Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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»La última -dijo, volviéndose hacia Joey-, la de tu amigo Randall, el humilde barrendero del parque de caravanas de South Fresno.

– ¿Tengo que llamarte Atlas a partir de ahora?

– Llámame Randall. Me gusta ese nombre. Me gusta ser Randall.

– ¿Qué ocurrió con Kiru?

– Ignoro qué destino corrió. Tal vez sobrevivió, pero jamás supe nada de ella. Si se salvó del desastre, sospecho que debió encontrar la muerte a lo largo de los siglos. Hasta para un Homo immortalis es complicado sobrevivir tres mil quinientos años. Os lo aseguro.

La luz de la cabina se atenuó. La piloto les avisó por megafonía de que emprendían la maniobra de descenso hacia Londres. Randall se abrochó el cinturón y dijo:

– Ése, amigos míos, fue el final de la Atlántida. Si no queremos que toda esta civilización acabe del mismo modo que acabó la Atlántida, rezad a los dioses en los que creáis para que mis hijos hayan encontrado la cúpula de oricalco, y también para que nuestra querida Sybil Kosmos siga el cebo de este avión y se dirija a Santorini.

– ¿Por qué necesitamos a Sybil? -preguntó Alborada, con gesto de incomodidad.

– Porque ella, obviamente, es Isashara. Y sin una Femina immortalis no podré hacer nada por salvar al mundo.

– Entiendo…

– Aun así, hay un pequeño problema.

– ¿Cuál? -preguntó Joey.

– No tengo la menor idea de por qué está ocurriendo esto. Si queremos convencer a la Gran Madre de que detenga el fin del mundo, antes debemos saber por qué lo ha desencadenado.

Capítulo 60

Santorini, Nea Thera .

Iris llevaba encerrada veinticuatro horas en una habitación de apenas nueve metros cuadrados. En ese tiempo, no habían venido a verla ni Kosmos ni Sideris. Tampoco sabía nada de Finnur, aunque el dolor palpitante de su mandíbula le servía de recordatorio.

A mediodía, una sirvienta vestida con el consabido modelito minoico le había traído una bandeja con agua, pan, tsatsiki, pescado adobado y pulpo a la brasa. Era la misma joven de ojos almendrados que le había encendido la pantalla para ver el especial de la NNC.

Tras entrar, había cerrado la puerta con llave mientras sostenía la bandeja en una sola mano. Iris se había acercado a ella para decirle en susurros:

– Escucha. Me tienen aquí encerrada contra mi voluntad. Tienes que dejarme salir.

Ella la miró con gesto de consternación.

– No puedo hacerlo. Me han dado órdenes.

– Esto es una retención ilegal, casi un secuestro. No querrás ser cómplice…

– Tú no le conoces. No me atrevo a desobedecer.

Ese le, obviamente, se refería al señor Kosmos. Iris se preguntó si la criada conocería su secreto, que el supuesto Spyridon Kosmos no era ningún vejestorio paralítico, sino un hombre en su plenitud.

Iris suponía que el auténtico Kosmos debía haber muerto hacía algún tiempo, y alguien, acaso un familiar, había suplantado su personalidad para aprovecharse de su fortuna.

Esa explicación dejaba una incógnita sin resolver, la más inquietante. ¿Qué tenía aquel hombre para provocar un pavor tan sobrenatural?

La habían encerrado en una habitación mucho más espartana que la que había compartido con Finnur. Una cama, un colchón de lana sobre un armazón de madera, un taburete y una mesa sin cajones. Una puerta, o más bien una media puerta, daba a un baño con retrete y lavabo, sin espejo. El cuarto tampoco tenía ventanas, y las paredes estaban pintadas de ocre, sin más adornos.

La ventaja era que no había cámaras. Iris lo había comprobado examinando las paredes a conciencia.

De modo que había concebido un plan bastante sencillo: atacar a la criada cuando volviera con la cena y escapar de allí. La chica era más bajita que ella. Iris estaba segura de que en una pelea cuerpo a cuerpo podría dominarla sin problemas.

