Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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Gabriel se asomó a su propia ventanilla. Antes de quedarse dormido, recordaba haber visto la costa de Ibiza.

Ahora seguían sobrevolando el mar, y por la sensación que notaba en el estómago era evidente que estaban bajando. Pero cuando salieron de España la atmósfera era tan diáfana que se veían todos los detalles, mientras que ahora una neblina gris lo desdibujaba todo.

Además, se dio cuenta de que en el avión reinaba un silencio ominoso.

O mucho se equivocaba, o los motores no sonaban.

Se levantó y se acercó a la cabina del piloto. En la puerta estaban ya Herman y Valbuena, con gesto preocupado. Gabriel los apartó un poco para hacerse sitio.

Dentro de la cabina, el piloto se dedicaba a pulsar botones y tocar en vano una pantalla táctil que se veía apagada. Enrique, que tenía licencia de piloto privado, iba en el asiento de al lado. Se estaba peleando a la vez con la radio del avión y con el teléfono móvil. Con poco resultado, al parecer.

– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó Gabriel.

Enrique se volvió hacia él. Su gesto de inquietud, que lindaba con el pavor, no le tranquilizó nada.

– Es mejor que os sentéis todos y os abrochéis los cinturones.

Gabriel olfateó el aire. Olía a quemado.

– Antes decidme qué pasa.

Tras los cristales de la cabina se divisaba ya su destino, Santorini. Gabriel había estudiado tantas vistas del pequeño archipiélago y desde tantos ángulos que conocía su morfología de memoria. Pero ahora sus contornos se veían desdibujados por aquella neblina.

– Es más fácil decir lo que no pasa -respondió León, el piloto. Aunque controlaba los nervios mejor que Enrique, era obvio que estaba más que preocupado.

– Explícate.

– Todos los aparatos se han ido al carajo. No tenemos radio, ni GPS. Es imposible contactar con el control de tierra y también con los radiofaros.

– ¿Volamos a ciegas?

– Sólo tenemos el giróscopo láser. No vamos a ciegas del todo porque tenemos la isla ahí delante. Aunque podría verse mejor.

– El móvil tampoco funciona -dijo Enrique.

– Es el campo magnético -susurró Gabriel.

– ¿Qué has dicho?

El sueño. La primera vez, siete días antes, el momento de su sueño había coincidido sospechosamente con una anomalía magnética a nivel mundial, la misma que había desorientado y hecho encallar a una manada de ballenas.

Ahora había vuelto a experimentar el mismo sueño. No podía ser casualidad.

– Es el campo magnético terrestre -dijo-. Creo que ha sufrido alguna alteración. Se ha invertido, se ha multiplicado, ha desaparecido. No lo sé.

Enrique asintió.

– Eso debe haber producido un pulso electromagnético que ha inutilizado todos los sistemas de comunicación.

Valbuena carraspeó.

– Discúlpenme, señores. Sus hipótesis sobre el campo magnético de la Tierra me resultan fascinantes, pero ¿soy el único que se ha dado cuenta de que estamos volando sin motores?

Gabriel tragó saliva. Enrique le había dicho que aquel vuelo le iba a salir por sesenta mil euros, pues prácticamente había tenido que sobornar al piloto para convencerlo de que los llevara hasta una isla amenazada por una erupción.

Pero seguro que si volaban sin motores no era porque hubieran decidido dejar el avión en punto muerto para ahorrar combustible.

– Es el maldito viento -dijo el piloto-. Ha cambiado de repente, antes de que pudieran avisarme desde tierra.

– ¿Y qué tiene que ver el viento? -preguntó Herman.

– La ceniza. El volcán está al otro lado de la isla. -León señaló con el dedo. Tras la mole difusa de Santorini se veía una zona más oscura en la neblina, punteada por resplandores ocasionales, como una tormenta eléctrica-. Hasta ahora llevábamos el viento de cola, y empujaba la ceniza lejos de nosotros. Pero ha cambiado de repente, y ahora estamos atravesando una nube de ceniza.

