Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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¿Qué habría sido del Primer Nacido? Después de escapar al odio de sus hijos, ¿habría llegado vivo hasta el presente? Y de ser así, se preguntó Gabriel, ¿tendría todavía algún papel que representar en aquella tragedia familiar?

Capítulo 57

En vuelo sobre el Atlántico.

– Decidí huir de la Atlántida. No me encontraba con fuerzas para enfrentarme a mis hijos. Quise que Kiru me acompañara, pero ella, pese a que me había liberado, se negó. No quise forzarla más después del daño que había ocasionado a su mente.

»El mercenario que me había vigilado durante los últimos años y que acababa de romper mis cadenas me ofreció sus servicios.

»-Después de haberte liberado me torturarán, señor -me dijo-. Pero si contratas mi hacha, te llevaré conmigo a mi ciudad, donde te recibirán con la hospitalidad que te mereces.

»-¿De dónde eres, guerrero?

»-Me llamo Idomeneo, señor, y soy de la noble ciudad de Atenas.

«Acepté su oferta. Antes de que amaneciera, Idomeneo y yo nos las arreglamos para llegar al anillo exterior. Una vez allí convencí a los tripulantes de un barco para que me llevaran con ellos. Recorrimos las Cicladas y tres días después llegamos a la ciudad de Atenas.

– ¿Atenas ya existía entonces? -preguntó Joey

– Sí, aunque no era como la que has visto en documentales. No existía el Partenón, ni templos griegos al estilo clásico. La Acrópolis era una fortaleza y la ciudad estaba muy separada de su puerto.

»Allí fui recibido por el rey, Erecteo, que me ofreció su hospitalidad.

»No habían pasado ni cuatro días cuando llegó la flotilla de la Atlántida. Como todos los años, venía para exigir tributo material y, sobre todo, humano.

»Los atenienses, como los demás vasallos de la Atlántida, debían entregar catorce jóvenes sin tacha, siete de cada sexo, para que fueran sacrificados junto a la cúpula, cerca de la cima del volcán.

– ¿Por qué tenían que ser jóvenes? ¿Por qué no podían elegir viejos que ya estuvieran muy enfermos y se fueran a morir de todas formas? -preguntó Joey.

– Tal vez quienes crearon la cúpula eran así de crueles. O tal vez querían advertirnos de que utilizar la cúpula para comunicarse con la Gran Madre era un asunto muy serio que no debía tomarse a la ligera, y por eso le pusieron un precio tan alto.

Randall se peinó la barba, pensativo.

– Aunque sospecho que no es ésa la verdadera razón, que hay un malentendido básico. No creo que la sangre sea necesaria para abrir la cúpula. Ha de ser otra cosa…

»En fin. El caso es que los atenienses se negaron esta vez, y contestaron a los enviados: «El legítimo señor de la Atlántida está con nosotros y es nuestro huésped. No obedeceremos a los usurpadores». Yo no quise animarlos, pues sabía que por salvar catorce vidas podían perder muchas más, pero tampoco los disuadí.

«Conocía lo suficiente a mis vástagos para saber que su ira era instantánea. Cuando calculé que la flotilla había regresado a la Atlántida con las malas noticias, advertí al rey Erecteo de que debía evacuar la ciudad esa misma noche y ordenar a los moradores de la costa que también se alejaran.

– ¿Por qué? -preguntó Alborada.

– Porque sabía lo que iban a hacer. Desde la primera vez que penetraron en la cúpula, Isashara y Minos habían perfeccionado sus artes. Si la primera vez provocaron sin quererlo el terremoto que devastó Creta, ahora lo hacían voluntariamente.

– ¿Cómo?

– En aquella época te habría hablado de espíritus subterráneos y poderes mágicos. Ahora puedo expresarlo de otra forma. Tiene que ver con los nanobios.

Joey se apresuró a preguntar qué eran los nanobios. Tras explicárselo de modo bastante sucinto, Randall continuó.

– La cúpula de oricalco era un artefacto diseñado para unirse con la Gran Madre, y ésta no era más que la inmensa mente-colmena formada por la unión de los nanobios.

