Pese a lo que se contaba sobre SyKa en muchos programas del corazón, no se trataba de exhibicionismo gratuito. Sybil necesitaba que la miraran. Constantemente. Cuando no sentía unos ojos posados en ella, todo se volvía negro en su interior, como si su mente fuera un televisor apagado.
¿Quién había dicho «El hombre creó a los dioses a su imagen y semejanza»? A Sybil, que no era mujer de muchas lecturas, le sonaba la frase, pero no el autor. Hasta cierto punto, enunciaba una verdad. Los verdaderos dioses habían llegado al mundo después que los hombres, una versión mejorada del Homo sapiens.
Más, a pesar de ser superiores, los dioses se habían acostumbrado a depender de los humanos. No podían existir sin ellos, sin sus miradas de adoración, sin sus sacrificios, sin el tributo de sus vidas. Lo contrario habría sido como volver a aquella isla pequeña y mísera en la que sus parientes y ella tenían que competir por la comida y el agua como náufragos famélicos.
No obstante, tampoco era necesario que existieran tantos humanos. Ya había más de siete mil millones, una plaga de cucarachas que infestaban la Tierra. Con un millón, incluso menos, había más que de sobra. Sobre todo, ahora que quedaban tan pocos del linaje de Sybil. Durante un tiempo había llegado a pensar que su hermano y ella estaban solos.
Pero en los últimos días había recibido una pista sobre el Primer Nacido, el odiado padre de todos ellos. Y ahora también sobre Kiru.
«Kiru ugunduk wa», la insultó en un idioma tan antiguo que hasta las lenguas que descendían de él se habían perdido en el olvido.
Sybil se levantó y salió de la bañera. Mientras Luh la secaba con una toalla gruesa y esponjosa, le dijo a Fabiano Sousa:
Tengo un trabajo para ti. Espero que no te pierdas por el camino como tu hermano.
Fabiano hizo una mueca, enseñando sus dientes de cristal. No sentía ninguna inquietud por el destino de su gemelo. En la isla sin nombre habría sido tan despiadado con su propia sangre como lo habían sido los miembros del linaje de Sybil.
Mientras Luh untaba de crema de seda el cuerpo de Sybil, ésta caviló sobre lo que debía hacer. Según el mensaje, Kiru se encontraba internada en la clínica Gilgamesh, uno de los centros médicos de la fundación del mismo nombre. Sybil y Spyridon Kosmos eran accionistas mayoritarios del Proyecto Gilgamesh, pues pensaban que la mejor forma de evitar que los humanos dominaran el secreto de la inmortalidad era patrocinar y controlar sus investigaciones.
Siendo así, entrar en la clínica para llevarse a Kiru, alias Milagros Romero, no debía suponer ningún problema. Pero el tiempo había enseñado a Sybil que en la sociedad occidental era conveniente respetar las apariencias legales.
– Avisa a Julia para que te acompañe -le dijo a Sousa.
Este torció el gesto un instante. No se llevaba bien con la abogada de Sybil. Probablemente había intentado ligar con ella y, conociendo a Julia, se habría llevado una negativa más que contundente.
Cuando Sousa salió del baño para llamar, Sybil pensó: «Debería conocer también a ese tal Gabriel Espada». Si era capaz de conectarse con la mente de Kiru, tal vez él mismo llevara en sus venas sangre del Primer Nacido.
Mientras Luh la vestía, Sybil sonrió al pensar que al día siguiente tendría en su poder a Kiru.
Kiru. La mujer a la que ella misma había perdonado la vida, en el único impulso de amor desinteresado que recordaba. ¿Y cómo se lo había agradecido ella? Provocando el fin de su largo reinado y desencadenando el hundimiento de la Atlántida.
Port Hurón, Michigan .
– La jefa quiere verlos -dijo el agente que abrió la puerta de la habitación.
– ¿A él también? -dijo Alborada, señalando a su compañero. De no ser porque respiraba muy lentamente y de vez en cuando parpadeaba, Randall habría podido pasar por una estatua de cera.
