Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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Los escalones apenas se distinguían entre las sombras. Iris los bajó de dos en dos, y cuando creyó llegar al final todavía se encontró con tres peldaños más. Al chocar con el suelo tras aquel último salto inesperado, su rodilla derecha crujió y la joven ahogó un gruñido de dolor. El impulso la lanzó adelante, pero manoteó como una funambulesca y para su propia sorpresa, después de unas cuantas zancadas sin control, logró recuperar el equilibrio y no caer de bruces al suelo.

– ¡Iris! ¡Deja de hacer tonterías! ¡Ven aquí!

La voz de Finnur sonaba más arriba, lo que significaba que no había bajado todavía las escaleras. Iris dobló hacia la derecha, y luego siguió por un pasillo tortuoso como una greca. Avanzó a trompicones, chocando con las paredes y usando las manos para cambiar de dirección y tomar impulso, como una nadadora haciendo largos en una piscina minúscula.

Las llamadas de Finnur se oían cada vez más lejanas. Iris encontró otra escalera y la bajó, y después recorrió más pasillos y cruzó varias estancias, muchas de las cuales estaban a oscuras. En aquel laberinto, se sintió como un Teseo que hubiera extraviado el hilo de Ariadna.

No tardó en perder toda orientación, mientras atravesaba zonas cada vez más lóbregas. Su intención era salir de Nea Thera.

Estaba dispuesta a dormir fuera, acurrucada entre las rocas, o bajar hasta el embarcadero y pedir que la dejaran acomodarse en alguno de los veleros amarrados allí.

Por lo que recordaba, la entrada principal se hallaba en la parte más baja de la mansión. Ignoraba cuántas escaleras tenía que bajar, puesto que el palacio estaba construido sobre un terreno abrupto y empinado. Su alzado se adaptaba a él en un diseño de terrazas y niveles ascendentes, de tal modo que, aunque ninguna pared tenía más de tres pisos, la diferencia de altura entre la puerta principal y la azotea más alta debía ser de unos treinta metros.

Cuando ya hacía rato que había dejado de oír las llamadas de Finnur, dio con una escalera más larga y empinada que las demás. Al llegar abajo, pensó que estaba en un callejón sin salida. En vez de un rellano que se bifurcaba en dos o tres galerías, como hasta ahora, se había topado con una puerta metálica, cerrada con una barra. Dudó un segundo, y después empujó la barra hacia abajo, con la absurda idea de que al abrir se encontraría ante el garaje de un centro comercial.

En cierto modo, aquella gran sala recordaba a un aparcamiento. Estaba iluminada por bombillas que dibujaban un círculo de luz en el centro, había varias columnas cuadradas que sustentaban el techo y el suelo era de cemento gris. Aunque no podía saberlo con seguridad, sospechó que aquella especie de hangar era un subterráneo excavado en la roca.

Pero enseguida dejó de pensar en ello, porque dentro del círculo de luz había algo que reclamaba toda su atención.

Una semiesfera perfecta de unos cinco metros de diámetro.

Iris recordó la cúpula que habían detectado el día anterior con el perfilador de fondos. No podía ser casualidad que la forma y el tamaño coincidieran. ¿Por qué se habían dado tanta prisa en sacarla del mar y traerla aquí?

No sólo la habían traído, sino que la habían limpiado a conciencia. Las luces le arrancaban brillos de oro entreverados con destellos verdosos. Aunque las bombillas encastradas en el techo emitían una luz estable, su reflejo sobre la cúpula metálica parecía vivo, como si la superficie del objeto fuera de mercurio.

Iris se acercó más. Al hacerlo, se le erizaron la nuca y los antebrazos y creyó oír una vibración, un zumbido casi imperceptible. Por lo que recordaba, aquel artefacto emitía un campo magnético.

Tocó la cúpula. Al hacerlo sintió en los dedos un cosquilleo inquietante. Aunque la superficie era lisa, le pareció palpar bajo ella un relieve. Sí, se sentía lisa y rugosa a la vez, como si sus dedos se hubieran duplicado y estuvieran en dos sitios simultáneamente.

