Javier Negrete - Atlántida

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Gabriel Espada, un cínico buscavidas sin oficio ni beneficio, quizá el más improbable de los héroes, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida.
La joven geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.
Una mezcla explosiva de ciencia y arqueología y, sobre todo, aventura en estado puro.

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»La ola rompió por fin, a unos cincuenta metros de donde nos hallábamos. Cuando se retiró, descubrimos que había arrastrado los restos astillados de nuestro barco ladera arriba, a más de dos kilómetros de la orilla. Había varios cadáveres tendidos entre los guijarros y el lodo, pero la mayoría de los compañeros que quedaron rezagados habían desaparecido.

»Sobre el monte quedábamos unos setenta supervivientes de los casi doscientos hombres que viajábamos en el barco. A lo lejos, vi que cuatro naves seguían dirigiéndose hacia la isla. Milagrosamente, habían sobrevivido al paso del tsunami. Tal vez por ser tan pequeños y ligeros. Un barco más grande se habría partido en dos.

»Pero aún quedaba algo peor. Como la presión de la cámara de magma ya no podía sostener la columna eruptiva, ésta se vino abajo, y al hacerlo creó…

– ¡Flujos piroclásticos! -dijo Joey.

– Así es. Desde la isla vimos cómo un nuevo frente avanzaba por el mar, una nube de aspecto algodonoso que parecía resbalar sobre las aguas. En aquel momento el cielo se había oscurecido tanto que, pese a que era poco más de mediodía, parecía casi de noche. En aquellas tinieblas, la nube resplandecía, y supe que traía con ella fuego y más destrucción.

– Pero… ¿los flujos piroclásticos pueden viajar sobre el agua?

– Te aseguro que pueden viajar, Joey. Yo lo vi.

»Las cuatro naves supervivientes casi habían llegado a la costa cuando los flujos piroclásticos las alcanzaron. Luego recogimos los pecios y algunos cuerpos muertos que llegaron a la orilla.

»Al ver el avance de la nube ardiente, que debía medir al menos treinta metros de altura, pensé que no estábamos a salvo ni siquiera allí y corrí cuesta abajo hacia la playa norte, exhortando a los demás a que me siguieran.

»No todos me hicieron caso, pues creían que aquél era el lugar más seguro, y estaban demasiado dispersos para usar el Habla de forma eficaz. De ésos, no sobrevivió ninguno. Cuando encontramos sus cadáveres, vimos que no sólo estaban abrasados, sino que a muchos les había reventado el abdomen por el calor, y otros incluso tenían el cráneo estallado. El súbito aumento de temperatura había hecho que sus cerebros y el agua contenida en ellos se dilataran de repente y rompieran los huesos del encéfalo.

– Dios mío -musitó Alborada.

– Huí ladera abajo. Quiso el azar que descubriera una cueva. No estaba muy seguro de que fuera un lugar seguro y no una ratonera, pero no muy lejos a mi espalda oía un nuevo ruido aún más siniestro. Era un rugido continuo, mezclado con detonaciones secas. Supongo que eran las rocas ardientes arrastradas por la nube reventando al enfriarse tras la dilatación.

»Entré en la cueva, y los demás hombres me siguieron. Como no era muy profunda, nos apelotonamos al fondo. Traté de infundirles calma para que no nos aplastáramos, pero no me era fácil, pues estaba muy lejos de sentirme tranquilo yo mismo. Por la boca de la cueva se veía el azul del cielo, pero de pronto desapareció. Todo se volvió oscuridad y las paredes de la cueva vibraron al paso de la nube.

«Pronto la temperatura se hizo insoportable y el aire nos empezó a faltar. Tosíamos y escupíamos una mezcla de flema y barro, e incluso sangre. Recordé cómo había soportado la tortura, encadenado durante años, e hice un esfuerzo por controlarme. Sólo entonces conseguí tranquilizar a los demás lo suficiente para que respiraran más despacio, dejaran de gritar y ahorraran aire.

»Pasó un rato que me pareció una eternidad, hasta que la oscuridad se aclaró y la temperatura empezó a bajar dentro de la cueva.

