Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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Nun se frotó las manos, nerviosa.

– No puedo…

– Mira a Kiru a los ojos y habla. Nun levantó la mirada.

– Por favor, vuelvo a suplicarte que no digas nada, mi señora. La verdad es que el supremo Minos y la suprema Isashara no desean compartir su poder. Hace tiempo que sus ocho hermanos dejaron de existir.

Nun le rellenó la copa de vino y Kiru dio un largo trago. « No lo hagas», pensó "Gabriel, que empezaba a sospechar algo raro. Pero Kiru no le escuchó, obviamente.

– ¿Cómo pudieron dejar de existir si son inmortales?

– El poder de Isashara y de Minos escapa de mi comprensión, señora. Pero tengo entendido que ni los inmortales pueden sobrevivir cuando los decapitan o queman sus cuerpos.

Las luces de las antorchas y las lámparas de aceite se veían cada vez más borrosas, como duendes bailando en el aire.

– ¿Por qué han hecho venir a Kiru? -insistió Kiru, luchando contra el vértigo que la invadía.

– Ya te lo he dicho, señora. Éste es tu lugar. Tú perteneces a la estirpe de los inmortales.

– Kiru no lo entiende. Kiru no los conoce.

«O no los recuerdas», pensó Gabriel.

– Los supremos Minos e Isashara no quieren procrear entre sí, pues el mundo no es lo bastante grande para más inmortales.

Gabriel observó con preocupación que Nun se mostraba cada vez más sincera y menos temerosa, como si el extraño poder de dominio de Kiru ya no la inquietara apenas.

– Tú, mi señora, has de ser una hija perdida del gran Minos, que a veces se disfraza de mortal y abandona de incógnito la Atlántida para recorrer el Gran Azul y comprobar que se cumplen sus leyes.

– Entonces… si es el padre de Kiru… ¿la ha traído para que viva con él?

Kiru notaba la lengua cada vez más pastosa y los ojos más pesados. Las luces se habían convertido en remolinos y el rostro de Nun en un borrón.

– No, mi señora -contestó Nun con cierta tristeza-. Para que vivas, no.

Los ojos de Kiru se cerraron. Un segundo después, su cabeza chocó contra la mesa de madera.

* * * * *

En la siguiente imagen seguía siendo de noche. Kiru viajaba en la litera, pero ahora llevaba las manos atadas a la espalda. Además sentía un extraño torpor en el cuerpo, una parálisis que embotaba sus sensaciones y que apenas le permitía mover las puntas de los pies.

«Sí, te han drogado», pensó Gabriel. Le hubiera gustado añadir «te avisé», pero el canal mental entre él y Kiru era claramente unidireccional.

La comitiva, precedida siempre por los seis mercenarios, marchaba por el camino que ascendía culebreando la ladera yerma. Las pisadas crujían sobre la ceniza. La noche era tan clara que los cráneos humanos que festoneaban el sendero parecían brillar bajo la luz de la luna.

«Esto es intolerable», pensó Kiru. Pero cuando quiso expresar su protesta en voz alta, comprobó que de su boca sólo brotaban ruidos ininteligibles.

– Lo siento, mi señora -se disculpó Nun, que caminaba al lado del palanquín-. Te he pedido que no hables, pero no podía arriesgarme.

Kiru tanteó con la lengua y comprobó que tenía los labios unidos por hilos de bramante.

Le habían cosido la boca.

Kiru comprendió algo que ya había sospechado Gabriel antes que ella. Los gobernantes de la Atlántida no la habían hecho venir para compartir con ella la inmortalidad.

Ese fue el último pensamiento de su visión. Gabriel…

Capítulo 39

Clínica Gilgamesh. Madrid.

… abrió los ojos y pensó que alguien le había pateado la cabeza. Le escocía el cuero cabelludo y lo veía todo tan borroso como si buceara en una piscina llena de cloro. Las pulsaciones se le habían desbocado y sentía un agudo dolor encima de los riñones.

Lo último que recordaba era el rostro de una mujer rubia y unas pirámides construidas sobre la ladera de un volcán.

