Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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»La nave viró enseguida, pero yo me quedé a popa para contemplar qué ocurría en la Atlántida.

»El viento soplaba del oeste, empujando la mayor parte de las cenizas al otro lado de la isla, por lo que gozábamos de cierta visibilidad. Además, siempre he gozado de una vista mucho más aguda de lo normal. Así observé cómo los primeros barcos llegaban a los espigones que cerraban el puerto e intentaban incendiar la estatua de mi hija Isashara, tarea complicada pese a que era de madera.

»A esas alturas, varios navíos atenienses ya estaban en llamas, alcanzados por bombas volcánicas cuyo fuego no habían logrado apagar.

«Tiempo más tarde encontré a un superviviente de una de las naves que había llegado hasta los espigones, la única de las que se acercó tanto a la Atlántida y aún consiguió salir relativamente indemne. Aquel hombre me contó que encontraron las cadenas abiertas, pues algunos barcos atlantes habían huido de la isla en cuanto empezó la erupción. De hecho, los hombres de la vanguardia ateniense se toparon de proa con muchos barcos que abandonaban la bahía interior, y se lanzaron al abordaje al darse cuenta de que sus pasajeros llevaban con ellos oro, joyas y sus posesiones más valiosas. La nave en que viajaba aquel superviviente se dio prisa en conseguir su botín. Después su capitán, con buen criterio, decidió que era el momento de virar. Aun así, si se salvó fue por puro azar.

«Mientras, nuestros remeros se afanaban para alejarse de la Atlántida lo más rápido posible. No resultaba tarea fácil, pues nos dirigíamos hacia el noroeste y el viento nos soplaba casi de proa. Me planté en mitad de la cubierta y utilicé el Habla para infundir energías y ánimo a los remeros. Bogaron con tanta fuerza que algunos no lo resistieron y murieron sobre los remos con el corazón reventado, pero otros guerreros los sustituían. Aunque lamenté sus muertes, no dejé de presionar con el Habla. Si no poníamos distancia de por medio, estábamos perdidos.

«Llegamos a tal distancia que quedamos fuera de la lluvia de cenizas. Desde allí, la columna eruptiva parecía un gigante con el cuerpo sembrado de llamaradas que se alzaba hasta tocar el palacio celeste de los dioses con sus brazos negros. Supe luego que se veía incluso desde las costas de Turquía y de Grecia, y que aquella inmensa torre oscura dio lugar a varios mitos, como el de los gigantes Oto y Efialtes, que apilaron montañas para intentar alcanzar el Olimpo.

»Pero en el mito Oto y Efialtes no lo consiguieron, y se precipitaron desde las alturas.

»Eso mismo pasó en la Atlántida.

Randall hizo una pausa para beber agua. Joey miró a Alborada, y se dio cuenta de que estaba conteniendo aliento, como él.

– Ya teníamos cerca Sicinos. A nuestra popa veíamos más barcos de la flota, varias decenas que seguían nuestra estela. Pero los habíamos dejado muy atrás, tal vez a dos o tres kilómetros de distancia. Yo seguí presionando a los remeros, que no dejaban de turnarse entre ellos. Incluso los nobles de las mejores familias se sentaban a bogar para huir del volcán.

»Fue entonces cuando ocurrió el cataclismo.

»Con el tiempo he aprendido lo bastante para saber qué ocurrió. La erupción era tan violenta que la cámara de magma se estaba vaciando a gran velocidad. Llegó un momento en que se había convertido en una inmensa caverna cuyo techo no podía sustentar el peso de la montaña, al que se sumaba el de la inmensa columna de polvo y rocas de más de treinta kilómetros de altura.

»El techo se hundió. La cámara quedó al descubierto, un colosal boquete de miles de metros de profundidad. Toda la montaña se precipitó a ese vacío, millones de toneladas de roca cayendo desde las alturas.

»Y cuando la propia montaña desapareció en las profundidades, fue como si un gigante hubiera quitado el tapón de la bañera. El agua del mar empezó a entrar por el agujero recién abierto. Pero hablamos de un agujero de varios kilómetros de diámetro y otros tantos de profundidad. Las fuerzas que se desalaron fueron incalculables.

