– En mi tienda. Vino a comprar cigarros -dice Hurly.
– ¿Había hecho eso anteriormente? Lo de comprar cigarros.
– Sí, claro.
– ¿Cuántas veces?
– No lo sé. ¿Usted qué cree? -Hurly mira a Jonah, como si realmente pretendiese que él lo ayude a responder-. Ocho o diez veces, ¿no cree?
Harry le da a Jonah con la rodilla por debajo de la mesa y el viejo no responde y se mantiene inexpresivo.
– Supongo que ocho o diez veces -repite Hurly.
– ¿Qué clase de cigarros le compraba?
– Bueno, el señor Hale tiene muy buen gusto. Cigarros de primera.
– ¿Caros? -pregunta Ryan.
– Desde luego.
Ryan se dirige al carrito de las pruebas. Rebusca parsimoniosamente en él y finalmente regresa con dos pequeñas bolsas de papel marrón.
– ¿Me permite acercarme al testigo, señoría?
Peltro hace un ademán de asentimiento.
– Señor Hurly, le voy a enseñar un cigarro y a preguntarle si reconoce la marca.
Hurly abre la bolsa que Ryan le ha entregado y mira en el interior.
– Me sería más fácil si lo saco -dice.
Ni Ryan ni yo nos oponemos.
Hurly hace girar el puro entre los dedos, lo huele, lo examina a la luz y asiente con la cabeza.
– Montecristo A -dice. También podría haberlo dicho con sólo mirar el cilindro metálico que contenía el habano y que todavía está en la bolsa.
– ¿Alguna vez le vendió ese tipo de cigarro, un Montecristo A, al acusado, Jonah Hale?
– Pues sí. Él generalmente los compraba por cajas, pero a veces también los compraba sueltos, en pequeños cilindros como éste -dice Hurly.
– ¿Se trata de un cigarro caro? -pregunta Ryan.
– Una caja de veinticinco le costaría a usted novecientos dólares fuera de Estados Unidos -dice Hurly-, pero… Bueno, aquí cuestan un poco más.
– ¿A qué se debe eso?
– A que pertenecen a mi reserva privada -dice Hurly-. Son difíciles de conseguir.
– ¿No es cierto, señor Hurly, que esos cigarros se cultivan y fabrican en Cuba, y que según las especificaciones del embargo a Cuba es ilegal comprarlos o venderlos en este país?
– De eso no estoy seguro -dice él-. Muchos mayoristas dicen que los cigarros proceden de Cuba. Pero la mayoría de ellos son cultivados y fabricados en este país. Algunos, en la República Dominicana.
– Pero el que le vendió este cigarro en particular le dijo que estaba hecho en Cuba, ¿no?
– Los mayoristas de cigarros dicen muchas cosas que yo no siempre creo. La mitad de las cigarrerías de la ciudad dicen que tienen puros cubanos en la trastienda. No siempre es cierto.
– Pero a usted le dijeron que éstos estaban hechos en Cuba, ¿no?
– Eso me dijeron.
– ¿Por eso son tan caros?
– Bueno, se trata de un cigarro excelente -dice Hurly. Está mirando a Jonah, atrapado entre los cuernos de un dilema que tiene el fraude al consumidor en un pitón y a los agentes federales de aduanas en el otro. Sin duda, estos últimos no tardarán en ir a examinar las existencias privadas de Hurly en su trastienda, si es que antes él no ha enterrado o quemado sus cigarros de contrabando.
– ¿Cuántos de sus clientes compran esa clase de cigarro?
– Oh. -Hurly reflexiona unos momentos-. ¿Se refiere usted a cigarros sueltos, o a cajas?
– Comencemos por los cigarros sueltos.
– Vendo unos cuantos cada mes.
– ¿Qué entiende por «unos cuantos»?
– Tres o cuatro.
– ¿Siempre se los vende a las mismas personas?
– A clientes habituales -dice Hurly.
– ¿Cuántos son esos clientes?
– Dos. Tres, incluyendo al señor Hale.
– ¿Cuántos de esos clientes los compran por cajas?
– Oh. Sólo el señor Hale.
– ¿Él es el único que los compra en cantidad?
