De pronto, Gabriel escuchó un zumbido diferente.
Motores. De algún modo, el piloto había logrado ponerlos en marcha.
«Estamos salvados».
El zumbido se hizo más agudo, como si se acercara a ellos. Gabriel tuvo un horrible presentimiento. En ese momento se oyó un grito que provenía de la cabina del piloto. Era la voz de Enrique. Su tono agudo asustó a Gabriel.
Volvió a mirar por la ventanilla. En ese mismo instante, una sombra oscura pasó a su lado a tal velocidad que le hizo dar un salto en el asiento. El zumbido se alejó de nuevo, haciéndose más grave con la distancia, y el pequeño reactor empezó a sacudirse arriba y abajo.
– ¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha sido eso? -preguntó Herman, alarmado. Kiru abrazó con fuerza a Frodo y miró a los lados, perpleja.
– Nos ha pasado un avión casi rozando -contestó Gabriel. Habían estado a punto de morir en menos de un segundo. Ni siquiera se habrían dado cuenta de por dónde les venía el golpe.
– ¡Eso es imposible! ¡Hay corredores aéreos, y control de tierra, y todas esas mierdas! ¿Cómo pueden pasar dos aviones tan cerca?
– Porque, señor Gil -contestó Valbuena-, estamos viajando sin instrumentos, sin contacto con el control de tierra y en medio de una nube de ceniza. El aparato que ha estado a punto de colisionar con nosotros debe volar tan a ciegas como nosotros.
Después de las sacudidas sufridas al atravesar la turbulencia creada por el otro avión, el pequeño reactor se estabilizó. Gabriel volvió a pegar la nariz a la ventanilla.
De pronto vio el mar, más gris que azul. Y la mole de la isla destacándose negra sobre él. Habían atravesado un manto de ceniza y gas, o una simple nube, o lo que fuese. Allí estaba Santorini. A Gabriel le pareció ver la línea alargada de la pista. ¿A qué distancia? ¿Cinco kilómetros? Para recorrerlos iban a perder… ¿Cuánto había dicho el piloto? Mil pies de altura de caída por cada dos kilómetros de vuelo. Dos mil quinientos pies. Unos ochocientos metros.
¿Estaban a ochocientos metros de altitud? A Gabriel no se lo parecía. Podía distinguir perfectamente la espuma en las crestas de las olas.
«No vamos a llegar».
– ¡Esto es una mierda! -gritó Herman-. ¡Es una puta mierda!
– Señor Gil -dijo Valbuena, sin levantar la voz-. Es posible que antes de un minuto estemos muertos, en cuyo caso sus exabruptos no van a servirle de nada. O es posible que sobrevivamos y, si eso ocurre, seguramente cuando se acuerde lamentará haber perdido la compostura delante de testigos.
– ¡Me da igual la puta compostura! ¡¡Esto es una mierda!! -Herman aferró el respaldo del asiento que tenía delante con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
– Herman no debe gritar-dijo Kiru, apretándose al cachorro contra el pecho-. Frodo se asusta.
Gabriel volvió a mirar. Ahora veía cómo las olas rompían contra la costa pedregosa de la isla. Más allá se hallaba el aeropuerto. Trazó dos líneas mentales, una roja que llevaba al aparato contra las rocas y otra verde que lo unía con la pista. «No sigas la línea roja, sigue la línea verde -ordenó mentalmente al avión-. La roja no, la verde».
– ¿Cuándo coño pensáis sacar el tren de aterrizaje, Enrique? -gritó Herman. Gabriel llevaba un rato pensando lo mismo.
– ¡Silencio ahí atrás! -contestó el piloto.
– Seguramente el hecho de sacar el tren de aterrizaje aumenta la resistencia al aire y, por ende, provoca un descenso en un ángulo más acusado -dijo Valbuena.
Pasaron por encima de una playa negra, tan cerca que Gabriel pensó que iban a clavarse en la arena. «Nos estrellamos, nos estrellamos». Un golpe bajo sus pies. ¿Ya habían chocado? No, era el tren de aterrizaje.