»Eso no fue todo. Imaginad el agua del mar cayendo hacia la cámara de magma y mezclándose con roca fundida a cientos de grados de temperatura. Incontables toneladas de agua hirvieron en el acto, aumentaron de volumen y trataron de subir mientras todo se hundía y comprimía alrededor.

»Hubo una primera explosión. Hoy día estamos acostumbrados a los disparos, los estallidos o el insoportable ruido de los motores de un reactor. Aquélla era la Edad de Bronce. El martilleo de una fragua se consideraba ya un ruido difícil de aguantar, y un trueno fuerte podía sembrar el pánico.

«Aquella explosión, que fue como varias detonaciones nucleares a la vez, envió una onda expansiva por los aires a velocidad supersónica. Aunque ya estábamos a más de veinte kilómetros, toda la nave se estremeció. Yo di con mis huesos sobre cubierta, varios guerreros cayeron al mar y el mástil fue arrancado de cuajo y se precipitó por la amura de babor, aplastando a tres hombres.

»Cuando me levanté no oía prácticamente más que un agudo pitido. Muchos hombres sangraban por los oídos, con los tímpanos reventados, y se movían a gatas por la cubierta. No obstante, volví a mi puesto y, sin apenas escuchar mi propia voz, Hablé a los remeros para que no se rindieran, pues teníamos la isla de Sicinos a menos de mil metros.

»La columna eruptiva seguía alzándose al cielo, pero dentro de ella se veía el hongo de otra explosión que se levantaba a gran velocidad, gris claro sobre el negro de la primera erupción. Hubo más estampidos, pues las explosiones eran constantes. Sobre nuestro barco volvieron a caer fragmentos de piedra pómez y rocas ardientes que mataron al menos a cuatro tripulantes.

»Sin buscar siquiera una playa, embarrancamos la nave en una costa sembrada de rocas y guijarros.

– ¡Corred por vuestras vidas! -grité-. ¡Subid al punto más alto que encontréis!

»Como podéis imaginar, cuando el mar se precipitó sobre la cámara de magma se produjo una especie de reacción en cadena. La ingente cantidad de agua vaporizada y la explosión de varios kilómetros cúbicos de magma produjeron primero la onda expansiva que casi me dejó sordo.

»Luego vino el tsunami.

«Conseguí llegar a tiempo al punto más alto de la isla, y tras de mí llegaron decenas de hombres. Pero otros muchos estaban exhaustos. A duras penas lograban avanzar cuesta arriba. Desde donde estaba vi cómo el mar se retiraba primero de la costa, dejando nuestro barco al descubierto sobre un lecho de piedras.

«Aquella resaca sólo era el preludio de la ira de Poseidón. Aunque seguían oyéndose las explosiones del volcán, el tsunami mugía como un rebaño de un millón de vacas.

»No era una ola normal, obviamente. Más bien como si todo el mar se levantara en un frente de miles de metros, con un borde recto como el filo de una espada. Aquella pared de agua era tan alta como un edificio de quince pisos y viajaba a cientos de kilómetros por hora.

»Vi cómo el maremoto alcanzaba a los barcos que nos seguían y después se precipitaba sobre la isla. A la izquierda, a unos dos kilómetros, había un poblado pesquero. La ola lo engulló, simplemente. Pero no era sólo la fuerza del agua la que lo destrozó: cuando más tarde me acerqué a mirar vi que el tsunami había arrastrado toneladas de rocas y de fango sobre la aldea.

»Una ola normal, por fuerte que sea, se rompe contra la orilla y pierde su fuerza, y como mucho penetra unos cuantos metros. Pero un tsunami no es una ola normal, sino la vanguardia de una onda con un frente enorme. Transporta la masa de miles, millones de toneladas de agua, a tal velocidad que su impacto es tan duro como el de un muro de metal.

»El tsunami empezó a trepar por la costa, arrastrando nuestro barco. Muchos de los hombres que huían de él se detuvieron y aguardaron resignados a que las aguas los devoraran. Otros siguieron corriendo, pero fue en vano. No llegué a escuchar sus gritos. Sobre el pitido que zumbaba en mi cabeza oía el tronar del agua, un fragor tan grave que hacía retemblar los huesos de mi cuerpo.

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