Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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– Entonces ¿por qué se mueve a los lados como un barco?

– Porque acabas de bajarte de un barco, mi señora. El mar es muy posesivo, señora. Aunque ya hayas atravesado sus aguas, él seguirá tirando de tus piernas durante un rato para marearte y recordarte su poder. Por eso es mejor que subas a la litera.

Kiru dejó de resistirse y subió al palanquín. Cuando los porteadores la levantaron, hubo un instante de ingravidez en que se le revolvió el estómago, pero aguantó sin vomitar.

La pequeña comitiva se puso en marcha, escoltada por los seis soldados tuertos, que golpeaban el suelo con las tonteras de sus lanzas y daban voces para abrirse paso. La avenida estaba pavimentada con losas de piedra y tenía roderas para los carromatos. De ella salían atajos perpendiculares, angostos callejones con escalones tallados en la propia roca volcánica que subían entre las casas. Sin duda, los habitantes de la Atlántida debían desarrollar buenas pantorrillas y mejores glúteos a fuerza de recorrer esas cuestas todos los días.

Gracias a que la litera no tenía cortinas, Kiru podía mirar a los lados y brindar a Gabriel vistas de la ciudad, que procuraba absorberlo todo en su memoria. «¡Estoy en la Atlántida!», se repetía.

La mayoría de las casas tenían dos o tres pisos, y algunas hasta cuatro. Construidas a diversas alturas y adaptadas a los desniveles del suelo, formaban una suerte de laberinto tridimensional muy agradable a la vista. El efecto se veía reforzado por las vivas pinturas de las paredes, rojas, blancas, amarillas y azules.

En las puertas, terrazas y balcones había muchos vecinos que presenciaban con curiosidad aquella reducida procesión. También se veían cabras y ovejas, algunas en pequeños hatos y otras sueltas a su aire, y bueyes que tiraban de pesados carretones calle arriba o los frenaban avenida abajo. Al paso de la litera de Kiru, los arrieros los apartaban a los lados. Entre las casas crecían olivos, higueras y almendros que a mediodía debían brindar sombra. Ahora que caía la tarde, los rayos del sol se colaban bajo las ramas y hacían guiñar los ojos a los transeúntes que se habían detenido para contemplar el paso de Kiru.

– ¿Por qué miran tanto a Kiru? -preguntó Kiru, molesta.

– Eres una inmortal entre los inmortales, señora -respondió Nun-. Todos te respetan y admiran.

Pese a lo que decía la mujer rubia, Gabriel observaba más muestras de temor al paso de la litera que de auténtica reverencia. Empezaba a sospechar que la clave del poder de la Atlántida estaba relacionada con la propia naturaleza de aquellos supuestos inmortales, y que esa naturaleza ocultaba un sombrío secreto.

* * * * *

Subieron durante largo rato por el paseo central, y en cada giro de la avenida el mar quedaba más abajo y la pirámide y la cúpula se acercaban más. Cuando cayó el sol, se encendieron antorchas en las calles y en los terrados de las casas, y también en los anillos que rodeaban la isla central. La luna no tardó en salir sobre el mar. Al ver su faz casi redonda, Gabriel pensó que a la noche siguiente habría plenilunio.

Habían llegado al final de la ciudad inferior. Más allá se extendía el yermo que conducía hasta la ciudadela y la pirámide. En aquel erial sembrado de cenizas el camino seguía zigzagueando, pero ahora no se veía rodeado de casas, sino de pequeñas pilas de piedras negras. Las pilas estaban dispuestas muy juntas, apenas separadas entre sí por un metro.

Y sobre cada una de ellas descansaba una calavera.

– Aquí descansaremos antes de subir a la ciudadela sagrada -informó Nun.

Entraron en una casa de dos pisos, la última antes del descampado. Allí Kiru pudo descargar su vejiga en un pequeño retrete, tan limpio y perfumado como el de un hotel de cinco estrellas. Después la condujeron a una estancia iluminada con cientos de velas, donde había una gran bañera de piedra que recibía agua de dos caños que salían de la pared. De uno brotaba agua fría y del otro caliente, que sin duda provenía del corazón de la montana.

