Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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– Si llegamos a tardar más, no nos habrían dado permiso para volar hasta Santorini -dijo la piloto-. Si la erupción de Italia sigue y el viento continúa soplando hacia el norte, me temo que en poco más de veinticuatro horas todas las rutas que cruzan el centro do Europa quedarán Interrumpidas.

El avión desplegó el tren de aterrizaje. La sombra de la columna volcánica de Kolumbo se proyectaba sobre el terreno de la isla, que ascendía hacia la derecha, hacia los acantilados que se asomaban sobre la bahía central.

Joey hizo balance. Tenían cerca dos volcanes: uno en el mar, vomitando lava, y otro en el centro de la bahía, que por el momento se conformaba con mandar señales de humo. Los estaba aguardando un tal Spyridon Kosmos, que también se llamaba Minos, era un megamillonario y a la vez un inmortal que en el pasado se dedicaba a arrancar corazones y albergaba un odio encarnizado hacia Randall. Todo eso mientras otros volcanes seguían arrojando a la atmósfera cenizas y otras porquerías que amenazaban con provocar una nueva glaciación.

Y, sin embargo, Joey se sentía lleno de confianza. A esas alturas, ya sabía que Randall estaba influyendo en él por medio de ese poder al que llamaba el Habla aunque lo utilizara en silencio.

Pero le daba igual. Prefería sentir ese bienestar, aunque fuese inducido, que el miedo que habría experimentado de no ser por su amigo.

* * * * *

A Joey el aeropuerto londinense donde habían repostado, Heathrow, le había parecido una monstruosidad. El de Santorini, en cambio, era muy pequeño y le recordó más a los que había conocido hasta entonces, en Mammoth Lakes y Port Hurón.

Sin embargo, había mucho tráfico. Casi diez veces más de lo habitual, según les informó la piloto. En cuanto se posaron los mandaron lejos de la pista, pues no hacían más que aterrizar y despegar aviones privados y, sobre todo, del ejército.

Una vez en tierra, tuvieron que pasar por el control de pasaportes. Un pequeño problema. Alborada, que era el único que lo tenía, no lo necesitaba, ya que era ciudadano de la Unión Europea.

Joey tardó un rato en darse cuenta de lo que le pedían, porque estaba distraído viendo los carteles con esas letras tan raras -a algunas parecía que les hubieran quitado trazos con una tijera-, y oyendo cómo por megafonía decían todo el rato algo muy gracioso que sonaba parecido a Kirikekiri.

– Te estoy pidiendo el pasaporte, hijo -insistió el policía en un inglés tan abierto y lleno de erres como el de un mexicano.

– Éste es nuestro pasaporte -dijo Randall, enseñando el carnet de conducir falso que se había agenciado en el parque de caravanas-. Vale para los dos.

– Vale para los dos -asintió el policía.

Joey contuvo una risita. Acaba de imaginar a Randall como a Obi Wan y a sí mismo como Luke Skywalker, recién llegados a Mos Eisley y usando la Fuerza para convencer a las tropas de choque imperiales de que les dejaran pasar.

Eran las ventajas de ir con el bueno. Con el jefe de los superhéroes, con el maestro de los jedis, con el auténtico Mr. Spock. Nadie podría derrotar a Randall el inmortal, el Primer Nacido.

* * * * *

La sala de espera se hallaba atestada de gente con maletas, bolsas, mochilas, garrafas de aceite, sacos de patatas y hasta alguna que otra cabra. Se oía un guirigay de voces, protestas, llantos de niños e incluso risas histéricas. Todos eran turistas y habitantes de la isla que aguardaban su turno para salir de Santorini. Los únicos que llegaban eran ellos.

Pero tenían su pequeño comité de recepción. Una chica rubia muy guapa -«¿Los griegos pueden ser rubios?», se preguntó Joey- sujetaba un cartel blanco en el que se leía ΔTΔΔΣ. Bueno, pensó Joey, lo de leer era un decir.

– Atlas -dijo Randall-. Ése debo ser yo.

