De la bruma rojiza surgió una figura con una antorcha en la mano.
Era una visión del pasado. Gabriel se sintió de regreso a las vivencias que había compartido con Kiru. Por el angosto camino bajaba una mujer vestida con una chaquetilla ceñida y una falda de campana.
Antes de verle la cara, Gabriel supo quién era por el aura de miedo que la precedía.
Sybil.
– ¿Cuántos sois? -preguntó, sin más preámbulos. Ella misma debió contarlos, porque añadió a voces, para que se la oyera sobre el tronido constante de la erupción-. ¡Cinco personas! ¡No os hacéis idea de lo oportuna que es vuestra llegada!
Algo llameante surcó el aire con un silbido, cayó delante de Sybil y rodó por la cuesta hasta llegar a los pies de Gabriel. Era una roca incandescente del tamaño de un puño. De haber caído sobre uno de ellos, le habría partido el cráneo. «Iris tiene razón -pensó-. Debemos entrar cuanto antes».
El problema era que Sybil se interponía en el camino.
– ¿No la habéis traído a ella?
– ¡No! -mintió Gabriel.
Tal vez Kiru había percibido la cercanía de Sybil de alguna forma y había decidido huir de ella.
De su propia hija.
Algo rozó la pierna de Gabriel y le hizo dar un respingo. Estaba asustado, y no sólo por la erupción. El Habla de Sybil flotaba en el aire, espesa como la ceniza y sofocante como el gas.
Miró hacia abajo. Era Frodo, que lloriqueaba asustado. La última vez que lo había visto, viajaba cómodamente acurrucado en los brazos de Kiru. Pero ella debía haberlo soltado, y el cachorro se las había arreglado para alcanzarlos cuesta arriba a pesar de sus diminutas patitas.
«¿Dónde estás, Kiru?», se preguntó Gabriel.
Sybil hizo un gesto con la antorcha.
– ¡Acércate, Gabriel Espada! -dijo.
A la izquierda, en la hondonada, se oyó un borboteo más fuerte que antes y unas pellas de lodo oscuro cayeron en el camino. Su aspecto era inofensivo, pero al ver que humeaban Gabriel se preguntó qué temperatura tendría aquel barro.
Los dedos inmateriales del Habla tiraron de él. Caminó hacia Sybil.
Ella le acercó la mano al rostro y, sin rozarle la piel, le quitó el pañuelo de la cara.
– Tengo planes para ti -susurró, poniéndole la mano en la cara y acariciándole los labios…
* * * * *
… Gabriel tomó la mano de Sybil y caminó a su lado entre las columnas de hormigón de un garaje.
Sus pies chapoteaban en algo viscoso. Gabriel bajó la mirada. Era sangre, una piscina de sangre que llegaba hasta la cúpula de oricalco. Había dos hileras de cadáveres tendidos en el suelo, formando entre ambas un sendero por el que Sybil y Gabriel avanzaban con paso majestuoso, como un rey y una reina a punto de ocupar su trono.
No conocía a casi nadie. Pero al acercarse al final vio a Alborada, el esposo de su ex mujer, el pretencioso que tanto presumía de su código para triunfar en la vida. Ahora le habían rajado la garganta de lado a lado y miraba al techo con ojos vacíos. A su lado había un chico moreno y un tipo con barba al que reconoció como Atlas.
También estaban allí sus compañeros, todos muertos: Herman, Enrique, Valbuena, Iris. Sus rostros se veían borrosos, caricaturas dibujadas con trazo grueso. Sybil apenas se había fijado en sus rasgos. Sólo eran…
«Carne», comprendió Gabriel.
Siguieron andando. La cúpula estaba cubierta de un fino entramado de líneas verdes que casi tapaban el fondo dorado. La pared se había abierto formando una puerta trapezoidal. Una luz cálida brotaba del interior.
Pero antes de entrar, Gabriel pisó algo que era a la vez blando y duro. Cuando miró al suelo, vio que se trataba de una mano. La mano izquierda del último cadáver que acordonaba el sendero, un cuerpo semidesnudo y decapitado.