– A él también.
El agente los llevó hasta el despacho de la jefa de policía, que se presentó como Carol Ollier.
– Les pido disculpas por no haber hablado antes con ustedes. Esa erupción será en la otra punta del país, pero la mierda nos está llegando ya hasta el cuello, y perdonen por la expresión.
Alborada le calculó unos cincuenta años. Estaba algo entrada en carnes y era guapa, aunque tenía una lozanía un tanto vulgar para su gusto, con unas mejillas tan brillantes como una manzana a la que le han sacado brillo con la manga.
– ¿Qué le pasa a su amigo? -preguntó.
Alborada se volvió hacia Randall. Seguía en un estado que él sólo habría sabido definir como catatónico. Aunque tal vez no fuera el término más exacto. ¿Aislamiento autista? Tenía los ojos abiertos, pero con la mirada perdida en la lejanía, y no hablaba. Si lo sentaban, se quedaba sentado; si lo ponían de pie, se mantenía erguido; y si le agarraban de un codo y tiraban de él, andaba con pasitos muy cortos y sin mover los brazos.
– Su amigo parece un viajero del tiempo -insistió la jefa de policía-. Es como si hubiera aterrizado aquí directamente desde los años setenta. ¿Qué ha fumado para estar así?
– Nada que yo haya visto. Pero no es exactamente mi amigo.
– ¿Y cómo es que han llegado juntos en ese reactor?
– Ya se lo expliqué a sus agentes. ¿Puede decirme por qué nos retienen aquí?
– No se impaciente, señor Alborada. Vuelva a contarme su historia.
Aunque la paciencia no era la mayor virtud de Alborada, se resigno y le contó a la jefa de policía una versión edulcorada de la verdad, según la cual había viajado a California para conocer y entrevistar al señor Randall, que poseía información valiosa sobre el misterioso manuscrito Voynich. En su relato, los matones armados que lo acompañaban no iban armados con pistolas, sino equipados con cámaras, luces y equipos de sonido, y su muerte había sido un heroico acto de servicio.
No había peligro de que el Sousa Malo ni los demás contradijeran su versión. Si sus cadáveres no habían volado por los aires con la primera explosión, ahora debían estar enterrados bajo miles de toneladas de escombros volcánicos. Como todo aquello que se encontraba en un radio de cien kilómetros a la redonda.
– ¿Ha hablado con su familia para tranquilizarla? Me han dicho que perdió el móvil.
– No tengo familia cercana -mintió Alborada con todo su aplomo-. ¿Va a decirme de una vez por qué me tiene retenido aquí? Soy ciudadano de la Unión Europea y tengo mis derechos.
– En la Unión Europea seguro que sí. Pero aquí el Presidente ha decretado el estado de emergencia nacional. Eso equivale prácticamente a la ley marcial.
– Eso no quiere decir que pueda usted retenernos sin motivos.
– No soy yo quien los retiene, señor Alborada. Estoy obedeciendo instrucciones del FBI.
– ¿Del FBI? ¿Es que hemos cometido un crimen federal?
– No exactamente. Pero al montar a esos treinta niños en un reactor y llevárselos a miles de kilómetros de su casa se han metido en un pequeño problema.
Alborada se volvió hacia Randall, y se preguntó por enésima vez por qué no despertaba y usaba sus poderes para convencer a la policía de que les dejara marchar.
– ¿Qué pretendía que hiciéramos? Si los hubiéramos abandonado allí, ahora estarían muertos.
– Lo que han hecho es una heroicidad, sin duda -reconoció Carol-. Pero vivimos en una sociedad hiperprotectora con los menores. A mí misma me pusieron una multa por hacer fotos a mis propios hijos en las cataratas del Niágara. ¿Lo puede usted creer?
– Yo ya me creo todo -dijo Alborada. Evidentemente, el motivo de que al muchacho chicano lo tuvieran en una habitación separada era evitar que los dos adultos cometieran abusos con él.
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