– Cuidado -avisó Alborada, poniendo la mano en el hombro de Randall-. Esto puede ser una trampa.

– Claro que es una trampa. Pero hemos venido voluntariamente a ella. Tranquilos, no pasará nada.

La joven los llevó hasta un Audi negro que ella misma conducía. Los tres montaron detrás y no tardaron en dar tumbos por los baches del camino, pese a la amortiguación del coche. Los vehículos con los que se cruzaban pasaban rozándoles. Allí no había líneas intermedias, ni continuas ni discontinuas, y cada uno parecía conducir como le daba la gana.

Al ver el gesto de Joey en el retrovisor, la chica sonrió.

– Pocos coches hoy. Todos van fuera de la isla. Otros días peor.

– Estamos locos -susurró Alborada-. Nos estamos metiendo en la boca del lobo.

– ¿Tiene miedo? -le preguntó Randall.

– No, pero sé que no lo tengo porque usted no me deja tenerlo. Y eso no me convence.

Llegaron a la pequeña capital de la isla, Fira. Tras aparcar, su guía los llevó hasta un teleférico. Desde allí, Joey tuvo la primera visión de la bahía central.

– Toda la bahía es una caldera volcánica -le dijo Randall.

No sería tan grande como la de Long Valley. Pero, a diferencia de ésta, la de Santorini se apreciaba con mucha más claridad, una nítida elipse de aguas oscuras.

Y el caso es que parecía muy grande. No era lo mismo verla en el mapa, en una foto o incluso desde el aire. Contemplándola desde las alturas del acantilado, a Joey le impresionó pensar que todo eso era, en realidad, un volcán cuya chimenea humeaba desde la isla central.

Muy cerca de la columna de vapor se veían construcciones, una especie de chalés adosados de colores muy vistosos.

– Ése es el palacio de señor Kosmos, Nea Thera -dijo la joven-. Allí donde vamos.

Joey se fijó mejor: en realidad no eran casas adosadas, sino un solo edificio muy extenso. Era el diseño escalonado de la terraza lo que le había engañado.

– ¿Cómo lo han permitido edificar ahí? -preguntó Alborada-. Tenía entendido que era una especie de parque geológico, un lugar protegido.

– Señor Kosmos es gran benefactor de Santorini. Con él Kameni está mejor protegida.

Joey nunca había montado en teleférico. La experiencia le encantó. Mientras descendían, Randall le señaló los diversos colores del acantilado, que parecía una gran tarta hecha de varias capas, y le dijo que cada color correspondía a una erupción distinta.

Una vez abajo, en el Puerto Viejo, poco más que un malecón, subieron a una lancha y cruzaron la bahía. También resultó una novedad para Joey, que se mareó un poco. Llegados a la isla, emprendieron la subida por un camino de arena crujiente que, como le explicó Randall, en realidad era ceniza.

– Así que estamos caminando por el volcán -dijo Alborada. Como no había escuchado la conversación anterior entre Randall y Joey, añadió-: ¿Éstos son los restos de la Atlántida?

Randall sonrió.

– Díselo tú, Joey. A ver si has aprendido bien la lección.

– No es la Atlántida -respondió Joey, muy serio-. Esta isla empezó a formarse hace trescientos años. La montaña de la Atlántida era mucho más alta que este islote, y diez veces más extensa.

Randall asintió y añadió:

– Con el tiempo volverá a formarse otra montaña en el centro de la bahía, que a su vez entrará en erupción y se hundirá de nuevo.

Después exhaló un suspiro.

– Es el ciclo de la vida. El eterno retorno…

* * * * *

Entraron al palacio por la puerta del ala este. Les hicieron pasar a un amplio vestíbulo en el que todo estaba decorado con colores muy vivos: el artesonado del techo, las columnas, las losas de piedra del suelo. En las paredes se veían escenas con toros, alegres paisajes, hombres vestidos con taparrabos y chicas con largas faldas de volantes y chaquetas que dejaban ver sus pechos.

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