Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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Aunque a juzgar por su gesto todavía le dolía, Minos se enderezó y levantó el hacha de nuevo, esta vez apuntando a la cabeza de Alborada.

– ¡De rodillas!

La orden se clavó en la nuca de Alborada y corrió por su columna vertebral. No podía obedecerla, porque ya estaba postrado, pero agachó la barbilla sobre el pecho.

Para su sorpresa, Minos soltó el hacha y se dejó caer al suelo.

Sólo entonces se dio cuenta Alborada de que la voz que había sonado era la de Randall.

Aunque unos dedos invisibles tiraban de su barbilla hacia abajo, hizo un esfuerzo titánico y torció el cuello a la derecha.

Randall miraba fijamente a Minos, con los ojos muy abiertos. Las venas de su cuello y de su frente se habían hinchado como sogas a punto de partirse.

Después, Randall cerró el puño derecho. Durante unos segundos, su rostro se contrajo en un gesto de dolor, y se mordió los labios hasta hacerse sangre.

– ¡ Aaaag! -exclamó, separando el brazo de la puerta.

Se había desclavado la mano tirando con tanta fuerza que la cabeza del clavo le había atravesado la carne y los tendones. Randall repitió la maniobra la otra mano, y después con los pies, entre gruñidos de dolor. Sólo entonces su cuerpo resbaló hasta el suelo.

El garaje volvió a temblar. Una explosión sacudió las paredes. Dos segundos después la siguió otra.

«Estamos en un volcán en erupción -pensó Alborada-. Otra vez».

Pero ya no tenía miedo, ni del volcán ni de Minos.

Sin levantar la barbilla, miró de reojo a Joey. El muchacho estaba como él, encogido, casi a punto de clavar la frente en el suelo para prosternarse ante Randall.

La atmósfera del garaje había cambiado. Sobre los olores ácidos de la erupción flotaba un olor, una feromona o un hechizo distintos. Allí ya no reinaba el miedo, sino algo diferente.

Una mezcla de amor, respeto, obediencia. Reverencia.

Era como si se hallaran en presencia de Dios.

Y ese dios, el Dios, Randall, se agachó y recogió del suelo el hacha que había dejado caer Minos.

«¿Cómo he podido dudar de Ti?», se preguntó Alborada con adoración, aunque sabía que, al igual que el miedo anterior, ese fervor se debía al Habla.

– ¿De verdad creías que podías superar a tu padre, al Primer Nacido? -preguntó Randall-. El mismo que te engendró puede destruirte.

– Me… has… engañado… -articuló Minos a duras penas.

– Eres tú el único que se ha engañado siempre.

Minos alzó la mirada hacia su padre. Las mandíbulas le temblaban y los ojos parecían a punto de saltar de sus órbitas. Randall levantó el hacha sobre la cabeza de su hijo.

– No… tienes… cojones… -jadeó Minos.

«Mátalo -pensó Alborada-. Mátalo o estamos perdidos».

A su alrededor, los demás prisioneros amordazados mantenían los ojos clavados en la silenciosa batalla que se libraba en el rostro de Randall.

El Primer Nacido apretó las manos sobre la empuñadura del hacha. Las fibras de sus antebrazos se marcaron como cables de acero. Por un segundo, Alborada creyó que descargaría por fin el golpe mortal.

Pero Randall exhaló un profundo suspiro y arrojó lejos el hacha.

– No derramaré sangre ni siquiera por ti -dijo. «Esto se acabó», pensó Alborada.

– Ya te he dicho que no tienes cojones -dijo Minos. Randall se inclinó sobre él y le puso las manos sobre ambas sienes.

– Hay otros procedimientos, hijo -dijo Randall.

– Suél… ta… me…

Minos le agarró las muñecas para apartarlo de él. Pero los dedos de Randall se clavaron con más fuerza en su cabeza.

– Dicen que la muerte es el olvido total -dijo Randall-. Si es así, entonces el olvido total también es la muerte.

Por fin, Minos dejó de resistirse y puso los ojos en blanco.

– Voy a robarte todo lo que has sido, hijo mío. Espero que en tu nueva vida seas alguien mejor de lo que fuiste.

