Mientras entraba en la bahía, Gabriel se dijo que ningún sueño podía albergar tanta riqueza de sensaciones. Habrían sido demasiados gigas de información. Aquello no podía ser una visión. Estaba de verdad en la Atlántida, transportado de una forma incomprensible a través de tres mil quinientos años.
A una época, se dijo sin saber muy bien por qué, en que los dioses todavía convivían con los humanos. Y aquel pensamiento le produjo un extraño temor. Porque comprendió que él, un simple mortal del siglo xxi, se estaba atreviendo a ocupar el cuerpo de una divinidad del pasado.
* * * * *
Tal como las recordaba Gabriel, las aguas de la bahía interior de Santorini eran oscuras, y tan profundas que los barcos no podían anclar allí, sino que se amarraban a enormes bidones flotantes situados a cierta distancia del acantilado y unidos al fondo del mar por gruesas cadenas.
En cambio, las aguas que contemplaba ahora tenían un tono verde claro, casi fosforescente, como si bajo las aguas palpitara un inmenso enjambre de luciérnagas. En aquella Atlántida anterior a la gran catástrofe, la bahía era mucho más somera, tanto que en algunos lugares se veían las rocas del fondo.
El volcán central estaba rodeado por pasarelas de madera sostenidas sobre pilotes, a modo de larguísimos palafitos. Desde la escasa altura de la Mariposa Lunar no se veía bien cuántas eran, pero el capitán le explicó a Kiru que las pasarelas eran dos y formaban otros tantos anillos que circundaban la isla. A su manera se trataba de ciudades alargadas, pues estaban sembradas de casas, almacenes, tenderetes y amarraderos.
– En esos dos anillos viven los extranjeros que comercian con la Atlántida, señora.
No tardaron en llegar al anillo de madera exterior. Sobre él se alzaban dos torres de madera en las que montaban guardia decenas de arqueros. Cuando la Mariposa Lunar se acercó, los vigilantes tendieron los arcos. Al oír el crujido de la madera al tensarse, Gabriel se preguntó qué pasaría si a alguno se le aflojaban los dedos y se le escapaba una flecha. Pero no sucedió.
Se veía un gran tráfico de barcas entre ambos anillos. Las que se dirigían al círculo central llevaban ovejas y cabritos, aves enjauladas, grandes ánforas que debían de contener vino o aceite, retales de tejidos de colores y espuertas de mimbre llenas de grano, frutas y verduras. Y también baúles cerrados con cadenas.
– En ellos se guardan los productos más valiosos -explicó el capitán, y añadió como en un recitado-: Perfumes, marfil, vajillas de vidrio, lingotes de cobre y estaño, gemas y joyas de plata y de oro.
La mayoría de las barcas volvían vacías del interior, lo que hizo sospechar a Gabriel que la economía de la Atlántida era más bien parásita.
– Aquí se reciben las mercancías del resto de las tierras -corroboró el capitán, cuyo tono implicaba «sin entregar nada a cambio».
Gabriel no dejaba de preguntarse en qué se basaba el poder de la Atlántida. Sin duda, no en su superioridad militar. Si los soldados que llevaban a bordo eran mercenarios griegos, significaba que los habitantes de la Atlántida no eran muy aficionados a empuñar las armas.
Todas las naves de la comitiva se quedaron en el segundo anillo. Ya sola, la Mariposa Lunar atravesó el último foso, llegó a la isla central y atracó en un muelle de madera.
Junto al muelle había una pequeña explanada de cenizas grises. Teniendo en cuenta la flotilla que había escoltado a Kiru hasta la Atlántida, Gabriel esperaba un comité de recepción más numeroso. Sin embargo, sólo había tres mujeres, y junto a ellas una litera cargada por cuatro jóvenes con los cuerpos depilados y untados de aceite.
– Ha sido un honor traerte hasta la bendita Atlántida, señora -se despidió el capitán con una reverencia servil-. Que tu vida aquí sea próspera y feliz.
