Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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Mientras consultaba el correo recordó la conversación que había mantenido en el Luque con Herman. Este le había contado un relato increíble sobre una anciana demente que soñaba con la Atlántida y que compartía sus sueños con Gabriel de forma telepática. En el bar, tras la impresión que le habían dejado el reportaje sobre la mega erupción y la conversación con su asesor de bolsa, estaba dispuesto a creerse todo. Ahora, a plena luz del día, ya lo veía todo con mucho más escepticismo.

«Oh, no», pensó al ver la bandeja de elementos enviados. Cuando llegó a casa a las doce y pico de la noche, un tanto achispado, le había enviado a Sybil Kosmos un mensaje en el que le detallaba toda la historia. ¿Qué pensaría de él cuando recibiera esa colección de disparates?

«No te preocupes tanto», se dijo. Probablemente ella lo borraría al recibirlo, sin tan siquiera molestarse en abrirlo.

Mientras desayunaba revisó las noticias. La erupción de Long Valley proseguía, ahora con cuatro chimeneas abiertas. Según varios artículos que leyó apresuradamente, las erupciones más intensas de las últimas décadas, como las del St. Helens o el Pinatubo, se concentraban en episodios muy violentos de unas pocas horas separados por periodos de cierto descanso. Sin embargo, la caldera de Long Valley no dejaba de sufrir explosiones constantes y de arrojar cenizas y aerosoles a la atmósfera en cantidades nunca vistas en época histórica.

«Aunque la erupción se detenga ahora», calculaba una climatóloga, «las temperaturas globales descenderán entre 1,5 y 2 grados durante el próximo año. Eso afectará al clima a nivel mundial, y sin duda se perderán muchas cosechas».

Mas la erupción no mostraba trazas de detenerse. Los inversores de todo el mundo debían sospecharlo. La bolsa de Tokio se había hundido, y el dólar había pasado de los 0,75 euros del lunes a tan sólo 0,38, prácticamente la mitad. «En sólo tres días», pensó Enrique, con un estremecimiento.

Tenía que ir a la oficina para supervisar el final de unos electos especiales, precisamente la simulación de un volcán. Pero pensó que el trabajo podía esperar. Era un día perfecto para comprar comida. No comida para pasar un fin de semana, ni siquiera para un mes.

Comida para sobrevivir al Armagedón.

Buscó en Internet un negocio de alquiler de furgonetas. Necesitaría un vehículo grande para cargar provisiones y agua potable. En cuanto al lugar apartado que le sugería Gabriel, tenía una cabaña muy bien preparada en la sierra de Gredos. Allí podría llevar a sus padres, a su socia Luisa y, por supuesto, a Gabriel y Herman. No había sitio para más.

Pero, por si acaso, llamó también a León, el piloto de su jet privado.

– Revisa todo lo que tengas que revisar, cárgalo bien de combustible y tenlo listo, por favor -le dijo-. Es posible que tengamos que hacer un viaje urgente.

– ¿Adonde?

– Todavía no lo sé. Ya te lo diré.

Si el fin del mundo se acercaba, ¿existía algún lugar donde huir?

Capítulo 37

Clínica Gilgamesh,

– Tú quédate junto a la puerta, Herman. Si viene Celeste, tienes que darle al botón verde y quitarme el Morpheus antes de que me vea.

– Va a ser complicado -rezongó su amigo, que había cambiado el turno en el instituto para traerlo en coche hasta la clínica.

– Tú eres un tipo con recursos. Sobre todo, no me quites el Morpheus sin dar antes al botón verde. No quiero que me frías las neuronas.

Gabriel examinó la habitación. Al ver que habían retirado la mampara que separaba las camas de la anciana y la mendiga del rostro quemado, maldijo entre dientes: con la mampara habría podido ocultarse a la vista si Celeste se limitaba a asomarse.

«Pero sabes que no se limitará a asomarse», pensó. Le había prometido a Enrique mantener en secreto el desarrollo del Morpheus. Si Celeste le veía con aquel artefacto en la cabeza, lo máximo que podría hacer él sería pedirle que no se lo revelara a nadie.