»Cuando salimos, teníamos que caminar con cuidado. El suelo estaba sembrado de cenizas y piedras que todavía humeaban. Nos dimos cuenta de que teníamos la piel chamuscada y llena de ampollas, y a muchos les faltaban las cejas, la barba o incluso toda la cabellera.

»Éramos veintiocho hombres, los únicos supervivientes de nuestro barco. Luego supe que se habían salvado otras tres naves, entre ellas la que llegó hasta la bocana del puerto de la Atlántida, pues el avance de los flujos piroclásticos es azaroso, y había dejado un estrecho pasillo que respetó a esos tres barcos.

»El resto de la flota desapareció, y con ella el orgulloso ejército ateniense que había zarpado para invadir la Atlántida. Veinte mil hombres perecieron en poco más de una hora.

»A ellos hay que sumar los treinta mil habitantes de la Atlántida, de los que apenas hubo supervivientes. Pero el desastre no terminó ahí. El tsunami azotó el sur de las Cicladas y de Grecia, destrozándolo todo a su paso. También llegó al norte de Creta, aniquiló la flota minoica y no dejó piedra sobre piedra a menos de tres kilómetros del mar.

«Tiempo después del desastre viajé por el Mediterráneo y comprobé los daños causados por la erupción. La isla central de la Atlántida había desaparecido. Apenas se podía navegar por las cercanías debido a la cantidad de piedra pómez que aún flotaba sobre las olas. Donde antes se alzaba la montaña y las aguas eran claras, ahora se abría una enorme bahía de aguas profundas y oscuras.

»En Creta, la mayoría de los palacios se habían derrumbado y ardido. Por lo que me contaron, fue la onda expansiva la que derribó los edificios y provocó los incendios. Los campos estaban recubiertos por una capa de ceniza que llegaba hasta las rodillas y en algunos lugares cubría hasta las ingles. No se podía cultivar nada, los olivos y las vides habían muerto y el campo estaba lleno de cadáveres putrefactos de ovejas y cabras. Ahora que la Atlántida no existía, los minoicos de Creta podrían haberse convertido en el nuevo poder del Egeo, pero nunca se recuperaron de aquel golpe. Después de la erupción sufrieron años de hambruna y guerras internas.

»Las consecuencias de la catástrofe se sintieron más lejos. Aquel año el verano se convirtió en invierno y el invierno en un azote glacial. El siguiente estío no fue mucho más cálido. Hubo también hambruna en Egipto, y los escribas me contaron que en pleno día habían caído tales tinieblas que apenas podían ver lo que escribían a la luz de las velas.

»Mucho tiempo después visité China, y supe que en la época en que se hundió la Atlántida sufrieron heladas en verano. Durante meses vieron el sol de un color amarillo enfermizo y crepúsculos en los que todo el cielo parecía ensangrentado.

»Tales fueron las consecuencias del final de la Atlántida. El recuerdo de la catástrofe se deformó con el tiempo, pero no llegó a borrarse del todo. Así le llegó a Platón, que escribió su relato novecientos años después, y lo embelleció haciendo la isla mucho más grande de lo que era y afirmando que sus compatriotas, los atenienses, habían logrado conquistarla justo antes de la catástrofe final. Ya veis que no fue así.

»Sin embargo, nunca corregí la versión de Platón. Pensé que era mejor olvidar todo aquello, para que nadie intentara buscar la cúpula dorada y dominar de nuevo aquel poder sacrílego.

– Entonces ¿por qué nos lo cuenta ahora? -preguntó Alborada.

– Creo que estaba equivocado. Es mejor que los hechos del pasado, sean infames o gloriosos, no queden en el olvido.

– ¿Qué pasó con Isashara y Minos? -preguntó Joey.

– Sobrevivieron. Tras provocar el desastre que mató a sus súbditos y destruyó su ciudad, todavía tuvieron tiempo de prever lo que iba a ocurrir y huyeron. Al principio los creí muertos, pero luego tuve noticias suyas. Aunque cambiaron de nombre muchas veces y recorrieron el mundo a lo largo de los siglos, nunca resistieron la tentación de buscar el poder. Mientras que yo decidí ocultarme en el anonimato y olvidar periódicamente quién era para iniciar una nueva vida tan tranquila como la anterior.

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