Para Gabriel fue una experiencia un tanto turbadora que otras mujeres le(la) desnudaran y lavaran, y que al terminar le ungieran todo el cuerpo con aceite. Después de bañar a Kiru, le dieron ropas limpias, perfumadas y planchadas con piedras calientes. También le dieron de beber vino con canela, y trozos de cordero lechal muy especiados a la brasa sobre obleas de pan.

A Gabriel le sorprendía la aparente falta de curiosidad de Kiru. Pero mientras cenaba a la luz de antorchas de resina, rodeada por criadas silenciosas e inmóviles, Kiru se decidió por fin a hacer preguntas.

– ¿Por qué han hecho venir a Kiru desde Widina?

– Porque éste es tu lugar, mi señora Kiru -respondió Nun.

– ¿Cómo puede ser su lugar si Kiru no lo recuerda? Como siempre, Kiru se sentía confusa sobre sus propias memorias.

– Te ruego que aceptes mis palabras. Éste es tu lugar. Tú perteneces a la Atlántida. Es tu destino.

– ¿Por qué?

– Por favor, mi señora, ten paciencia. Más adelante conocerás las respuestas.

Kiru estaba cansada, y el mareo que sentía después de desembarcar no había desaparecido. De hecho, la cabeza empezaba a darle vueltas. «Será culpa del vino con canela», pensó Gabriel.

Como fuere, Kiru no se encontraba de buen humor.

– Responde a las preguntas de Kiru ahora.

Su tono era imperioso. Al parecer, consideraba que, ya que era una «inmortal entre los inmortales», se le debía obediencia.

Pero hubo algo más, una sensación que Gabriel no había compartido con ella hasta entonces.

Primero fue una especie de tirón que partió de su nuca o algún pimío cercano, como si se le hubiera contraído un músculo cuya existencia desconocía Gabriel. ¿O aquello había ocurrido dentro de su cráneo? La sensación se extendió por sus venas a modo de fluido, como si le hubieran inyectado una sustancia cálida para hacerle una radiografía.

Las sirvientas que rodeaban a Nun retrocedieron con muestras evidentes de temor y algunas se arrodillaron. Nun se mordió los labios y abatió la mirada. Era obvio que también estaba asustada, porque le temblaban las manos, pero intentaba controlarse.

«Ese temor proviene de mí», pensó Gabriel. De Kiru, se corrigió automáticamente.

– Eres una de las bienaventuradas, mi señora, y no tengo más remedio que contestarte. Pero te ruego que no les digas a los supremos Minos e Isashara nada de lo que yo te cuente, pues tengo miedo al castigo.

Lo que Kiru diga es asunto suyo. Gabriel leyó aquel pensamiento que pasó por la mente de Kiru como un relámpago. Pero ella misma se arrepintió de una réplica tan arrogante y dijo:

– Kiru no les dirá nada. Habla, Nun. ¿Por qué han hecho venir a Kiru a la Atlántida?

Nun contestó sin mirarla a los ojos.

– La estirpe de los inmortales antes era más numerosa, mi señora. Tú…

– Habla de esa estirpe.

Nun miró a ambos lados.

– Deja que salgan ellas, por favor. No debo hablar ante otros oídos.

Kiru, que se había acostumbrado rápido a su nueva autoridad, hizo un gesto con la mano, y las criadas salieron.

– Mi señora Kiru, antes, al principio de los tiempos, gobernó aquí Atlas, el Primer Nacido, el Padre de Todos, el Odiado. Atlas engendró hijos de su esposa, la Primera Nacida: cinco parejas de mellizos. Puesto que no quería que le arrebataran el poder, los encerró en una isla desierta, donde los Segundos Nacidos tuvieron que devorar a sus propios hijos para sobrevivir.

»Pero ellos lograron escapar de la isla, vinieron aquí y derrotaron a su padre, tal como éste había temido. Desde entonces Isashara y Minos lo someten a castigo eterno.

– ¿Sólo ellos dos? ¿No habías dicho que Atlas y su esposa concibieron a cinco parejas de mellizos inmortales?

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