura para un volcán normal, pero saltaba a la vista que lo que había estallado allí no lo era. Todos los medios de comunicación hablaban ya sin ambages de «supervolcán».

En cualquier caso, Alborada, aunque podría haber pedido un móvil, había decidido no ponerse en contacto con Marisa y su hijo, ni siquiera para mandar un brevísimo «estoy vivo». Si no lo había hecho no era sólo por evitar que Sybil lo localizara. Empezaba a pensar que era preferible que Marisa lo creyera muerto. Mejor ser la viuda de un ejecutivo fallecido en la erupción de Long Valley que la esposa de un presidiario encerrado por un asesinato con sórdidas implicaciones sexuales. Entre las acciones y cuentas a su nombre y el seguro de vida, Marisa tenía de sobra para salir adelante.

Otra cuestión era si él podría vivir sin Marisa y, sobre todo, sin el niño. Además, ¿adonde podría ir?

«¿Y si me dejo barba y me dedico a recorrer el mundo con Randall?», fantaseó. Librarse de todas las ataduras, el tunero, los coches, las acciones, las casas. Dormir en un pajar, en un polideportivo o al raso, hacer autoestop, trabajar con las manos en cualquier parte para ganarse el pan…

Saboreó aquellas ensoñaciones que él mismo sabía absurdas. Dudaba de que esa vida tuviera tantos atractivos reales para alguien acostumbrado al lujo. Además, estaba convencido de que no le resultaría tan fácil escapar de Sybil. Para empezar, había venido hasta Port Hurón en su Culfstream. No era una moto que se pudiera aparcar en cualquier parte sin que su dueño se enterara.

Miró a Randall. Éste parpadeó, y durante un instante Alborada creyó que había salido del trance.

Falsa alarma. Aquel individuo tan peculiar que se decía padre de Sybil Kosmos seguía ausente, perdido en sus propios pensamientos o en la nada.

Alborada se levantó, lo agarró de los hombros y lo sacudió con fuerza.

– ¡Maldita sea, despierta de una vez! ¡Tú eres el único que puede sacarnos de aquí! ¡Despierta!

Fue como mover un saco de garbanzos. Cuando se cansó, Alborada cayó de rodillas y contuvo un sollozo. «Un caballero nunca llora en público» era otra de las normas del código Alborada.

– Tú eres el único que me puede salvar… -musitó, desesperado.

Ciertamente, si alguien le hubiera pedido que resumiera en una sola palabra el estado de su espíritu, le habría contestado: «Desesperación».

Capítulo 35

Santorini .

Las previsiones de Iris se habían cumplido en parte. El dolor que había empezado bajo su ojo izquierdo se convirtió, en efecto, en jaqueca. Por no agravarla, tan sólo tomó una copa de vino durante la cena. Spyridon Kosmos apareció ya al final, a la hora de partir la tarta. Por si no hubiera hablado ya suficiente, Sideris pronunció un elogio del magnate griego tan lisonjero que muchos de los presentes intercambiaron discretas miradas de vergüenza ajena.

Aunque no había más que dos velas, Kosmos tuvo que soplar varias veces para apagarlas. Cumplida la misión, probó un trozo de la tarta y se despidió de sus invitados. No había pasado con ellos ni quince minutos, pero Iris agradeció que se marchara. En aquel anciano que atesoraba más poder que muchos jefes de estado había algo que la inquietaba, una especie de aura maligna.

La previsión que no se cumplió fue la relativa a su inminente discusión con Finnur. Su novio no había esperado a quedarse a solas con ella en la habitación. En cuanto Kosmos abandonó la sala, Finnur empezó a reprocharle por haber contestado al mensaje de Eyvindur.

– Lo de antes ha sido una descortesía imperdonable. No se pueden perder los papeles así.

La primera vez se lo había dicho en susurros, pero conforme fue bebiendo más vino y más ouzo subió la voz. Finnur estaba obsesionado con su cuerpo, no comía pan ni grasas y apenas probaba el alcohol. Por eso, en cuanto bebía un poco más de lo habitual, se le subía a la cabeza. A veces se volvía simpático y divertido. Pero eso ocurría una vez de cada cinco. Y esa noche no tocó en suerte.

Durante la sobremesa surgieron varios temas de conversación, en los que Finnur, delante de todos, se opuso sistemáticamente a las opiniones de Iris. Tras hablar de la política griega, de arte e incluso de deportes, la joven decidió que lo mejor era callarse, echó atrás su silla y se dedicó a pensar en la conversación que había tenido con Eyvindur.

«¿Por qué es tan importante la velocidad de escape de la gravedad terrestre?», se preguntaba una y otra vez. Para desesperación de Iris, si ella misma no obtenía la solución de los acertijos que Eyvindur le planteaba, él jamás se la revelaba.

La velada se prolongó hasta las dos, y después los invitados se retiraron a las habitaciones. «Ahora viene la discusión», pensó Iris al cerrar la puerta. Sin decir nada, se sentó en la cama para quitarse los zapatos. Finnur se acercó por detrás y empezó a acariciarle los hombros y el cuello.

Normalmente a Iris le gustaba que su novio la masajeara; sobre todo si sufría dolor de cabeza, como ahora. Pero estaba muy enfadada con él y además no podía dejar de pensar en Gabriel Espada, aquel canalla cuyos ojos de fósforo la tenían obsesionada. Por una razón o por otra, sentía el contacto de los dedos de su novio como el de las escamas de una serpiente o la viscosa tripa de un sapo, y se le erizó el vello de la nuca.

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