Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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– ¿A qué se refiere, profesor? -preguntó Gabriel.

– Ahora que Isashara está muerta y, al parecer, Minos se ha convertido en un guiñapo sin cerebro, sólo quedan dos Atlantes. Y los dos deben entrar juntos a la cúpula.

– Kiru no entra con él -se empeñó ella.

Randall miró a Valbuena con gesto escrutador, como si se preguntara quién era aquel intruso que parecía dispuesto a organizarle la vida. Después, se volvió hacia la cúpula.

– Ese no es nuestro único problema. Entiendo que están ustedes informados sobre la situación. Antes de entrar en la cúpula, debemos abrirla. En teoría, sólo podemos hacerlo derramando sangre.

Randall se acercó al domo. Gabriel lo siguió, acompañado por Valbuena. Los filamentos verdes cubrían tan sólo una pequeña parte de su superficie. Por lo que había visto en las vivencias de Kiru, aquella especie de alga tenía que extenderse por toda la cúpula para que ésta se abriera.

– Sin embargo -dijo Randall, hablando casi para sí-, cuando ese hombre ha muerto sin que nadie lo tocara, la cúpula se ha teñido de verde. La clave no es la sangre, es la muerte.

– O la vida -dijo Valbuena.

Randall se volvió hacia él.

– ¿Qué quiere decir?

– Esa cúpula sirve para que los humanos nos comuniquemos con la mente colectiva de la Tierra, ¿cierto?

– Así es.

– La clave para abrirla es la fuerza vital -dijo Valbuena, acercando la mano a la cúpula. Al tocar su superficie, sus dedos parecieron hundirse en ella. Los retiró al momento. Durante un instante los filamentos verdes iluminaron sus yemas, y luego se borraron-. La vida nunca termina en realidad. Sólo pasa por transiciones…

Valbuena se volvió hacia Randall.

– Cuando una vida pasa de un estadio a otro, su energía colapsa como una especie de agujero negro en miniatura. Al hacerlo, provoca un estallido de energía, una onda cuántica que los humanos no pueden percibir. Pero la cúpula sí la percibe, y es esa energía lo que la abre.

– Ya sé que cree usted en la reencarnación, profesor -dijo Gabriel-. Pero si para abrir la cúpula hace falta que varias vidas humanas cambien de estadio, como usted dice… A efectos prácticos equivale a matar. Si las víctimas siguen habitando en una dimensión distinta de la realidad, ésa es otra cuestión.

– Un momento -dijo Randall. Él también tocó la pared de la cúpula un par de segundos y observó cómo los filamentos verdes se extendían por su mano-. Creo que lo que él dice tiene cierto sentido. La cúpula no busca la muerte en sí. No pretende destruir vidas, sino que esas vidas se unan a ella. Lo que quiere es… comunicación.

Se volvió hacia ellos, frotándose las yemas como si quisiera borrar de ellas el color verde.

– ¿Existe alguna forma de comunicación mejor que la fusión total?

– No entiendo -dijo Gabriel.

– Creo que sé cómo abrir la cúpula -respondió Randall. Un segundo después sacudió la cabeza-. El problema es que si lo hago no podré entrar para guiar a Kiru. Además, ella no confía en mí.

«Pero en mí sí», pensó Gabriel.

Sybil le había propuesto penetrar con ella en la cúpula. Al parecer, confiaba en que su don telepático serviría para comunicarse con la Gran Madre.

Y si podía hacerlo con Sybil, ¿por qué no con Kiru? Gabriel miró a Enrique, que contemplaba la cúpula con aire fascinado. Era su amigo quien lo había acusado de caer en el delirio del Emperador de Todas las Cosas. ¿Y si no fuera un delirio?

En la historia del Emperador de Todas las Cosas, el joven humilde, apartado en un rincón del mundo y menospreciado por todos, descubría que tenía un don único, una habilidad que lo capacitaba para enfrentarse a las fuerzas del caos y la oscuridad y salvar el mundo.

Pensó en sí mismo. Gabriel Espada. Distaba mucho de ser joven, pero vivía en un apartamento ruinoso de veinticinco metros cuadrados, abandonado por su mujer y despedido de su trabajo. Un fracaso como escritor y como persona. Definido por mucha gente con una sola palabra:

Fraude.