– ¿Es grave? -preguntó Gabriel. Ahora comprendía el olor a quemado. El humo de la erupción estaba entrando en la cabina a través del sistema de aire acondicionado.

– No he parado los motores por capricho -dijo el piloto-. Se han detenido solos por culpa de la ceniza. -¿No puede ponerlos en marcha otra vez?

– Me temo que no.

Gabriel y Herman se miraron. Fue Valbuena quien expresó en voz alta el pensamiento de todos.

– ¿Vamos a morir?

– Si vuelven todos atrás, se ponen los cinturones y me dejan en paz, a lo mejor no. Intentaré aterrizar planeando. Sin instrucciones de la torre de control, sin radiofaros y con los cristales cada vez más sucios de ceniza. ¡Cojonudo! -El piloto se volvió hacia Enrique-. Te dije que era una locura venir aquí.

– Lo siento, de veras. Tenía que haberte hecho caso…

Al ver que su amigo enrojecía, Gabriel se compadeció de él.

– Ahora no tiene sentido lamentarse, León. No podemos dar marcha atrás.

– ¡Desde luego que no! Tero ustedes pueden irse atrás de una puta…

El piloto se calló y respiró hondo. Era evidente que intentaba no perder el control. Gabriel podía disculparlo: en su lugar, él se habría puesto a blasfemar y dar patadas al panel de mandos.

– Siéntense -dijo León-. Los aviones no caen a plomo. Podemos planear. Por cada mil pies de altitud que perdamos, avanzaremos unos dos kilómetros. Ahora mismo estamos a dieciséis mil pies.

Gabriel echó cuentas. Aún podían volar treinta y dos kilómetros.

– ¿A cuánto estamos de Santorini?

– ¡No tengo ni puñetera idea! ¿No ven que volamos sin aparatos? ¡Siéntense de una vez!

Valbuena agarró a Gabriel y a Herman y tiró de ellos.

– Vamos, señores. Dejemos al piloto que haga su trabajo. -Dirigiéndose a León, añadió-: Le deseo suerte. Sepa que confiamos en usted.

Gabriel y Herman cruzaron una mirada. Era evidente que Valbuena no podía haber visto a Leslie Nielsen en Aterriza como puedas, así que debía estar hablando en serio. Pero, aunque siempre que Gabriel veía la película se tronchaba de risa, ahora no le hizo ninguna gracia pensar en ella.

Se sentaron y se abrocharon los asientos. Kiru seguía murmurándole cosas a Frodo, ajena a todo. Gabriel pensó que era mejor no decirle nada.

En otras maniobras de aterrizaje, Gabriel recordaba la sensación de bajar, estabilizarse un poco, bajar de nuevo y así hasta llegar al aeropuerto. Ahora tenía la impresión de que sus pies se hundían, como si estuviera descendiendo en un ascensor ultrarrápido.

Gabriel pegó la nariz a la ventanilla y miró hacia el frente. El azul del mar era un borrón que se confundía con el cielo entre aquella especie de neblina. Desde ese ángulo no divisaba la isla.

«No hará falta que salves al mundo, Gabriel Espada», pensó. «Vas a morir en cuestión de minutos».

Se dedico a contar mentalmente kilómetros y minutos. Según había calculado, podían volar en el aire unos treinta kilómetros. Pero ¿y si se hallaban más lejos de la isla? El no tenía ojo para estimar distancias desde el avión, y el piloto, que seguramente sí estaba acostumbrado, no había querido decirles nada.

Miró a Herman y a Valbuena, cada uno sentado en una fila distinta, aunque podrían haber ocupado asientos contiguos. Su amigo no hacía más que mirar por la ventanilla, como él, y estaba blanco como una hoja de papel. A Herman nunca le había hecho demasiada gracia volar. Aquel descenso sin motor no iba a contribuir a paliar su fobia.

En cuanto a Valbuena, simplemente miraba al frente, y de vez en cuando consultaba su reloj de pulsera. Gabriel supuso que él también estaba calculando cuánto tiempo podrían mantenerse en el aire, o cuánto les quedaba de vida.

Bajaban en un silencio ominoso. Sólo se oía el silbido del aire en el fuselaje del avión.

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