Steve Martini - El abogado

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Uno de los primeros clientes del abogado Paul Madriani es Jonah Hale, un anciano que se encuentra en un grave aprieto cuando Jessica, su hija, sale de la cárcel: Jonah y su esposa se han encargado de la educación de Amanda, su nieta de ocho años, debido a la drogadicción de la madre de la niña, pero, a raíz del importante premio que ha ganado el matrimonio en la lotería, Jessica decide secuestrar a la pequeña y pedir a su padre una gran suma de dinero si desea recuperarla. Jonah, que tiene la custodia legal, se niega, por lo que Jessica recurre a los servicios de Zolanda, una activista radical de los derechos de la mujer, que acusa a Jonah de haber abusado sexualmente de Amanda. El caso se complicará con un asesinato del cual Jonah será el principal sospechoso.

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– Se desestima la protesta -dice Peltro.

– Sí. Me pareció inadecuado -dice Brower con satisfacción.

– Pero, pese a ello, acompañó usted al señor Madriani, ¿no?

– Sí. Aunque, como digo, me pareció un error.

– ¿Pudieron ver el cuerpo?

– Parcialmente, porque se hallaba detrás de un coche estacionado, pero vimos un pie y parte de una pierna.

– ¿Había técnicos de los laboratorios policiales trabajando en la zona?

– En efecto.

– ¿Encontraron los técnicos algo en el lugar de los hechos que luego le enseñaran a usted en presencia del señor Madriani?

– Sí. Dijeron que habían encontrado unas cosas cerca del cuerpo, y luego uno de ellos me enseñó algo.

– ¿Qué?

– Habían encontrado un cigarro. Sólo la colilla, fumada y apagada -dice Brower.

– ¿Había algo digno de mención en ese cigarro? -pregunta Ryan.

– Sí. Parecía idéntico al que el acusado me había dado aquella mañana, en el bufete de Madriani.

VEINTIUNO

– ¿O sea que es usted un experto en cigarros?

– No. En ningún momento he dicho eso.

– ¿Con qué frecuencia los fuma usted?

– No sé. -Brower es mucho menos espontáneo en la repregunta. Ha tenido oportunidad de consultar con la almohada, de reflexionar sobre lo que voy a preguntarle. Ahora se halla en el banquillo de los testigos, mirándome con ojos cautelosos.

– ¿Una vez al mes? -pregunto.

– No con tanta frecuencia -dice él.

– ¿Una vez cada dos meses?

– Probablemente, aún menos.

– ¿Tal vez los fuma usted sólo cuando alguien se los regala?

A él parece molestarle la implícita acusación de gorronería.

– Compro algunos de vez en cuando. Los fumo cuando tengo tiempo. -Ahora me mira con malos ojos.

– ¿Cuándo fue la última vez que compró usted un cigarro, señor Brower?

– No sé. No lo recuerdo. -Tampoco se esfuerza mucho en hacer memoria.

– Y, sin embargo, le bastó un vistazo para saber que el cigarro de aquella bolsa… el que el señor Ryan le mostró ayer -señalo hacia el carrito de las pruebas-, que aquel cigarro era de la misma marca y del mismo tipo que la colilla de cigarro que uno de los técnicos en pruebas le enseñó aquella noche detrás de la oficina de Zolanda Suade… Me refiero a la noche en que la mataron.

– A mí me pareció que era idéntico -dice él.

– Aquella noche, detrás de la oficina, ¿reinaba la oscuridad?

– Ya sabe usted que sí -dice él.

– ¿Cuánto tiempo estuvo usted mirando aquella colilla de cigarro, la que el técnico le mostró?

– Pues no sé, unos segundos -dice él.

– ¿Cogió la colilla? ¿La tocó?

– No. Se trataba de una prueba. Uno no toca las pruebas en la escena de un crimen.

Eso debe de haberlo visto en «Colombo».

– Entonces, ¿dónde se hallaba la colilla cuando usted la vio?

– Usted estaba allí, y sabe dónde estaba.

– Quiero que se lo diga usted al jurado.

– Estaba en una bolsa. En una bolsa de papel. -Brower mira al jurado al decir esto.

– O sea que, en un estacionamiento oscuro, en cuestión de unos segundos, mirando una colilla de cigarro que se hallaba en el fondo de una bolsa de papel, le fue a usted posible discernir con toda claridad de qué clase de cigarro se trataba, ¿no?

