Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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– ¡Bien, Kiru! -exclamó Herman. Era el mismo grito de ánimo que ella había oído al recortar al toro en el palacio de Cnosos.

Pero Gabriel recordaba que en una ocasión Kiru, por arriesgar demasiado y confiarse, se había llevado una cornada en el pecho.

Por tercera vez, Sybil embistió contra Kiru. Ahora, tras haber aprendido de los dos errores anteriores, tiró la cuchillada hacia arriba, buscando el cuerpo de Kiru sobre su cabeza.

Sólo que Kiru también había cambiado de táctica y no estaba allí. En lugar de levantarse del suelo, había girado sobre sus talones como una peonza para hurtar la cintura a un lado en un ágil recorte. Sybil pasó de largo y se tambaleó al borde de la hondonada que delimitaba el camino.

Kiru la empujó.

Esta vez Sybil también reaccionó con rapidez, enganchó el brazo de Kiru con su mano izquierda y tiró de ella en su caída.

Las dos mujeres desaparecieron por el barranco.

– ¡Kiru! -gritó Gabriel, corriendo hacia ellas.

* * * * *

Al asomarse a la hondonada, sintió el calor que emanaba del fondo y tosió al respirar los gases sulfurosos.

Kiru estaba un metro por debajo de Gabriel, colgada del borde afilado de una roca de basalto. Intentaba izarse a pulso, pero no tenía fuerzas en el brazo herido. Apenas conseguía levantarse unos centímetros, desfallecía y perdía la altura conquistada. Gabriel pensó que no aguantaría mucho rato antes de soltar los dedos.

– ¡Déjame a mí! -dijo Herman, apartando a Gabriel.

Herman se tendió en el suelo y reptó hasta sacar medio cuerpo por el borde de la hondonada. Al darse cuenta de que su amigo podía desequilibrarse y caer de cabeza, Gabriel se puso en cuclillas sobre sus piernas y le plantó las manos en los muslos, procurando poner todo su peso en ello.

Iris y Enrique llegaron al momento y agarraron los pies de Herman.

– ¡Dame la mano, Kiru! -gritó Herman.

Pero aún estaban demasiado lejos.

– ¡Bajadme un poco más!

No era tarea fácil controlar el peso de Herman. Ahora tenía ya la cintura fuera del borde. Gabriel se veía obligado a emplear todas sus fuerzas para evitar que las piernas se le levantaran. Si Herman caía, él se iría detrás.

La perspectiva no era nada agradable.

Cinco o seis metros más abajo, el lodo oscuro que llenaba el fondo de aquel agujero borboteaba en grandes burbujas que reventaban con viscosos sonidos de succión.

De lejos, cualquiera habría pensado que era inofensivo, un baño de barro medicinal.

Sybil, hundida hasta los hombros en aquel fango volcánico, no debía opinar lo mismo, a juzgar por los escalofriantes alaridos que brotaban de su boca.

– ¡Sacadme de aquí! ¡Sacadme! -gritaba desde el fondo.

Los brazos de Herman llegaron hasta la piedra negra de la que colgaba Kiru y sus manos buscaron las de ella. Kiru puso gesto de terror, pero Herman gritó:

– ¡Suéltate de la roca y agárrate a mí!

– ¡Kiru va a caerse! -dijo ella, aterrada.

– ¡Confía en mí!

Mientras hacía fuerza sobre las piernas de Herman, Gabriel no podía apartar los ojos de Sybil, que seguía manoteando en la hondonada. Sus gritos eran cada vez más roncos. Sobre el olor a azufre, a Gabriel le llegó un hedor a carne quemada, tan intenso como cuando un trozo de chuleta se desprende en la barbacoa y cae directamente sobre la resistencia eléctrica.

A esa distancia, Gabriel veía a Sybil poco más que como una sombra que se agitaba en el barro ardiente. De pronto, su pelo se incendió como una antorcha. Bajo su luz Gabriel vio cómo el calor abrasador del lodo convertía los rasgos perfectos de SyKa en una máscara negra y arrugada como una manzana podrida.

– ¡Sacadme! ¡Sac…!