Alborada comprendió. Randall le había borrado a él un recuerdo, la memoria de algo malo que ahora sentía como una ausencia.

Ahora, iba a formatear por completo la mente de su hijo.

* * * * *

Cuando Gabriel y sus acompañantes entraron en la mansión, Iris los guió por el laberinto de pasillos hacia el garaje donde se hallaba la cúpula. Por el camino se cruzaron con varias personas que huían enloquecidas, algunas vestidas con ropas normales y otras ataviadas a la moda minoica. Entre ellos venía un tipo rubio que casi arrolló a Gabriel con su corpachón.

– ¡Váyanse de aquí! -gritó en inglés, sin detenerse-. ¡Ahí abajo están todos locos!

Después siguió corriendo y se perdió por un pasillo. Iris se volvió hacia él, levantó la mano y pareció a punto de gritarle algo, pero se arrepintió.

– ¿Quién es? -preguntó Gabriel.

– Es… -Iris vaciló un instante y meneó la cabeza-. No es nadie. Vayamos a buscar la cúpula.

Cuando llegaron al garaje, descubrieron que allí había cinco personas que no habían huido. En el caso de una de ellas, la razón era evidente. Estaba tendido en el suelo y, por su aspecto, no daba la impresión de que fuera a levantarse nunca más.

– Es Sideris, el director de las excavaciones -le informó Iris-. Debe haber sufrido un ataque al corazón.

A cierta distancia del cadáver había un chico moreno de doce o trece años con rasgos amerindios. Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en una columna y las rodillas apretadas contra el pecho. Pese a su propio abrazo, temblaba visiblemente.

Al lado del muchacho había alguien a quien Gabriel no habría esperado encontrar.

Alborada. El individuo que le había dejado sin trabajo y se había casado con su ex mujer.

Sin embargo, Gabriel se alegró al verlo allí, donde confluían todos los senderos.

– Marisa estaba muy preocupada por ti -le dijo, estrechándole la mano con fuerza.

Alborada le correspondió el apretón con sinceridad, e incluso le palmeó el hombro. Ni cuando coincidieron en el instituto se habían permitido tales familiaridades.

– Lo sé -respondió Alborada-. Todo ha sido muy complicado. Voy a presentarte a un amigo.

El amigo era un tipo con aspecto de hippy. O de Jesucristo, pensó Gabriel al percatarse de las heridas que tenía en las manos y en los pies. Después vio la puerta con los cuatro clavos ensangrentados y se dio cuenta de que la comparación con Jesucristo era más que acertada.

– Gabriel Espada, éste es Randall.

– También conocido como Atlas, ¿no es así? -preguntó Gabriel.

El aludido enarcó las cejas, sorprendido.

– ¿Cómo sabe quién soy?

Gabriel se giró y señaló a Kiru, que se había mantenido algo apartada del grupo. Al verla, los ojos de Randall se iluminaron en señal de reconocimiento, y avanzó unos pasos hacia ella.

– ¡Kiru! Estás… ¡Sigues viva!

Sí, seguía viva, y Gabriel pensó que no dejaba de ser un gran mérito después de tres mil quinientos años de vagar por el mundo con las neuronas medio abrasadas. Kiru apretó a Frodo contra su pecho y no hizo ademán de acercarse a Atlas, pero tampoco retrocedió.

– Kiru no te recuerda. Kiru no se fía de ti.

Ambas afirmaciones parecían contradictorias, lo que hizo sospechar a Gabriel que la última regresión había despertado en Kiru más memorias de las que ella misma quería reconocer. Algún recuerdo debía tener de Atlas si no confiaba en él.

– Si la señorita Kiru no se fía, tenemos un problema -dijo Valbuena, señalando a la quinta persona que había en el garaje.

Gabriel reconoció a Minos por sus visiones. Pero el gesto de determinación y crueldad del hermano de Sybil había desaparecido. A decir verdad, todo gesto se había borrado de su cara, que parecía una pizarra en blanco. Estaba tendido en el suelo, en posición fetal, chupándose el dedo y meciéndose entre balbuceos ininteligibles.

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