– Protesto -dice Ryan-. Mi colega está tergiversando las pruebas. El señor Brower en ningún momento testificó sobre la clase de cigarro de que se trataba. Se limitó a decir que era parecido al cigarro que el acusado le dio en el bufete del señor Madriani.

– Volveré a formular la pregunta. ¿Sabía usted qué clase de cigarro era el que se hallaba aquella noche en la bolsa de papel?

– Me pareció que era el mismo -dice Brower.

– No es eso lo que le pregunto. ¿Sabía qué clase de cigarro había en aquella bolsa?

Brower hace una mueca, mira a Ryan y luego vuelve a mirarme a mí.

– ¿De la clase que uno se fuma? -Mira a los jurados, pero éstos no se ríen.

– ¿Era un Panatella? ¿Un Corona? ¿Quizá un Petit Corona? ¿O era un Doble Corona?

– Lo ignoro. Como ya he dicho, no soy un experto.

– ¿No es más cierto, señor Brower, que no puede decir con certeza de qué clase era el cigarro que vio usted aquella noche en el interior de la bolsa de pruebas? ¿Y que tampoco sabría decirnos qué clase de cigarro le dio a usted el señor Hale en mi bufete?

– Tuve la sensación de que eran parecidos, eso es lo único que digo.

En lo referente a pruebas, es lo único que necesita decir para perjudicarnos. Alguien que no es un experto contando la sensación que le produjo algo.

– Responda a mi pregunta -le pido.

– ¿Cuál era la pregunta?

– ¿Puede usted decirnos con precisión el tipo o la clase de cigarro que se hallaba en el interior de la bolsa de pruebas aquella noche, en el exterior de la oficina de la víctima?

– No.

– ¿Puede usted decirnos con precisión qué clase de cigarro le dio el señor Hale en mi bufete?

– No.

– O sea que la colilla de cigarro que vio usted aquella noche en el lugar de los hechos podría pertenecer a un cigarro totalmente distinto del que el acusado, el señor Hale, le dio a usted en mi despacho aquella mañana, ¿no es así?

– Es posible.

– Ahora que ya hemos evaluado sus conocimientos acerca de los cigarros, hablemos del comunicado de prensa, el que vio en mi bufete aquella mañana. ¿Llegó usted a leer dicho comunicado de prensa?

– Bueno, le eché un buen vistazo -dice, como si su mente fuera un aspirador que recogiese sólo las partes más perjudiciales para mi cliente. En este punto, el problema radica en que Ryan y Brower han sacado a colación cuestiones de abusos deshonestos e incesto. Han emponzoñado a los jurados. Cuando éstos entraron esta mañana, ninguno de ellos quiso mirar hacia Jonah. Ryan ha puesto ante mí una ingente tarea de rehabilitación que ni siquiera está relacionada con el asesinato. Las acusaciones de Suade contra Jonah, las que contenía el comunicado de prensa, ni siquiera serían admisibles salvo por el hecho de que, según la tesis de la fiscalía, atañen al móvil del delito, forman parte del motivo por el que mi cliente mató a Suade, y en ese sentido son letales para nosotros.

– Además de las partes referidas a mi cliente, el señor Hale, ¿qué otras cosas decía el comunicado de prensa? -pregunto.

Brower mira hacia el techo, le echa un vistazo a Ryan, como si esperase que éste le hiciera algún tipo de seña. Transcurren unos segundos, mientras el testigo trata de hacer memoria.

– No lo recuerdo -dice finalmente.

– ¿No se mencionaba también el condado? -pregunto.

– Ah, sí. Es cierto.

– ¿Y qué decía acerca del condado?

– No lo sé. Era confuso.

– Ayer, cuando hizo usted mención a las acusaciones que contenía contra mi cliente, parecía estar bastante claro.

– Protesto. -Ryan está de pie junto a su mesa-. El defensor está calificando la prueba.

– Esta prueba requiere cierta calificación -contesto.

– Se admite la protesta. Señor Madriani… -Peltro me mira y mueve reprobatoriamente la cabeza.

– ¿Cómo explica usted el hecho de que lo único que recuerda del comunicado de prensa son las acusaciones contra mi cliente?

– No lo sé. Es lo que se me quedó en la cabeza -dice Brower.

– Permítame que le pregunte algo referente a las acusaciones contra el señor Hale que contenía ese comunicado. Por lo que usted sabe, se trataba de acusaciones sin fundamento, ¿no es así?

Ryan vuelve a estar de pie, protestando.

– ¿Cómo va a saber eso el testigo? Se trata de una pregunta improcedente.

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