Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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* * * * *

Tras este pensamiento, Gabriel se vio de nuevo en la cúpula. Kiru había soltado las manos de Minos, que la observaba con un gesto de terror congelado en su rostro.

Pese a su amnesia y a que era evidente que tenía la mente dañada, Kiru había actuado con astucia. Ayudado tal vez por la ciega soberbia de Minos, había sabido esconderse, y cuando parecía que su voluntad se había fundido con la de la Gran Madre, había actuado por su cuenta de forma devastadora.

Kiru salió corriendo de la cúpula y bajó las escaleras. Junto al altar pringado de sangre, Sybil la miraba estupefacta.

Saltaba a la vista que ésa no era la forma de terminar con el ritual.

Sybil intentó detener a Kiru, pero ésta volvió a empujarla y la derribó sobre el altar.

– ¡Matadla! -ordenó Sybil.

La escalera sur estaba llena de oficiantes y de prisioneros destinados al sacrificio, de modo que Kiru decidió huir por la grada oeste. Pese a los gritos de Sybil, nadie la persiguió, y ella saltó de peldaño en peldaño, complacida en la flexibilidad y la fuerza de sus piernas.

– ¡Kiru no está loca! -gritó.

Gabriel no estaba tan seguro. En los pensamientos de Kiru no encontraba otra razón para lo que había hecho que la furia por el desdén con que la habían tratado sus hijos.

Pero estaba claro que había condenado a la Atlántida.

Kiru llegó al final de la escalera y siguió corriendo ladera abajo, saltándose los meandros de la avenida sagrada sin importarle la pendiente. Sus plantas descalzas eran duras como suelas de cuero.

– Kiru tiene que salir de aquí -dijo en voz alta.

Quizá no estaba tan loca, pensó Gabriel. Al menos le quedaba algo de instinto de conservación.

Capítulo 59

En vuelo sobre el Atlántico .

– La noche anterior al desastre la pasamos en la isla de Sicinos, a unos treinta kilómetros de la Atlántida -continuó Randall-. La flota constaba de ciento treinta barcos, algunos de Atenas y otros que el rey Erecteo había pedido prestados a otras ciudades. En cada nave viajaban unos ciento cincuenta guerreros, ochenta remando y los demás apiñados en cubierta y dando relevos para bogar cuando era necesario. En total, casi veinte mil soldados, una fuerza formidable para aquella época.

»Varias horas antes de amanecer, ya estábamos preparando los barcos para zarpar en nuestra última jornada. La luna llena aún no se había puesto y su luz nos bastaba para navegar. Erecteo quería llegar a la Atlántida justo antes del alba, para caer por sorpresa sobre ellos. «Minos, el dueño del mar, no se esperará que lo ataquemos en su propia casa» -me dijo.

»Justo antes de embarcar sentimos un temblor en la playa. Como fue mucho más débil que el que había devastado Atenas, el anciano Laomedón, un adivino que acompañaba a la flota, lo interpretó así:

»-¡El poder de la Atlántida se ha agotado! ¡Aquí mismo, tan cerca de su tierra, no son capaces ni de volcar nuestros barcos! ¡Poseidón les ha retirado su apoyo!

»Pues los griegos respetaban más a los dioses que a las diosas, y para ellos los terremotos no los causaba directamente Gea, sino el dios del mar Poseidón, al que llamaban «el que sacude la tierra». Como el poder de la Atlántida se basaba en enviar ondas de destrucción a distancia, creían que se trataba de un don otorgado por Poseidón, y aseguraban que éste era el fundador del reino y el padre de Atlas.

«Conforme nos acercamos a la isla, el cielo se tiñó de rojo mucho antes de que saliera el sol. Laomedón dijo que era un presagio de la sangre atlante que íbamos a derramar. Ahora sé que si el cielo se veía así era porque había cenizas volcánicas flotando en el aire.

»Poco después, la montaña de fuego estalló.

»La primera explosión fue atronadora, algo que ni los atenienses ni siquiera yo, en mis largos años, habíamos visto ni oído. La erupción fue tan súbita como si alguien hubiera plantado un racimo de bombas en la cima del volcán. De pronto nos llegó el fragor de cientos de truenos acumulados en un solo punto, y una columna negra sembrada de llamas rojas se levantó hacia las alturas.