Sin embargo, lo que tenía ahora delante de los ojos le resultaba irreconocible. Durante unos segundos, a Gabriel se le antojó que le habían puesto delante un cartel de neón de colores, rodeado por los rasgos demoníacos de una cara deforme.

Unas garras lo aferraron por la camiseta y tiraron de él para ponerlo de pie. Al enderezarse, Gabriel se encontró por encima de aquel rostro e intentó enfocar los ojos en el primer plano.

Lo que había creído un cartel de neón eran dientes. Postizos, perfectos y transparentes. Dentro de ellos corrían luces, como angulas de colores culebreando en un vivero. El dueño de aquella dentadura tenía la nariz en forma de porra, los ojos oscuros y tan juntos que parecían bizcos y el pelo engominado y tirante. Aunque no era un semblante tan grotesco como le había parecido de sopetón, no podía decirse que resultase tranquilizador.

«Chuloputas», fue la primera descripción que se le vino a Gabriel a la cabeza.

– Estabas hablando en sueños. ¿Qué has soñado?

La voz era tan desagradable como el rostro, o tal vez a Gabriel se lo parecía así por el dolor que le martilleaba las sienes.

Soñar.

Con una fuerza que sorprendió a Gabriel, el tipo de los dientes psicodélicos lo arrojó sobre la cama. Gabriel trató de detenerse con las manos, pero se topó con el muslo de la anciana que dormía en ella, resbaló y acabó golpeándola con la frente en la tripa. La mujer ni se inmutó.

Se corrigió. Aquella anciana no dormía. Estaba en un estado parecido a un coma. Era Milagros Romero, la enferma de Alzheimer cuyo cerebro demenciado, por alguna razón incomprensible, emitía vivencias de la Atlántida que Gabriel captaba como un receptor.

«No», se dio cuenta de repente, interpretando las imágenes de aquel sueño que no era sueño. No era exactamente como él y Celeste habían imaginado al principio. La explicación era otra, aún más inverosímil.

Pero también comprendió que no debía revelarla.

Junto a Milagros había una especie de araña negra y blanca: el prototipo del Morpheus.

Terminó de recordarlo todo. Era jueves y estaba en la clínica Gilgamesh.

Ahora se explicaba el escozor de su cuero cabelludo. El tipo de los dientes de luces debía haberle arrancado el Morpheus de un tirón. También entendía la repentina jaqueca y el dolor en todos sus músculos. Había salido de golpe de las profundidades de la fase delta como un buceador que ascendiera doscientos metros sin someterse a descompresión.

Unas manos lo agarraron por la camiseta y lo levantaron de la cama. Durante un instante creyó que se trataba del tipo de los dientes de cristal, pero no era así. Quien fuera, tenía tanta fuerza que lo manejaba como un guiñapo.

Ahora que la vista se le había aclarado, Gabriel comprobó que la habitación se había llenado de visitantes. Estaba Chuloputas, mirándolo de frente con cara de pocos amigos.

Llevaba un traje caro y bien cortado, y sin embargo no dejaba de parecer un proxeneta de película.

Junto a la puerta de la habitación había otro individuo vestido con un traje gris y con el cabello teñido de mechas blancas. Se le veía gordo, pero no fofo: daba la impresión de que, si alguien le golpeaba con un bate en la panza, zona$ría como un enorme timbal.

El gordo, que llevaba la chaqueta abierta, no se molestó en mirar a Gabriel. Estaba vigilando a Herman, que se encontraba en la pared opuesta, junto a la cabecera de la cama donde dormía o descansaba la mendiga del ácido. Herman, por su parte, le devolvía al gordo una mirada igual de hosca, pero no hacía ademán de moverse.

«Debe de estar esperando el momento oportuno», pensó Gabriel, confiando en el adiestramiento en hapkido de su amigo y, sobre todo, en su agresividad innata.

Entre Gabriel y la puerta había otra persona. Una mujer pelirroja, de unos treinta años. Llevaba una chaqueta negra y una falda blanca bastante corta que dejaba ver unas pantorrillas bien torneadas.

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