Por desgracia, cuando volvió por la noche con la bandeja de la cena no lo hizo sola. Esta vez la acompañaba un sirviente. Era joven y, aunque no mediría más de uno setenta, llevaba tan poca ropa que podían apreciarse sus músculos de culturista hinchados con cierta dosis de anabolizantes.

Plan frustrado.

Después de cenar, convencida de que nadie la vigilaba, Iris se decidió a encender el móvil para llamar a la policía.

Pero cuando estaba a punto de marcar el 22649, el número de policía de Fira, se lo pensó mejor. En Santorini, el señor Kosmos era venerado como un dios y obedecido como un capo mafioso. Se imaginó el diálogo. «¿Que está retenida en Nea Thera? ¿Seguro que no es un error, señorita? Un momento. Vamos a ponernos en contacto con el señor Kosmos para aclarar este malentendido».

¿Qué pasaría si avisaba a la policía de Atenas? Sospechaba que algo parecido. En todo caso, por problemas de jurisdicción, se pondrían en contacto con la policía de Santorini, e Iris se encontraría de vuelta en la casilla de salida.

¿Avisar a la Interpol? «No me hagas reír, Iris Gudrundótlir», se dijo a si misma.

Pero el caso era que tenía que arreglárselas para salir de allí.

* * * * *

Cuando el móvil empezó a vibrar, eran las cuatro de la mañana. Iris se había tumbado con la ropa puesta, incluso con las zapatillas. Si se le brindaba una sola oportunidad de escapar de allí, por mínima que fuese, no iba a perderla por tener que vestirse o calzarse. Y, sin darse cuenta, se había quedado dormida. No era tan extraño considerando que la noche anterior no había llegado ni a cerrar los ojos.

«¿Eyvindur?».

– ¿Eyvindur? -contestó en susurros-. No puedo hablar muy alto…

– Escucha, Iris. No fueron los Campi Flegri, como yo decía. Pero lo van a ser.

Capítulo 61

Campi Flegri.

Eyvindur estaba al borde de Gli Astroni, el mayor de los cráteres de los Campi Flegri, una enorme hondonada de casi dos kilómetros de diámetro cuyo interior estaba poblado por un espeso bosque. Se había alojado en casa de Frederico y Gilda, unos amigos que ahora dormían plácidamente, convencidos de que la erupción del Vesubio no podía hacerles demasiado daño allí.

– ¿Y qué vamos a hacer? ¿Coger el coche para quedarnos parados en un atasco? -le preguntó durante la cena Frederico.

Aquello tenía su lógica. Todas las carreteras de la región estaban colapsadas. Y el Vesubio no era un supervolcán: veinticinco kilómetros representaban una distancia de seguridad respetable.

Con todo, Eyvindur les dio los consejos habituales. Cerrar todas las puertas y ventanas y no salir de casa. Si lo hacían, taparse la boca y la nariz, evitar las zonas bajas donde pudiera acumularse gases venenosos o donde hubiese peligro de aluviones de barro o avalanchas de rocas. Tener a mano linternas, pilas, botiquín con antibióticos, latas -abrelatas, por supuesto-, ropa de abrigo aunque fuera mayo, calzado resistente y dinero. A ser posible en metálico. Estar atentos a la radio y la televisión…

Pero, de momento, el viento soplaba hacia el norte, llevándose consigo las cenizas y los gases del volcán. Eyvindur, desvelado, había salido a la calle. Olfateó el aire de la noche. No olía a azufre, sino a la sal del mar.

Una luna casi llena se reflejaba en las aguas del golfo de Nápoles. Al este, la columna eruptiva del Vesubio se adivinaba como una gran mancha. Recordó La historia interminable, una de sus novelas favoritas de joven, y la Nada que devoraba el reino de Fantasía. Aquella oscuridad que tapaba las estrellas hacía que el firmamento nocturno, por comparación, pareciera un poco menos negro.

Pero en la base de aquella Nada se distinguían intensos resplandores, lenguas rojas que brotaban de la cima de la montaña. A esa distancia parecían llamas de una hoguera. Sin embargo, Eyvindur sabía que alcanzaban cientos de metros de altura.

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