«Estábamos a poca distancia de la isla, calculo que a unos diez kilómetros. Yo viajaba en la vanguardia de la expedición. A estribor tenía la nave real.

»Ha ocurrido lo que tenía que ocurrir, pensé. Por fin mis hijos habían logrado irritar a la Gran Madre, que iba a hacerles pagar por su insolencia.

»La columna negra siguió ascendiendo. No hace falta que os describa el espectáculo, porque ya lo habéis visto en Long Valley. El de la Atlántida no era un supervolcán, pero estaba apenas un peldaño por debajo. La columna no dejaba de ascender, hasta el punto de que teníamos que torcer el cuello para ver su parte superior. Por lo que sé, debió llegar a más de treinta kilómetros, el triple de la altitud a la que estamos volando ahora. Cuando el sol salió, ni siquiera llegamos a verlo, porque el humo y la ceniza nos bloqueaban su luz.

»-¡Abandonemos! -le grité al rey Erecteo. Aunque nuestros barcos iban casi abarloados, con el estruendo de la erupción apenas nos oíamos.

»-¡Los dioses están con nosotros!

»-¡Los dioses van a destruir la Atlántida! -contesté-. ¡Pero también nos aniquilarán a nosotros si no nos alejamos!

«Empezaba a caer ceniza sobre nosotros. También fragmentos de piedra pómez. Los hombres se pusieron los yelmos para protegerse. Al guerrero que mandaba nuestra nave, que no era otro que mi antiguo guardián Idomeneo, le cayó una piedra en el casco y rebotó con un tañido metálico. Entre risotadas, el gigante tuerto la recogió del suelo y la tiró al mar. Allí se estaban acumulando más, tan porosas y ligeras que flotaban. Idomeneo se quitó el casco.

»-¿Éstas son vuestras armas? -exclamó-. Si es así, os venceré con las manos desnudas.

«Apenas un segundo después se oyó un silbido, y una piedra al rojo vivo cayó sobre su cabeza. Aquélla no era de las que flotaban en el agua, sino una bomba volcánica. Idomeneo estaba tan cerca de mí que recuerdo perfectamente el crujido de su cráneo al romperse y el olor a pelo quemado cuando se desplomó con la cabellera ardiendo. Los demás soldados se apresuraron a ponerse de nuevo los yelmos y a parapetarse bajo los escudos, protegiendo también con ellos a los compañeros que remaban.

»La nave del rey se había alejado de la mía, pues Erecteo había ordenado a sus hombres que bogaran con más fuerza para ser los primeros en llegar a las cadenas que cerraban el puerto. El plan era sencillo: desembarcar en los espigones, tomarlos a la fuerza y romper los enormes cabrestantes que sujetaban las cadenas. Así se abriría el paso al resto de la flota.

»Todo había ocurrido demasiado rápido. Mi intención era usar el Habla para convencer al rey de que lo mejor era retirarse, de modo que él diera la orden al resto de la flota. Pero ya estaba fuera de mi alcance.

»En cualquier caso, la erupción había desatado el caos. Algunas naves seguían adelante, llevadas por la codicia y el ansia de venganza, mientras que otras avanzaban cada vez más despacio y unas cuantas incluso viraban para alejarse. Entre la lluvia de cenizas y fragmentos que entorpecía la visión y el estrépito de la erupción, era imposible recurrir a órdenes de trompetas o señales visuales.

»Yo no tenía la menor intención de morir. Teóricamente, era un invitado a bordo. Pero la máxima autoridad del barco, el altivo Idomeneo, yacía con la cabeza abrasada y rota sobre la cubierta. Así que retrocedí hasta la popa y le dije al piloto:

– ¡Tenemos que dar la vuelta ahora mismo si queremos salir vivos!

»No tuve que recurrir al Habla para convencerlo. Era un hombre sensato. Los tripulantes tampoco se opusieron: la mayoría estaban tosiendo por la ceniza y el azufre que flotaban en el aire, y además la piedra pómez que flotaba en el agua entorpecía cada vez más la labor de los remos.

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