Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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Randall soltó la cabeza de Joey. Después se acercó al español alto y delgado de los ojos verdes, Gabriel Espada.

– Suerte dentro de la cúpula -dijo Randall.

Luego se dirigió a la mujer joven que en realidad tenía miles de años.

– Adiós, Kiru. Si alguna vez te viene algún recuerdo y piensas en mí, por favor, no lo hagas con rencor.

Por último se aproximó a Alborada, le dijo algo al oído y le estrechó la mano. Todos estaban expectantes por ver qué hacía Randall, y en el silencio sólo se oían los tronidos cada vez más cercanos de la erupción.

Randall caminó hacia la cúpula. Pero Joey se interpuso en su camino.

– ¿Qué vas a hacer? ¡Me estás asustando!

– Me voy. Y tú te quedas.

– ¡No!

– No me discutas, Joey. Mi vida aquí ha terminado.

– ¡Pero tú decías que la vida es lo más importante, que cada vida es algo único!

– Precisamente por eso debo ofrecerla. La cúpula no acepta ofrendas sin valor.

No había ni rastro del Habla, era la voz del Randall de siempre. Joey sintió un nudo en la garganta al pensar en aquella paradoja. «Siempre» era una palabra que había adquirido un nuevo significado en los últimos días horas. Especialmente, referida a Randall. El Primer Nacido, el Inmortal.

Que ahora se había empeñado en morir.

– ¡Seguro que hay otra forma!

– No, Joey. No la hay. Además, quiero que mi vida en este mundo termine así. Estoy cansado de olvidar. Ya no olvidaré más.

– Pero…

– No te olvidaré a ti.

Joey abrió la boca. Mil palabras se agolpaban en su mente. Pero el corazón se le estaba desgarrando por dentro, y lo único que consiguió emitir fue un gemido casi animal, de cachorro. La cara de Randall se le desdibujó por completo, como si la viera a través de una cascada. Las lágrimas no le dejaban ver, el dolor del pecho no le dejaba respirar.

Randall pareció compadecerse de él. Le puso las manos en los hombros y dijo:

– Te quiero, Joey. Has sido un buen amigo. El mejor amigo de mi vida.

Joey volvió a abrazarse a él, llorando convulsivamente. Todos los conceptos de vida y muerte con los que había jugado en su alma de adolescente no parecían significar nada ante aquel momento de piedra. Randall iba a morir. Para siempre.

– Por favor -reclamó Randall, mirando alrededor.

Herman, el español gordo, se acercó y tiró de Joey. Éste se sintió de repente demasiado débil para mantenerse de pie y se dejó colgar de los brazos de Herman. Los mocos le caían por la cara sucia de ceniza como a un niño pequeño.

Randall los miró a todos y sonrió con una tristeza que al mismo tiempo estaba teñida de esperanza.

– Buena suerte -se despidió de ellos.

* * * * *

Gabriel contuvo el aliento, como todos. Lo que había visto unos minutos antes, cuando Valbuena y Randall tocaron la cúpula, le hacía sospechar lo que iba a ocurrir.

Randall se acercó al cuadrante de la cúpula que, tras la muerte de Sideris, se había teñido de verde. Una vez allí, abrió los brazos, plantó ambas manos en la superficie del artefacto y apoyó la frente.

El zumbido del campo eléctrico que rodeaba a la cúpula se hizo más intenso. Los zarcillos que coloreaban de verde aquel sector se extendieron por toda la pared. Era como contemplar el crecimiento de una hiedra o una enredadera en una película acelerada mil veces.

Lo más extraño era que aquel proceso también estaba afectando a Randall.

Sus manos se habían hundido ligeramente en la superficie de la cúpula, como si ésta fuese de mercurio dorado. Apenas un segundo después, los filamentos verdes empezaron a extenderse por sus dedos, y de ahí pasaron a sus muñecas y antebrazos, y también a su frente, apoyada en la cara exterior del artefacto.

Nadie hablaba. Gabriel se volvió hacia los demás. Todos tenían los ojos clavados en Randall, incluso el muchacho, que se apretaba contra Herman y trataba de contener los sollozos.