Con Kiru bajaron de la nave los seis mercenarios tuertos, que en ningún momento le dirigieron la palabra. Kiru caminó por una alfombra azul que llevaba hasta la litera. Pero antes de que subiera, se acercó a ella una mujer cuyo aspecto le sorprendió. Sus ojos eran de un azul casi transparente y sus cabellos amarillos como el heno en verano.
«¿Una esclava traída del norte?», se preguntó Gabriel.
La mujer rubia hizo una reverencia.
– Bienvenida a Atlántida, mi señora Kiru. Soy Nun, y desde ahora mis ojos son tus ojos, mi boca es tu boca y mis manos son tus manos.
Kiru levantó la mirada. La ladera subía en una pendiente muy empinada, y la cima estaba a tal altura que para verla tuvo que torcer el cuello hasta que le dolió.
Para salvar aquel desnivel, la calle principal de la ciudad subía en zigzag. Aquella ancha avenida estaba rodeada de edificios, tan apretados que apenas quedaba sitio entre ellos para angostos callejones. Gabriel trató de contar las revueltas del zigzag, pero se perdió. ¿Siete, ocho, nueve? ¿Tal vez más? Lo cierto es que la ciudad era grande, mucho más de lo que Gabriel habría esperado para una población de aquella época. Calculó, a ojo, que podía albergar a más de cuarenta mil habitantes: una Nueva York de la Edad de Bronce.
Aunque tuviera más kilómetros cuadrados que en el siglo xxi, la isla no podía sustentar tantas bocas. Gabriel comprendió que la Atlántida era un auténtico imperio que necesitaba de sus colonias sometidas para recibir alimentos.
– Debemos subir allí arriba, señora, a la ciudadela sagrada -dijo Nun.
Las edificaciones se interrumpían a cierta altura. Más.illa se extendía un gran espacio de roca y ceniza, la ladera desnuda. Pero después volvían a divisarse casas y templos que, a juzgar por los reflejos, estaban adornados con láminas de metal o piedras muy pulimentadas.
Sobre aquellos edificios descollaba una construcción que C iabriel no habría esperado ver en el Egeo. Se trataba de una pirámide escalonada, un zigurat o teocali o como demonios quisieran llamarlo los expertos. Por comparación con las casas que la rodeaban, Gabriel calculó que debía medir cerca de treinta metros. Considerando la pendiente sobre la que se elevaba, supuso que su cara norte, que no alcanzaba a ver desde allí, se fundía prácticamente con la empinada ladera del volcán.
– Ésa es la mansión de la suprema Isashara y del supremo Minos. Ellos te esperan con impaciencia, señora -informó Nun.
Kiru tenía la vista muy aguda, algo que agradecía Gabriel. Gracias a eso, pudo contar en la pirámide siete terrazas de piedra gris unidas por una escalera roja. Sobre la última terraza había un templete, y coronándolo otra estructura que, según había estudiado Gabriel, suponía un imposible arquitectónico en la cultura minoica.
Una cúpula metálica.
«Debes ir a la montaña de fuego y soñar los sueños de la Madre Tierra bajo la cúpula de oro de la Atlántida», había dicho la madre de Kiru. Ahora ella estaba pisando el volcán y tenía ante sus ojos la cúpula. Alumbrada por los rayos del sol que empezaba a declinar, más parecía de sangre.
«Sangre», pensó Gabriel, y sin saber por qué sintió un estremecimiento mental.
– Sube a la litera, señora -dijo Nun, en tono suave-. El camino hasta la cúpula es largo y tedioso.
– ¿Por qué Kiru no puede subir andando? -preguntó Kiru, en tono caprichoso.
– Seguro que notas cómo el suelo se tambalea bajo tus pies.
– Así es. Toda esta isla se mueve. ¿Es que la Atlántida no tiene raíces en el suelo?
Nun esbozó una sonrisa que reprimió enseguida.
– Las raíces más firmes del mundo, mi señora. Éste es el ombligo de la Tierra, el lugar donde la suprema Isashara, con la ayuda del supremo Minos, se une con la Gran Madre y la convence para hacer su voluntad.
Читать дальше