El metal de la cúpula ondeó como un líquido. Sobre el fondo dorado apareció una especie de filigrana trazada con finísimos hilos verdes. Los hilos se extendieron y trenzaron tejiendo una red que rozó los dedos de Iris. El cosquilleo se hizo más intenso y las falanges se le tiñeron de verde, como si aquella especie do alga estuviera contaminando su piel. Al mismo tiempo escuchó un susurro casi imperceptible en su cabeza, un coro de infinitas voces fantasmales.

Iris apartó la mano como si la hubiera mordido una cobra. Cuando se miró las yemas de los dedos, le pareció ver cómo el trazado de líneas verdes se desvanecía ante sus ojos.

«¿Qué demonios es esto?», se preguntó, fascinada y asustada a la vez.

– Así que ha descubierto la cúpula de la Atlántida.

Al oír la voz a su espalda dio un respingo y se volvió, levantando las manos como si la apuntaran con una pistola.

Era Sideris, con cara de pocos amigos.

– Es usted. Qué susto me ha dado.

– No debería estar aquí, señorita.

«¿Desde cuándo es usted el portero de la mansión Kosmos?», pensó Iris, pero se mordió la lengua. Había algo en el gesto de Sideris que no presagiaba nada bueno.

– Lo siento, salí a dar una vuelta y me he extraviado. ¿Ha dicho usted que ésta es la cúpula de la Atlántida? ¿Qué quiere decir?

Sideris se acercó al artefacto y extendió la mano, sin llegar a rozar su superficie. Sus dedos tenían las uñas curvadas hacia abajo. «Dedos en palillo de tambor», pensó Iris. Era síntoma de que el sistema circulatorio de Sideris no conducía suficiente oxígeno. Lo sabía porque su padre los tenía igual.

– Hace unos días, el terremoto en el que murió la doctora Christakos nos hizo descubrir una cripta secreta. En ella había unas pinturas que representaban esta cúpula. ¿Sabe dónde estaba originalmente?

– ¿Cómo puedo saberlo?

Sideris se volvió hacia ella.

– En la ciudad que se alzaba en la isla central de la Atlántida, al pie del volcán. Es tal como sostenía yo. Esas pinturas y esta cúpula demuestran que tenía razón.

– Pero, aunque hubiera una ciudad, ¿cómo puede saber que se trataba de la Atlántida?

– Porque había signos escritos en lineal A. Justo al lado de la cúpula se lee «A-ta-ra-na-ti-da». Teniendo en cuenta que en lineal A la l y la r se escriben igual, sólo hay una lectura posible. Atlántida.

Iris volvió a mirar a la cúpula. A cierta distancia, la filigrana era tan fina que apenas se intuía como una mancha cambiante que teñía de verde la superficie dorada.

– Entonces la Atlántida existió…

– Es algo de lo que yo siempre he estado convencido. Los frescos y esta cúpula lo demuestran. ¿Ha oído hablar del oricalco?

Iris hizo memoria.

– ¿No era un metal con propiedades desconocidas?

– Eso se ha dicho a menudo. En realidad, oricalco no significa más que «bronce de la montaña» en griego clásico. Como ya le he dicho, esta cúpula estaba situada bajo la cima del volcán, según demuestra el fresco que hemos hallado en la cripta. Ignoramos de qué material está construida esta semiesfera, pero de lejos se parece al bronce. ¿Lo entiende? Bronce más montaña nos da oricalco.

– Ya veo.

– Así que aquí tenemos la auténtica cúpula de oricalco, el metal secreto de la Atlántida. El descubrimiento más importante de la historia de la arqueología.

El rostro de Sideris resplandecía. Sin duda, ya se veía, apareciendo en informativos de máxima audiencia.

De pronto su gesto cambió. Frunciendo el ceño, se volvió hacia Iris.

– No puede contarle a nadie nada de lo que ha visto aquí. Aún es demasiado pronto para decir nada.

– No se preocupe por mí. Siempre he respetado la cláusula de confidencialidad.

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