Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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La criada que vino a recibirlos vestía como las mujeres de los frescos; pero, para desencanto de Joey, llevaba la chaqueta cerrada.

– El señor Kosmos les espera en la sala contigua para servirles un refrigerio -dijo, en un inglés más fluido que el de la chófer rubia.

– Tranquilos -susurró Randall.

Joey sintió una nueva oleada de confianza que le inundó de calor el estómago.

Siguieron a la criada y pasaron a la estancia. Era más pequeña que el vestíbulo y de techo más bajo. No tenía ventanas: la luz provenía de unas antorchas sujetas a argollas clavadas en las paredes. Las pinturas también eran más abstractas y oscuras, levemente amenazantes.

Aunque le quedaba poca batería, Joey había usado el móvil para buscar información sobre el señor Kosmos. La única foto que había visto lo mostraba sentado en una silla de ruedas. Aunque la instantánea estaba tomada de lejos, se apreciaba que era muy anciano.

O lo parecía. Pues ése debía ser el disfraz que adoptaba Minos para que no se le reconociera. Joey podía entenderlo. Si él fuera rico e inmortal, usaría maquillaje para fingir que envejecía y, pasado un tiempo, simularía su propia muerte, se nombraría heredero a sí mismo con otro nombre y empezaría una nueva vida. Era un plan que tenía pensado desde mucho antes de saber que existían inmortales de verdad, como Randall y sus hijos.

Pero en esta ocasión Kosmos no se había disfrazado de anciano del siglo xxi, sino de noble de la Edad de Bronce. Llevaba sandalias, una falda azul que le llegaba hasta las rodillas y en la cabeza un casquete de piel con dos cuernos de toro.

Si se lo hubieran descrito así, a Joey le habría parecido ridículo. Pero no lo era. Sentado en un trono de piedra adosado a la pared, musculoso, bronceado y con el cuerpo depilado, Minos parecía el rey de la Atlántida.

«No», se corrigió. El auténtico rey estaba a su lado, y no era otro que Randall.

Joey observó que allí no había refrigerio alguno, ni siquiera una mesa. Los dos sirvientes que flanqueaban el trono de Minos, tan musculosos como él y aún más altos, no parecían precisamente camareros.

A un lado de la estancia había un gran tablón, una puerta arrancada de su vano. Un detalle que a Joey le resultó bastante extraño en un salón del trono. ¿Es que el palacio estaba en obras?

– Bienvenido a mi morada, padre -dijo Minos, en un inglés perfecto-. Espero que esta humilde reconstrucción te haga recordar tiempos mejores.

Randall se encogió de hombros.

– Es inútil reconstruir el pasado. Aquí no veo una morada de verdad, sólo una imitación de cartón piedra construida por alguien que no sabe resignarse al paso del tiempo.

Los dedos de Minos se crisparon sobre los brazos del trono. Al hacerlo, las fibras de sus antebrazos y deltoides se marcaron bajo la piel. No tenía una gota de grasa.

– Te he brindado hospitalidad, padre. Muestra respeto.

Randall miró a los lados.

– No veo comida, ni bebida. ¿Es ésta tu hospitalidad?

– Eres tú quien sigue chapado a la antigua. ¿También quieres que mis sirvientes te laven los pies?

– Dejémonos de rodeos, hijo. Sabes por qué he venido. Algo me dice que la cúpula ha vuelto a salir a la luz después de tanto tiempo.

– Te felicito por tu intuición, padre. En efecto, la cúpula está aquí, en los sótanos de mi palacio. Se encuentra en perfecto estado, como si los siglos no hubieran pasado por ella. En eso, tiene algo en común con nosotros.

– Quiero usar la cúpula. Debo comunicarme con la Gran Madre para saber qué está pasando.

– Para eso tendrías que abrirla, padre. Y ya sabes cuál es el requisito. ¿Es que ya no sigues tus propios principios?

– No eres quién para cuestionarlos. Minos soltó una carcajada.

– ¡Vamos! Sabes bien que para abrir la cúpula se necesita sangre. Nuestra Gran Madre está un poco sorda y sólo escucha las llamadas de sus hijos cuando oye gritos de muerte.