– Sí.
– ¿Sabe si otras tiendas de la zona venden también esta marca de cigarros?
– No lo creo -dice él-. No, que yo sepa. Para tener surtido de algo así hace falta disponer de un cierto tipo de clientela.
– No lo dudo -dice Ryan-. ¿Diría usted que este cigarro, el Montecristo A, es un producto raro?
– Bueno, es un puro excelente, desde luego.
– No me refiero a eso. Quiero decir que si es raro en el sentido de que no es algo que se encuentre en cualquier parte.
– Sí, desde luego. Más allá de Los Ángeles existen pocos sitios en los que los vendan. Naturalmente, yo sólo lo he oído rumorean Una tienda de Brentwood los vende a celebridades.
– Aparte del acusado y de sus otros dos clientes, los que los compran sueltos, nadie más en la zona fuma estos cigarros, ¿no es así?
– Protesto: la respuesta sólo puede ser una suposición.
– Se admite la protesta.
– Nadie más se los ha comprado a usted, ¿no es así?
– Sí
– Y, que usted sepa, ninguna otra tienda de la zona los vende, ¿no?
– En efecto.
A continuación, Ryan me sorprende.
– No tengo más preguntas para este testigo -dice. En ningún momento ha sacado lo que hay en la otra bolsa de pruebas, el puro fumado y aplastado procedente del lugar de los hechos.
Harry quiere decirme algo al oído, pero le hago seña de que se calle.
– Señor Madriani, su testigo -dice Peltro.
– Sólo unas pocas preguntas, señoría.
«Señor Hurly… ¿Tuvo usted oportunidad de ver otro cigarro, parcialmente fumado y apagado…?
– Protesto -dice Ryan-. Se sale de lo que la fiscalía preguntó. Si la defensa desea citar al testigo, puede hacerlo cuando exponga sus alegatos.
– No tengo más preguntas -digo al tribunal.
– El testigo puede retirarse.
Vuelvo a sentarme. Harry me mira y, susurrándome al oído, pregunta:
– ¿Tú qué crees? Tal vez no pudo reconocer el otro cigarro. O quizá dijo algo que a Ryan no le gustó.
No estoy seguro y meneo la cabeza. Lo más probable es que se trate de algo peor.
Diez minutos más tarde nos enteramos de que, efectivamente, se trata de algo peor. Ryan tarda todo ese tiempo en presentar por sus credenciales al siguiente testigo.
Lyman Bowler es un biólogo botánico, profesor en una universidad del sur, autor de un tratado sobre el tabaco y, según Ryan, también es uno de los expertos en cigarros más destacados del país.
Se trata de un hombre alto y delgado, de aspecto señorial y que habla con un acento que no parece del sur. Sospecho que debe de proceder de alguna parte del noreste.
Ryan ya ha colocado las dos bolsas de pruebas frente al testigo.
– Doctor Bowler, voy a pedirle que mire los dos cigarros que hay en estas bolsas y me diga si ha tenido oportunidad de examinar muestras de ellos antes de hoy.
El testigo los mira, inspecciona las marcas, no de los cigarros, sino de las bolsas que los contienen.
– Sí. Hay un sello del laboratorio en la bolsa, y he visto fotos que se corresponden con los dos cigarros en cuestión.
– ¿Sólo fotos?
– No. También recibimos muestras del tabaco.
– ¿Y cuándo fue eso?
– Hace cosa de un mes -dice Bowler-. Mi departamento recibió muestras de ambos cigarros.
– ¿Efectuó usted algún informe por escrito con referencia a ese examen o a sus conclusiones?
– No.
Ryan no pregunta por qué, pero la respuesta es clara: porque el fiscal no quería tener entre sus pruebas un informe que se vería obligado a incluir en la lista de las mismas. Gracias a eso, ahora nos saca una considerable ventaja.
– ¿Y qué clase de exámenes realizó usted? -pregunta Ryan.
– Coloqué las muestras en un portaobjetos y las examiné mediante un estereomicroscopio. Estudié tanto muestras del tabaco de la envoltura como del tabaco del relleno de cada uno de los dos cigarros. Ése fue el material que me fue enviado.
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