Y sin embargo poseía un don. Quisiera o no, el destino lo había señalado.

Era el Elegido.

«Vaya bromas gasta el destino», pensó. Pero dijo en voz alta:

– Creo que hay una solución. Randall se volvió hacia él.

– ¿Cuál?

– Cuando toco a Kiru, entro en contacto con su mente. Creo que puedo penetrar con ella a la cúpula y controlarla para evitar que su fusión con la Gran Madre sea total. Es posible que sea capaz de manejarla.

– ¿Es eso cierto? -preguntó Randall, mirando a su alrededor.

– Gabriel dice la verdad -respondió Herman.

– Así es -corroboró Valbuena-. Lo cual solucionaría uno de nuestros problemas. Pero -añadió, clavando los ojos en Atlas- usted tiene que solucionar el otro. La cúpula debe abrirse.

Randall dejó caer los hombros y exhaló un profundo suspiro.

– Lo sé.

* * * * *

Randall se acercó a Joey.

– Joey…

Joey se levantó del suelo. Todavía temblaba. Quizá tenía más miedo ahora, que había pasado lo peor, recordando lo cerca que había estado de morir bajo el hacha de Minos.

– Ven, Joey.

Joey se dejó llevar por un impulso, corrió hacia Randall y se abrazó a él, colgándose de su cuerpo y estrujándolo como si hubiera marcado el gol decisivo del partido.

– ¡Randall!

El Primer Nacido lo apartó un poco para mirarle a la cara y sonrió. Siempre le había fascinado la capacidad de los niños humanos de hacerle sonreír simplemente mostrándole su propia alegría.

Se dio cuenta de que la maldición de su vida era que ninguno de sus hijos lo había mirado nunca como lo estaba mirando Joey.

Así que, por oposición, la bendición de su vida tenía que ser el amor que sentía llegar desde aquel pequeño proyecto de hombre mortal, apenas una ola en el inmenso mar de tiempo que había conocido.

Esta vez fue Randall quien lo abrazó. Y de pronto recordó que había habido cientos, tal vez miles de olas como ésa. Muchos otros Joeys, y Elenas, y Abrahams, y Tarquinios, y Mustafás. Los había olvidado porque los había querido.

Porque ellos le habían querido.

– Randall -repitió Joey, abrazado a aquel cuerpo que irradiaba poder, apretujándolo como si el suelo alrededor de ellos ya no fuera fiable.

Y no lo era.

Hubo un nuevo temblor. Esta vez el suelo pareció moverse en ondas, a los lados y arriba y abajo a la vez. Randall se tambaleó y Joey no tuvo más remedio que soltarlo. Pero cuando se iba a caer, Randall le agarró la mano.

– ¿Ves la cúpula, Joey?

Joey asintió.

– Debemos conseguir que se abra. En realidad, debo hacerlo yo.

– ¿Cómo piensas hacerlo? -dijo Joey. El gesto de Randall no presagiaba nada bueno.

– ¿Tienes ahí tu móvil, Joey?

– Sí. Pero casi no le queda batería.

– No voy a llamar. Sólo quiero saber que lo tienes bien guardado. No vas a querer perderlo.

– Pero, ¿para qué…?

Visto desde fuera, Joey se detuvo como un vídeo en pausa mientras Randall le rodeaba la cabeza con las manos y le ponía los pulgares en las sienes.

Visto desde dentro, Joey se sintió desgajar de su cuerpo. Su mente entera era ahora un terrible dolor, como si le hubieran puesto un casco cuatro tallas menor que su cabeza. Tormentas atronadoras de palabras desconocidas en lenguas no soñadas cruzaron su pensamiento arrastradas por un huracán de fuego. Ura muruna ménin áeide virumque negaléshera urusamsha ulomenen murágkala valíminar…

Y como empezó, terminó. Ahora veía de nuevo a Randall, delante de él. Le estaba hablando en un idioma que Joey entendía desde hacía apenas unos segundos.

– Guarda lo que sabes. Recuerda lo que fui.

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