Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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»Pero la flota ateniense estaba varada en la costa este del Ática, donde la ola gigante no la afectó.

»Los atenienses siempre fueron un pueblo orgulloso, audaz y a veces temerario, como demostraron siglos más tarde cuando se enfrentaron al poderoso imperio persa.

»Ahora, indignados por la destrucción de la ciudad, decidieron que estaban hartos de sufrir el yugo de la Atlántida y que era hora de sacudírselo. De modo que planearon lo que nadie se había atrevido a hacer jamás: invadir la Atlántida.

– ¿Usted no trató de disuadirlos? -preguntó Alborada.

– No sabía muy bien qué hacer. Quería evitar el derramamiento de sangre. Pero salvar ahora diez mil vidas podría significar en el futuro cientos de miles de muertes.

»El rey Erecteo llamó a todos sus guerreros, armados con lanzas de punta de bronce y con grandes escudos forrados de piel de vaca. Y también convocó a los de las ciudades vecinas, como Eleusis, y a los de las islas más cercanas, como Egina o Salamina.

«Mientras los atenienses y sus aliados sacrificaban cien bueyes a su dios del cielo, Zeus, el suelo de la Atlántida empezó a temblar.

– ¿Cómo lo supiste? -preguntó Joey.

– No lo supe entonces. De lo contrario, tal vez habría disuadido al rey de aquella expedición. Me enteré mucho más tarde, cuando fui recopilando relatos de supervivientes.

»Mis hijos estaban tan enrabietados que no habían sido lo bastante cuidadosos. En realidad, llevaban demasiado tiempo usando de forma irresponsable un inmenso poder que apenas conocían y que, en su soberbia, creían dominar por completo.

»Isashara y Minos no comprendían que, al obligar a la red de nanobios a descargar tensiones en ciertas zonas de la corteza terrestre, las acrecentaban en otras. El volcán que dormitaba bajo la bahía de la Atlántida despertó. De la noche a la mañana empezó a escupir llamaradas, rocas ardientes y chorros de gas. No fue una erupción muy potente. Duró medio día a lo sumo. Pero bastó para sembrar la alarma en la Atlántida.

»En la isla exterior había una ciudad llamada Q wera, que ahora se conoce como Akrotiri. Sus habitantes, asustados, recogieron sus pertenencias más preciadas y evacuaron la isla. Al día siguiente de la erupción, Akrotiri era una ciudad fantasma. Y así lo sigue siendo hoy día. Por eso los arqueólogos no han encontrado en ella nada de valor.

»Pero en la Atlántida no sucedió lo mismo. Minos e Isashara no estaban dispuestos a permitir que sus habitantes huyeran. Ordenaron cerrar las grandes cadenas que bloqueaban la bocana del puerto. Los heraldos recorrieron la ciudad, pregonando que estaba prohibido abandonarla, y que de todos modos los habitantes no debían temer, pues los hijos predilectos de la Gran Madre garantizaban que nada malo podía ocurrirle a la ciudad sagrada de la Atlántida.

»Los estaban condenando a muerte sin saberlo. En cualquier caso, les habría dado igual.

La azafata, que llevaba casi todo el vuelo en la cabina de mando, salió para preguntarles si querían comer. A Joey le sonaban las tripas de hambre, pero Alborada se adelantó.

– Preferimos que no nos molesten por el momento. Gracias, señorita -añadió con una sonrisa que venía a decir «Largo de aquí».

«Maldita sea», pensó Joey, pero no dijo nada.

Randall reanudó su relato.

– Isashara y Minos decidieron esperar hasta que llegara el plenilunio. Supongo que pensaron que aquella pequeña erupción se debía a que no habían respetado sus propios rituales.

«Pasaron cinco días. En ese tiempo, la flota ateniense zarpó y se dirigió hacia la Atlántida.

»Con ella viajaba yo. La excusa era que los atenienses iban a devolverme el trono. En realidad, yo quería reducir la matanza lo más posible. Sabía que, una vez entraran en el fragor de la batalla, si los atenienses triunfaban, la sed de sangre y de botín haría que se abatieran como lobos sobre la población.