Celeste solía ser discreta. Tanto que se había callado su reciente viudedad. Al verla esa misma mañana, Gabriel había interpretado de otra manera su mirada y el poso de tristeza que había en ella. No se trataba de melancolía por el pasado, sino de dolor por la pérdida que acababa de sufrir.

Aunque, por otra parte, Celeste se había vuelto a peinar y maquillar a conciencia y le había besado prácticamente en los labios. «Danger, danger», volvió a pensar Gabriel.

Durante un instante, cuando se sentó junto a la cama de Milagros, fantaseó con un futuro en el que consolaba a Celeste. Tendría que cuidar también de sus dos hijos, pero al menos ya no eran bebés a los que había que cambiar los pañales. Celeste era inteligente y buena conversadora. Tenía tendencia a organizar vidas ajenas, pero eso, Gabriel lo reconocía, a él no le vendría mal. Por otra parle, aunque ella se quejara, gozaba de unos ingresos muy superiores a los que Gabriel había tenido jamás. Desde un punto de vista práctico, no era mala idea.

«Sabes que no puede ser», se dijo. Si trataba de sentar la cabeza con Celeste, no tardaría ni dos meses en sentirse enjaulado e intentar huir. No podía hacerle eso.

Y, por otra parte, no era capaz de sacarse de la cabeza el rostro de Iris. ¿Por qué se empeñaba en pensar en una joven islandesa que le despreciaba y a la que probablemente nunca volvería a ver?

Tal vez por eso mismo. Porque seguía huyendo de lo que tenía al alcance de la mano y persiguiendo lo imposible. Porque no había dejado de ser el Manrique de la leyenda de Bécquer. «Fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué? Para encontrar un rayo de luna».

Gabriel trató de desechar aquellos pensamientos. Era el momento de perseguir otro rayo de luna, la visión inalcanzable que había inspirado a tantos desde Platón.

Se puso el Morpheus y él mismo pulsó el botón de las ondas delta. En cuestión de segundos, todo se volvió negro, mientras pensaba que era el momento de viajar a…

Capítulo 38

La Atlántida , en algún otro tiempo .

– ¡ La Atlántida! ¡Ahí está, señora! -exclamó el capitán de la Mariposa Lunar.

Gabriel y Kiru volvían a ser uno.

El mar era azul oscuro y en el cielo brillaba un sol nítido y cortante, como si su luz poseyera la energía de las cosas recién inventadas.

Las olas rompían muy cerca. Los rociones de espuma que levantaba el viento y las salpicaduras de las olas contra la borda pintada de azul le(s) mojaban la cara y le(s) dejaban sabor a sal en los labios.

El dedo del capitán apuntaba más allá de la proa. Allí, en el horizonte, se levantaba una forma rocosa, la cima rota de una montaña.

«El volcán de la Atlántida», pensó Gabriel.

Kiru iba sentada bajo un toldo y protegida de las olas por pantallas de piel de vaca. En el centro de la nave se extendía otro largo dosel que cubría a los demás pasajeros. Eran habitantes de la Atlántida, orgullosos funcionarios y sacerdotes envueltos en largas túnicas y peinados con trenzas untadas de aceite que les caían sobre los hombros. Miraban a los tripulantes con desdén y, aunque hablaban el mismo idioma que Kiru, lo pronunciaban con un énfasis que sin duda creían aristocrático.

La Mariposa Lunar tenía una sola vela, pero aquel día no soplaba apenas viento y la propulsión la suministraban sesenta remeros de cuerpos atezados.

Aparte de los dignatarios, los remeros y los marineros, había otros seis pasajeros en la nave. Estaban armados con lanzas de punta de bronce y grandes escudos forrados de pieles. Llevaban los cabellos largos y barbas espesas y sin bigote. Hablaban entre sí un idioma extraño que Kiru no entendía más que parcialmente, y el que parecía ser su jefe lucía un lujoso casco adornado con decenas de colmillos de jabalí.

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