Gabriel Espada. El adolescente perpetuo.
– Yo… No sé qué decir.
Gabriel se dio cuenta de que estaba sudando frío. El no pretendía ser el Emperador de Todas las Cosas, ni siquiera el Emperador de Unas Cuantas Cosas. No deseaba gobernar el mundo. En realidad, ni siquiera sabía muy bien qué quería. Sólo se había dejado llevar por la inercia de una serie de sucesos descabellados que lo habían arrollado a su paso como la lava de un volcán.
Penoso. Había seguido adelante sin pensar, hasta el punto de llegar a creer que él, un cuarentón sin familia y sin trabajo fijo que vivía en un cuchitril y gorroneaba a los amigos, poseía la fórmula mágica para salvar al mundo.
– Déme eso.
Gabriel se volvió hacia Valbuena. El profesor seguía de pie, tieso como un clavo, pero ahora había desenlazado la mano derecha y la tenía extendida hacia él.
– ¿Quiere el teléfono?
– ¿Tiene usted alguna otra cosa a la que pueda referirme con el demostrativo «eso»?
«Mi cabeza -pensó Gabriel-. Me va a estallar…».
– Venga, túmbese ahora mismo en mi cama y duerma un rato.
Mientras Valbuena tomaba el teléfono y saludaba a su antiguo alumno, el «señor Hisado», Gabriel se arrastró como un zombi hasta el dormitorio y, sin encender la luz ni quitarse los zapatos, se dejó caer sobre la colcha.
«Yo me rindo», pensó. Esta vez sí que le daba igual que el mundo se parara o no. Iba a bajarse en la próxima.
* * * * *
– Despierte, señor Espada.
Una mano le estaba sacudiendo el hombro. Gabriel se incorporó a duras penas. El cuerpo le dolía más que antes de acostarse, aunque la migraña parecía haberse reducido.
– ¿Qué ocurre? ¿Cuánto he dormido?
– Una hora. Más que suficiente para sentirse fresco, ¿no?
– ¿Está de guasa?
Al ver el rostro hierático de Valbuena comprendió que no lo estaba.
– Al parecer, he sido más convincente que usted, señor Espada. Su amigo el señor Hisado va a ponerse en contacto con el piloto de su reactor particular para que presente cuanto antes el plan de vuelo. Calcula que entre las doce y la una del mediodía podremos volar a Santorini.
– ¿Podremos?
Valbuena enarcó una ceja.
– Como comprenderá, no pienso quedarme aquí mientras usted y el señor Gil tratan de desentrañar el secreto de la Atlántida y lo echan a perder todo con su proverbial torpeza.
– Pensé que no le gustaba viajar.
– Lo que más me gusta es viajar en el tiempo, señor Espada. Y eso es precisamente lo que vamos a hacer. Ahora, siento echarle de la habitación, pero tengo que hacer preparativos.
Gabriel exhaló un suspiro que sonó casi a estertor y se levantó.
Madrid, la Castellana.
– La cúpula está lista. La próxima noche hay luna llena. Necesito que vengas cuanto antes.
Sybil estaba sentada en la bañera, cubierta de espuma hasta la barbilla, mientras las bolas de sal se deshacían en el fondo y sus burbujas le cosquilleaban la piel. Luh, de rodillas junto a ella, volvió a limpiarle los bordes de la herida de la sien.
– Ya se han unido, señora -susurró.
– Está bien.
El golpe había sido tan brutal que le habían saltado esquirlas de hueso. Ella misma se las había tenido que quitar delante del espejo del coche. Ahora que la piel se había cerrado sobre la herida, sabía que los fragmentos óseos que faltaban se regenerarían por sí solos. Era un proceso que solía producirle molestias, sobre todo un picor interno que no se aliviaba por mucho que se rascara. Pero en cinco días como mucho aquella zona del cráneo recobraría su grosor habitual.
– No me has contestado -dijo él.