Volvió a pegar la nariz a la ventanilla. Veía la pista tan horizontal como una carretera desde un coche, pero aún no estaban encima de ella.
Una sacudida fuerte. El silbido del viento se convirtió en un sonoro traqueteo y el aparato empezó a balancearse de un lado a otro. «Vamos campo a través», comprendió Gabriel. Un segundo después, aquel ruido se transformó en otro más suave, el de ruedas sobre asfalto, y al momento se oyó el zumbido del aire chocando contra los spoilers de frenado.
– ¡Bienvenidos a Santorini! -gritó el piloto desde la cabina.
Herman contestó con un grito ronco y gutural y palmeando el respaldo del asiento con todas sus fuerzas. Kiru, aunque parecía no haberse enterado de gran cosa de lo que ocurría, aplaudió.
Cuando el avión se detuvo por fin, el suelo tembló durante unos segundos, como si la propia isla quisiera darles la bienvenida. Aunque la maniobra de aterrizaje sin motores le había recordado durante más de un cuarto de hora su mortalidad, Gabriel volvió a pensar que ya no estaba experimentando una vivencia de Kiru. Lo que le pasara, le pasaría a él.
Santorini, isla de Kameni .
Iris pasó todo el día escondida en una zona de aa, lava que se había desgasificado y fragmentado muy rápidamente, formando un paisaje de rocas quebradas, un laberinto de aristas afiladas en el que resultaba casi imposible caminar. Ella misma, pese a estar acostumbrada a moverse por terrenos similares, se hizo un corte en la pantorrilla y diversos rasguños. Pero lo que pretendía era, precisamente, ocultarse en un lugar donde no pudieran encontrarla.
Se escondió en un peñasco negro bajo el que había quedado un hueco en el que cabía sentada o agachada. La roca era grande y parecía sólida. No obstante, cada vez que el suelo se estremecía, Iris rezaba para que la piedra no se venciera a un lado y la aplastara debajo. Pero no se atrevía a permanecer a cielo abierto. Kosmos seguramente recibía imágenes por satélite en tiempo real que le mostraban hasta la última piedra volcánica de Kameni.
Intentó hablar de nuevo con Eyvindur, pero ella misma sabía que era un esfuerzo destinado al fracaso. Los Campi Flegri y Nápoles se habían convertido en un infierno y la devastación se extendía en ondas concéntricas. Las tinieblas habían cubierto Roma, que había despertado aquel viernes bajo una copiosa lluvia de ceniza. Las autoridades recomendaban abandonar la ciudad, pese a que se encontraba a doscientos kilómetros del centro de la erupción.
Después llamó a Gabriel Espada varias veces. Tenía el móvil apagado. Si había cumplido su palabra, probablemente ahora se encontraría volando de Madrid a Santorini. ¿La caballería? Iris trató de imaginarse a Gabriel como un agente secreto experto en armas marciales irrumpiendo a tiros en la mansión de Kosmos.
Definitivamente, no le cuadraba. Si iba a ayudarla, mucho se temía que no sería por la fuerza bruta.
* * * * *
Iris tenía el don de conciliar el sueño en cualquier parte. Bajo la roca de aa quedaba una concavidad más lisa, una especie de burbuja en la que consiguió acomodarse en posición fetal. Casi sin darse cuenta se quedó dormida.
Pero a media tarde despertó al notar un temblor más fuerte que los anteriores. Pese al temor a que la detectaran los satélites, salió de debajo de la piedra. Justo a tiempo, porque con un seco crujido la roca se desplomó sobre la concavidad y se partió en dos grandes fragmentos. Una esquirla salió despedida y arañó a Iris en el cuello.
«Por qué poco», se dijo, imaginándose aplastada bajo aquella masa de varias toneladas.
El viento había cambiado. La columna eruptiva del volcán de Kolumbo flotaba ahora sobre la bahía. Cuando la trepidación del suelo se calmó, Iris buscó otro escondrijo. Aunque había salido a cielo abierto, se hallaba entre unas sombras que tal vez ocultaran su imagen.
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