»La red de nanobios controla vastas fuerzas. Por sí mismos, los nanobios manipulan las energías que fluyen por el manto en forma de gases e hidrocarburos y que a la vez son su fuente de alimentos. Los movimientos de esos gases pueden provocar terremotos, y además causan desequilibrios y movimientos internos que desencadenan cambios de temperatura y migraciones masivas del magma.

»Pero disponen de otros recursos más poderosos. Pueden influir en el magnetismo de nuestro planeta a todas las escalas y originar flujos de energía que proceden desde el mismísimo núcleo de metal fundido de la Tierra.

»Algo que, me temo, es lo que está ocurriendo ahora.

– ¿Lo han provocado tus hijos? -preguntó Joey

– No lo sé. En aquel entonces no se atrevían a tanto, y desde luego yo tampoco me atreví. Trastear a ese nivel podría suponer el desencadenamiento de unas fuerzas que quizá ya no podría controlar ni la Gran Madre.

– Lo que significaría…

– La destrucción del planeta entero. No sólo la extinción de la vida que conocemos, sino una explosión desde el núcleo que rompería la Tierra en fragmentos.

– ¿Puede haber alguien tan loco que quiera destruir el planeta viviendo en él? -preguntó Joey.

– ¿Loco? Sí. No sé con qué designio fuimos creados los Homo immortalis. Pero, básicamente, somos humanos. Y la mente humana no está preparada para la inmortalidad.

– Eso no me lo creo. ¡Yo estaría preparado!

Randall soltó una carcajada.

– Son demasiados recuerdos, demasiado tiempo encerrado aquí dentro con uno mismo. -Randall hizo toc-toc con los nudillos en su propio cráneo-. El ser humano no es como la mente colectiva de la Gran Madre. Básicamente está solo. La soledad acaba llevando a la locura. Y la locura… puede llevar a cualquier parte, incluso a la destrucción total.

»Con todo, no creo que estas erupciones sean cosa de ellos. Hace unos días percibí una alteración en el flujo magnético de la Tierra y capté un fragmento de los pensamientos de la Gran Madre. Sin una mujer de mi especie y sin la cúpula no puedo interpretarlo. Pero fue entonces cuando decidí ir a Long Valley.

»Incluso mientras lo hacía pensaba que estaba corriendo un gran peligro al acercarme al corazón de un supervolcán. No obstante, el destino o el azar decidieron que justo allí encontrara la forma de huir -dijo, señalando con un amplio gesto el reactor en el que viajaban.

* * * * *

– Mis hijos preferían manipular la cúpula en noches de luna llena, pues se habían dado cuenta de que la Gran Madre era más moldeable entonces. Ahora sospecho la razón. En el plenilunio, cuando la luna está a un lado de la Tierra y el Sol al contrario, las fuerzas de marea, que no sólo afectan a los océanos, sino también a la roca fundida del interior del planeta, son más poderosas.

»Pero no era imprescindible que hubiera luna llena. Estaban indignados por mi huida y por la insolencia de los atenienses, y decidieron actuar cuanto antes.

» Cuando apenas faltaban unas horas para amanecer, sentimos cómo el suelo temblaba. La gente gritó de pavor, pero nadie murió, pues gracias a mi consejo el rey había congregado a todo su pueblo en la llanura del río Céfiso, al aire libre. Más de la mitad de los edificios de Atenas se derrumbaron: de haber estado durmiendo en sus casas, miles de atenienses habrían perecido.

– De modo que salvaste muchas vidas -dijo Joey.

– Así es. También me ayudaron Isashara y Minos, que en su rabia y precipitación no fueron lo bastante precisos. El epicentro del seísmo se hallaba en el mar. Un tsunami azotó la costa oeste de la región donde se encuentra Atenas, el Ática. Con el tiempo, los mitos hablarían de cómo Poseidón, señor de los terremotos, había enviado contra Atenas un monstruoso toro del mar, como llamaban a los tsunamis.

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