Sybil miró al móvil, pero apartó los ojos enseguida para seguir jugando con las burbujas. Su hermano llevaba puesta aquella espantosa máscara de actor otoñal. Los coloretes estaban muy conseguidos, pues daban la impresión de maquillaje ajado untado a brochazos sobre una piel apergaminada, pero a Sybil se le antojaban casi obscenos.
En realidad, todo lo que reflejara decrepitud y decadencia, reales o simuladas, le provocaba repugnancia.
– ¿Qué intenciones tienes? -le preguntó.
– Quiero comprender qué está pasando y por qué la Gran Madre se está comportando así. Debemos aprovecharlo para nuestro propio beneficio. Y te necesito para eso, Isa.
– Me lo pensaré.
– No juegues conmigo. Sabes que vas a venir, igual que lo sé yo.
– Adiós -respondió Sybil, y colgó.
Su hermano y ella no habían vuelto a entrar juntos en la cúpula desde el hundimiento de la Atlántida.
No, ni siquiera entonces. La última vez, Minos la había despreciado y había preferido entrar con Kiru.
«Y la culpa, en realidad, fue mía», se dijo Sybil. Fue ella quien, al ver a Kiru delante del altar, recordó de repente quién era.
Su madre. El Primer Nacido, el Execrable, les había borrado aquella memoria antes de desterrarlos en la isla sin nombre. Pero cuando Sybil la vio ante sí en la pirámide de la Atlántida, aunque fuera desnuda y con la boca cosida con hilos negros, la asaltó un turbión de recuerdos que no pudo contener.
A Minos le había sucedido lo mismo, con la diferencia de que él había insistido en que siguieran adelante con el sacrificio, aunque supusiera asesinar a su propia madre. «Ya sabes que, para abrir la cúpula, la vida de uno de nosotros vale como la de unos cuantos mortales», le dijo entonces.
Pero Sybil, por alguna razón estúpida, tal vez por un residuo de sensiblería humana que contaminaba sus genes, decidió que debían perdonarle la vida y que bien podían coexistir con una tercera inmortal.
¿Y si lo que le había ocurrido era que como mujer necesitaba a una amiga y como hija quería tener una madre?
Si así había sido, si se había dejado llevar por esas estúpidas debilidades, lo cierto era que Sybil no había tardado mucho en arrepentirse. Kiru había liberado a Atlas, y después había boicoteado el ritual de la cúpula, acarreando con ello la destrucción de la Atlántida. La isla en sí no tenía valor para Sybil, como no lo tenían las miríadas de vidas perdidas. Pero la cúpula había desaparecido en la erupción. Y, sin la cúpula, el poder de Sybil y Minos quedó reducido a una minúscula fracción de lo que había sido.
Por enésima vez, se dijo que una inmortal debería estar sola, completamente sola. ¿Cómo funcionan las religiones? Empiezan con muchas divinidades. Después se organizan en jerarquías dominadas por un dios soberano, y más tarde eliminan a todos los subordinados y se quedan con un solo dios supremo.
¿Por qué no una diosa suprema?
Ella misma conocía la respuesta: porque los humanos, al final, eliminan incluso a esa única divinidad y se vuelven ateos.
Por eso Sybil no tenía más remedio que viajar a Santorini. Porque debían utilizar la cúpula para llevar a los humanos al borde de la extinción y arrojarlos al barro de nuevo. Así no podrían vivir sin dioses.
«Así no podrán vivir sin mí».
Desde hacía un par de días ya tenía decidido volar a la isla. Pese a que cuando hablaba con Minos fingía renuencia, había hecho preparativos para despegar de Barajas al amanecer en un Gulfstream 750, un modelo más grande y rápido que el que había enviado a California.
El azar quiso que, unos minutos después de la llamada de Minos, mientras estaba sentada ante el espejo maquillándose la herida, recibiera noticias del primer Gulsftream.
– Acabamos de aterrizar en Londres para repostar -le dijo Olga, la piloto.
Olga le contó que llevaba a bordo a Alborada, pero que Adriano Sousa había desaparecido en la erupción de Long Valley.
– También llevo a un chico chicano y a un tipo con pinta de hippy llamado Randall.
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