Aquella cabeza cortada lo miraba desde el suelo con una sonrisa congelada. Sus ojos negros chispearon con odio un segundo. Luego se volvieron opacos, como si alguien los hubiera recubierto con una película mate. La membrana de la muerte.
Era Minos.
{entra conmigo [Minos me traicionó | lo aborrezco] conviértete en el nuevo señor de la Atlántida}
«Yo no soy inmortal, Sybil», respondió Gabriel. Lo dijo o lo pensó con pena. De repente sentía un amor tan cálido y puro por ella como no había experimentado por ninguna mujer en su vida.
Pero el problema era precisamente su vida. Demasiado corta para brindarle a Sybil todo el amor que se merecía. La vida de un simple mortal, de un vulgar Homo sapiens.
«No podré ser tu compañero por mucho tiempo». {todo llegará | sacrifica por mí \ mata a tus amigos por mí \ te convertiré en inmortal}
Gabriel pensó que Sybil mentía. Pero que en realidad quería creer su propia mentira, deseaba creer que podía prescindir de su hermano. ¡Era una mujer tan adorable!
* * * * *
– ¡Suelta a Gabriel!
De pronto volvía a estar en la ladera del volcán, respirando cenizas y gases. Las sienes le palpitaban con el dolor que la fusión mental le dejaba como residuo.
Ante él, dos sombras rodaban entre la niebla. La antorcha de Sybil ardía en el suelo. Gabriel la recogió y la levantó sobre su cabeza, tratando de distinguir qué estaba ocurriendo.
– ¡Es Kiru! -exclamó Herman.
Gabriel se volvió hacia sus compañeros. Sus semblantes volvían a mostrar sus propios gestos, liberados de la influencia del Habla.
Después volvió a dirigir su atención al camino.
Kiru y Sybil se revolvieron por el suelo durante unos segundos, rodando enzarzadas como perros en una pelea. Después, Kiru soltó un grito y se apartó, tocándose el antebrazo. Tenía una herida de un palmo de longitud por la que manaba sangre.
Sybil se levantó también, peleándose con aquella falda abultada como un miriñaque. En la mano derecha empuñaba un cuchillo que debía llevar escondido en la ropa.
– ¡Puta! -exclamó con un odio tan corrosivo como los gases que flotaban en el aire-. Debí arrancarte la cabeza y cortarte el corazón cuando pude.
– Tú no tocas a Gabriel -respondió Kiru.
Gabriel se preguntó si Kiru recordaba tan siquiera a Sybil, si sabía que en realidad se llamaba Isashara y que era su hija primogénita. A juzgar por cómo miraba a Sybil, lo único que tenía contra ella era que se hubiera atrevido a tocarle.
– ¡Voy a matarte aquí mismo! -gritó Sybil, usando el cuchillo para practicar cortes en la cintura de su falda-. Espero que la cúpula pueda sentir tu muerte desde aquí y se abra. Si no, disfrutaré igual. Voy a sacarte las tripas y el corazón y arrojarlas al fuego del volcán, madre.
Sybil terminó con el cuchillo. La pesada falda minoica resbaló por sus muslos y cayó al suelo. Debajo llevaba tan sólo un tanga, pero Gabriel no se sintió en disposición de admirar sus nalgas prietas ni sus piernas esculturales.
Sin más aviso, Sybil se lanzó contra Kiru y le lanzó una cuchillada destinada a rajarle el vientre.
Pero sólo encontró el aire. Sin tan siquiera tomar carrerilla, Kiru saltó sobre ella, se volteó en el aire y apareció al otro lado.
Una vez en el suelo, levantó los brazos en el aire como un banderillero y bailó un momento sobre las puntas de los pies. «Es el ritual del toro», recordó Gabriel. La primera vez que se fundió con Kiru, ella había dado volteretas y cabriolas sobre un enorme semental armado con dos cuernos mucho más largos que el puñal de Sybil.
Con un grito de rabia y frustración, Sybil se giró y volvió a abalanzarse sobre Kiru. Esta no se molestó en saltar tan alto como antes. En lugar de dar una voltereta describió un trompo imposible en el aire, un tirabuzón justo sobre la cabeza de Sybil, que volvió a acuchillar la nada.
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