– Deberías hablar de ella con más respeto.

– ¿Por qué? Es una criatura poderosa, pero también torpe y estúpida. Y muy cruel. Como tú. Tú tampoco quisiste escuchar a tus hijos.

– Ni siquiera debí engendraros. Erais una abominación, una monstruosidad. Vuestra belleza exterior sólo ocultaba la fealdad de vuestras almas.

– A mi hermana no le va a gustar nada oír eso.

– ¿También va a venir?

– Sí, está invitada a la fiesta. Ya sabes que la Gran Madre sólo habla directamente a las hembras.

– Perfecto. Así podremos entrar a la cúpula juntos y averiguar qué está pasando.

– ¿Para qué? ¿Para detenerlo?

– Si está en mi mano, lo intentaré.

– ¡Qué humilde eres, padre!

«No sabes con quién estás hablando», pensó Joey. En su opinión, Randall ya estaba tardando demasiado tiempo en darle una lección al insolente de su hijo.

– Eso no va a ocurrir, padre -prosiguió Minos-. Tengo la intención de entrar en la cúpula, pero para asegurarme de que este Armagedón no se detiene. Ha llegado el día del crepúsculo de los hombres.

– Estás loco -dijo Randall, rechinando los dientes.

– Ese es un argumento muy manido, padre. Estaría loco si atentara contra mis propios intereses. Pero no es el caso. Yo no tengo nada en común con los humanos. Me da igual que mueran cien o que perezcan siete mil millones.

– Somos una mutación, creada o fruto del azar, poro en el fondo seguimos siendo humanos -contestó Randall.

– Lo serás tú, padre, Primer Nacido. -Minos pronunció aquel título con tanto odio que Joey casi se imaginó que le salían chorros de sangre por la boca-. Los Segundos Nacidos no vinimos al mundo con esas servidumbres.

– No he venido aquí para discutir. Esta vez harás lo que te digo.

– ¿Obediencia filial? No me hagas reír.

– Seré yo quien entre a la cúpula con tu hermana, Minos.

– Sabes que antes tendrás que renunciar a tus principios y derramar sangre de tus queridos humanos. ¿Empezarás por matar a tus amigos?

A Joey no se le había ocurrido esa objeción. Miró de reojo a Randall y sintió un estremecimiento.

«El no nos haría eso», pensó.

– Ya solucionaré ese problema llegado el momento. Ahora, llévame a la cúpula. Quiero verla.

– ¿Que te lleve? ¿Me estás dando una orden en mi palacio, padre? ¿En el palacio del rey Minos?

– Así es.

Minos se dirigió a sus criados con un gesto de hastío.

– Haced con él lo que os he dicho. Que sea lo más limpio posible.

Los dos jóvenes musculosos se dirigieron hacia Randall. Éste los miró con severidad y levantó una mano hacia ellos. Joey notó el aura de miedo que brotaba de Randall y retrocedió un poco para apartarse.

Los criados se detuvieron en seco. Un segundo después, ambos se hincaron de rodillas y le hicieron una reverencia a Randall.

– Soy el Primer Nacido, hijo. Ni cien años encadenado a la montaña me doblegaron. ¿Crees que puedes oponerte a la voluntad de Atlas?

Joey aplaudió por dentro. ¡Ése era su Randall!

Como si le hubiera leído la mente a Joey, Alborada dijo en voz baja:

– Bien hecho.

Minos se levantó del trono con gesto pausado. Había que reconocerle algo: sabía moverse con majestuosidad. Al pasar entre los dos sirvientes les rozó los hombros. El gesto de temor se borró de sus semblantes y ambos se incorporaron.

Minos seguía avanzando.

Y ahora fue él quien alzó la mano hacia ellos.

Joey sintió una bola de hielo sucio que se formaba en su tripa y desde ahí subía por el estómago hasta encogerle el corazón.

– De rodillas -ordenó Minos.

Joey y Alborada obedecieron al momento. Randall puso una mano en el hombro de cada uno, y Joey sintió un calor que irradiaba de su palma y luchaba contra la gelidez.

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