»No diré que los habitantes de la Atlántida fueran inocentes. Si se convertían en esclavos de los atenienses, no sería porque no se lo hubieran merecido. Durante mucho tiempo se habían beneficiado de los sacrificios humanos y del mal uso del poder de la cúpula de oricalco. Gracias a eso eran ricos y estaban acostumbrados a vivir sin trabajar, y muchos tenían panza y las manos tan suaves como bebés.

»Pero yo había reinado allí, y no quería que mi antiguo pueblo fuese masacrado.

«Obviamente, no lo conseguí. Pero no fue el acero lo que los mató.

Capítulo 58

Madrid, Moratalaz / La Atlántida.

Por un momento, Gabriel temió haber caído en un bucle de recuerdos. Kiru se hallaba en lo alto de la pirámide, las antorchas iluminaban las siete terrazas, los prisioneros subían desnudos y encapuchados las escaleras de la cara sur, la luna llena brillaba en el cielo y se oía el siniestro cántico de los asistentes al bárbaro ritual.

Pero enseguida captó detalles diferentes.

La luna se veía amarillenta como una muela cariada, y ni los pebeteros ni la sangre derramada disimulaban la fetidez a huevo podrido que flotaba en el aire. Además, la primera vez que había presenciado aquella escena a través de los ojos de Kiru, ella era una víctima más que subía por la pirámide con los labios cosidos.

Ahora, Kiru estaba de pie junto a Minos, tras el sitial de Sybil.

Las víctimas morían sobre el altar y luego rodaban escaleras abajo. Era la tercera vez que Gabriel contemplaba aquel sacrificio colectivo, pero no lograba acostumbrarse al horror.

Entonces ocurrió algo que hasta entonces se le había hurtado en sus visiones.

Sonó un zumbido agudo, que se convirtió en un chirrido estridente. Isashara levantó una mano. Los sacerdotes imitaron su gesto y el desfile de prisioneros se interrumpió.

Los asistentes empezaron a cantar en tonos graves un cántico en honor de la Gran Madre y del espíritu de la Tierra que respiraba por la montaña de fuego. Kiru volvió la mirada hacia la cúpula, de donde provenía aquel estridor. Toda su superficie se había teñido de verde, y en la pared se había abierto una ranura que poco a poco se convirtió en una puerta de apenas metro y medio de altura.

– La Gran Madre está satisfecha con la ofrenda de sangre y ahora hablará con sus hijos -dijo Sybil.

Después se puso en pie y bajó del estrado. Minos la tomó de la mano, y Gabriel supuso que lo hacía para acompañarla.

Pero no fue así.

– Tú no -dijo Minos-. Subiré con nuestra madre.

Sybil se volvió hacia su hermano y esposo abriendo dos ojos como platos.

– ¿Qué estás diciendo?

– La última vez cometiste un error, Isa.

Aunque trataban de hablar en susurros, Kiru tenía el oído muy fino y lo estaba escuchando todo.

– ¿Que yo cometí un error? Eres tú quien me guía ahí dentro.

– No podemos equivocarnos ahora. ¿Quién mejor que nuestra madre?

– Pero ¿no comprendes que está loca? ¡Ah, es por eso! Crees que la manipularás mejor que a mí. Como si yo me resistiera a ti alguna vez…

A Kiru la molestaba que aquellos dos que aseguraban ser sus hijos hablaran de ella como si no estuviera delante.

– ¿Pretendes que sea una loca quien salve nuestro reino? -insistió Sybil.

Kiru dio un paso hacia ella y le asestó un tremendo bofetón. «Bravo», aplaudió por dentro Gabriel. Aunque el golpe no fue tan contundente como el que le había propinado Herman con la palanca de acero, bastó para que Sybil trastabillase y diese con sus huesos sobre las piedras de la pirámide.

Se había hecho un silencio sepulcral en el que se podía oír el zumbido del campo eléctrico que emitía la cúpula de oricalco.

Kiru era más alta y atlética que su hija. Y no le temía a nadie. La mirada que le clavó Minos habría encogido de terror a cualquiera, pero ella no se inmutó.

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