Su cabeza se hundió en el lodo y un borboteo ahogó su último alarido. Ya tan sólo se le veían medio antebrazo y la cabellera, que quedó flotando sobre ella como una boya. Pero cuando el pelo terminó de arder y chisporrotear, lo único que quedó de Sybil Kosmos fue una mano achicharrada y seca como la de un fósil prehistórico.

– ¡Tengo a Kiru! -gritó Herman-. ¡Tirad de mí! Incluso entre tres personas no resultaba tarea fácil izar el peso de Herman sumado al de Kiru. Valbuena debió decidir que era un buen momento para intervenir, se agachó por fin, agarró el pie derecho de Herman y tiró con fuerza. Lo arrastraron unos metros por el suelo, y él remolcó a su vez a Kiru, hasta que ambos quedaron fuera de peligro.

Durante unos segundos, todos se quedaron sentados en el camino, jadeando y tosiendo, pues la atmósfera estaba cada vez más cargada de gases.

Gabriel le dio un pescozón amistoso a Herman.

– ¡Bien hecho! -le dijo.

Al tocarle la cabeza se dio cuenta de que la tenía tan caliente como si llevara cinco horas tumbado al sol del mediodía.

Kiru se levantó sin mirar a la hondonada, como si ya no se acordara de que dejaba allí a su hija, abrasada por el barro ardiente del volcán. Era como si hubiera olvidado incluso la pelea.

«Y tal vez la ha olvidado de verdad», pensó Gabriel.

Pero su amnesia no debía ser total, porque Kiru se dedicó a buscar por el suelo llamando «¡Frodo, Frodo!» hasta que encontró al cachorrillo. Con él acurrucado contra el pecho y lamiéndole la cara, se acercó a Gabriel.

«Me va a abrazar», pensó él, anticipando una nueva fusión mental y el consiguiente dolor de cabeza. Pero, para su sorpresa, Kiru pasó de largo y a quien abrazó fue a Herman.

– Herman amigo de Kiru -dijo, y le dio un beso.

Aunque todo se veía rojo en medio de aquella niebla infernal, Gabriel estaba seguro de que su amigo se había ruborizado.

Enrique quiso soltar una risilla, pero en su lugar le salió un ataque de tos.

En ese momento el suelo volvió a retemblar. Por detrás del edificio se levantó una lengua de fuego que subió más de cincuenta metros en el aire.

«Eso está caliente de verdad», se dijo Gabriel, al sentir en el rostro una estampida invisible de aire abrasador.

– ¡Tenemos que entrar ahí! -dijo Iris, apuntando hacia la mansión.

Era el momento de enfrentarse a la cúpula de oricalco.

Capítulo 73

Dentro de Nea Thera .

Alborada llevaba todo el rato experimentando un pavor que provenía de dos fuentes y que tenía paralizado a todo el mundo en el garaje. Salvo, obviamente, a los dos hermanos.

Ahora que veía a Minos-Kosmos sin maquillaje, el parecido entre él y Sybil saltaba a la vista. La nariz aguileña, los labios sensuales, los ojos algo juntos. Combinando los rasgos de los dos se obtenían, de alguna manera, los de su padre.

Un padre que había demostrado ser demasiado optimista. «El hombre optimista siempre es el más triste, porque fracasa por exceso de confianza». Era otro de los principios del código Alborada. Parecía mentira que alguien que contaba su edad en milenios hubiera caído en la trampa de subestimar a sus enemigos. Sus hijos lo habían derrotado una vez. Ahora volvían a hacerlo.

– Lo siento, jovencito. Vamos a ir adelantando trabajo.

Alborada levantó la cabeza. Minos tenía el hacha levantada sobre Joey. El miedo seguía atenazándolo por dentro, pero de pronto Alborada se imaginó que quien estaba de rodillas aguardando el golpe mortal era su hijo Luis. Una ira que no procedía de ningún Atlante, sino de sus propias visceras, se apoderó de él.

Balanceó el cuerpo hacia atrás y lo proyectó adelante. Su cabeza, acostumbrada a rematar balones en su época de futbolista, se clavó con violencia en la entrepierna de Minos.

El inmortal retrocedió un par de pasos y se arrugó sobre sí mismo, sin soltar el hacha. Alborada dio un par de saltitos sobre las rodillas para acercarse a él y atacarlo de nuevo, pero fue un intento ridículo con el que apenas logró avanzar un palmo de terreno.

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