Pensó en preguntarle a Randall si sentía algún tipo de cosquilleo, o si aquella especie de metamorfosis era dolorosa. Pero se dijo que cualquier palabra podría perturbar el proceso o alterar la dignidad de aquel rito fantasmal.

Gabriel se había acercado tanto a Randall que, si estiraba los brazos, podría haberlo tocado. Así vio cómo los misteriosos zarcillos se extendían por su rostro y recorrían su larga barba, como finísimos cables de fibra óptica que se entrelazaban con sus pelos.

No, no se entrelazaban con ellos. Los estaban sustituyendo.

Fuese lo que fuese aquel material, orgánico, sintético, mineral o todo a la vez, se estaba apoderando del cuerpo de Randall. Los filamentos no sólo recubrían su piel, sino que se hundían bajo ella.

Quizá Randall no quería moverse, o tal vez no podía. Cuando todo su rostro era ya una máscara de hilos verdes, un débil aliento salió de sus labios. Gabriel se acercó más, con mucho cuidado de no tocarlo para no alterar el proceso ni verse atrapado en él.

– … los niños…

A Gabriel le pareció escuchar que había dicho «salva a los niños», pero de la boca de Randall no brotó ningún sonido más.

Él mismo notaba erizado todo el vello del cuerpo, y un peculiar cosquilleo dentro de la boca, como si estuviera chupando los bornes de una pila de petaca, e incluso le pareció sentir que saltaban chispas entre sus dientes.

Randall ya ni siquiera respiraba. Los filamentos verdes habían llegado a sus hombros, y de ahí se extendieron rápidamente por su cuerpo. La ropa no parecía interesarles: los tejidos se deshacían literalmente ante el avance de aquel extraño ejército invasor y caían convertidos en un polvo finísimo que, incluso antes de llegar al suelo, desaparecía en el aire.

Por fin, todo el cuerpo de Randall quedó envuelto por la delicada filigrana verde que cubría ya la superficie completa de la cúpula. Él mismo se había convertido en un apéndice del domo: en los minúsculos entresijos entre los filamentos, su piel o lo que hubiera sustituido a su piel mostraba el brillo metálico del oro.

Y fue entonces cuando, con el mismo chirrido estridente que había escuchado en las visiones de la Atlántida, la pared del artefacto se abrió.

La cúpula había aceptado a Randall.

Gabriel respiró hondo. Se dio cuenta de que llevaba un rato conteniendo el aliento. Y al volverse hacia sus compañeros, comprobó que no era el único que tenía los ojos llenos de lágrimas.

* * * * *

– No se demore más, señor Espada -dijo Valbuena-. Debe honrar el sacrificio de Atlas.

Los intervalos entre temblor y temblor se hacían más breves, y ni siquiera en ellos el suelo dejaba de vibrar del todo. El olor a azufre y ceniza quemada era cada vez más intenso.

«Estamos demasiado cerca», pensó Gabriel. Por muy bien construido que estuviese el palacio, no aguantaría mucho rato más. Sobre el fragor de la erupción se oían ruidos siniestros que le hacían pensar en un equipo de demolición.

Tenía que entrar a la cúpula ya. Pero antes, había una cuenta que debía saldar. Se acercó a Iris con paso cauteloso.

– Toma. Esto es tuyo -le dijo. Le metió algo en la mano derecha y él mismo le cerró los dedos.

Cuando Iris los abrió, vio que se trataba de un paquetito hecho con billetes de cincuenta.

– Cuatrocientos euros. Son tuyos. -Gabriel la miró a los ojos-. Siento haberte engañado, Iris. Créeme si te digo que me arrepentí al momento.

Ella asintió y se guardó el dinero en el bolsillo trasero del pantalón.

– Y yo siento haberte dicho que eras un fraude. Has demostrado ser muy valiente viniendo hasta aquí.

Ambos se cogieron las manos un segundo. El apretón podría haber acabado en algo más, pero Herman tiró de Gabriel.

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