The Attorney
Josefina Meneses (Translator)
Por el regreso de Paul Madriani, los aficionados y este escritor tenemos una gran deuda de gratitud para con Phyllis Grann, presidenta de Penguin Putnam, que se ha mostrado inflexible en su deseo de que Paul volviera a los tribunales. A ella le doy las gracias y le expreso mi reconocimiento.
En cuanto a color local y autenticidad geográfica, gran parte de uno y otra referentes a la espléndida ciudad portuaria de San Diego, le doy las gracias al equipo del fiscal del distrito de San Diego, Paul J. Pfingst. Mi particular reconocimiento a Greg Thompson, primer teniente fiscal, y a James D. Pippin, jefe de la División del Tribunal Superior de ese departamento.
Además, agradezco al juez del tribunal superior de San Diego Frank A. Brown su amabilidad al permitirme tener un atisbo de lo que ocurre entre bastidores en los juzgados de lo criminal y en el San Diego Hall of Justice, así como su espléndido sentido del humor y sus historias de pesca.
Por su asesoría en lo relativo al ambiente y la autenticidad de esa meca de la navegación a vela que es Shelter Island, así como por la insistencia con que me animó a utilizar San Diego como nuevo marco de estos relatos, tengo una deuda de gratitud para con Jack y Peggie Dargitz, y para con todo el personal de Red Sails Inn.
Por su infinita paciencia al lidiar conmigo, y por su perspicacia en todo lo referente a la personalidad femenina, le doy las gracias a mi esposa, Leah.
Con todas y cada una de estas personas, y con otras que puedo haber olvidado mencionar, tengo una gran deuda de gratitud por una ayuda que, al menos eso espero, me ha permitido escribir un relato verosímil. De cualquier fallo que el lector pueda encontrar a este respecto, yo soy el único responsable.
Puedo decir con precisión que la cosa empezó en una de esas sofocantes semanas de agosto, cuando el termómetro se acercaba a los cuarenta grados por décimo día consecutivo. Hasta la humedad era alta, cosa insólita en Capital City. El aire acondicionado de mi coche estaba averiado y, a las seis y cuarto, el tráfico de la interestatal se hallaba detenido tras un camión remolque cargado de tomates que había volcado camino de la fábrica Campbell. Se me haría tarde para recoger a Sarah en casa de la canguro.
Incluso con estos antecedentes, se trató de una decisión impulsiva. A los diez minutos de llegar a casa llamé a un agente inmobiliario al que conocía y le hice la pregunta clave: ¿ Cu á nto puedo conseguir por la casa? ¿ Podr í a usted venir a hacer una evaluaci ó n? El mercado de bienes raíces estaba al rojo vivo, como el clima, así que a este respecto mi sentido de la oportunidad había sido muy acertado.
Sarah estaba en las vacaciones escolares, en ese incómodo ínterin entre quinto grado y la escuela intermedia, y no le apetecía nada el cambio. Sus mejores amigas -unas hermanas gemelas de su misma edad- se encontraban en la parte meridional del estado. Yo había conocido a la madre de ambas durante un seminario legal en el que ambos fuimos oradores, hacía ya casi tres años.
Susan McKay y sus hijas vivían en San Diego. Susan y yo nos habíamos visto con frecuencia, durante los viajes mensuales a San Diego y en otras reuniones en el punto intermedio de Morro Bay. Por algunos de esos motivos que los adultos nunca comprenderemos, las chicas parecieron hacerse amigas desde aquel primer encuentro. En San Diego, el tiempo era fresco y ventoso. Y además, la ciudad encerraba la promesa de una vida familiar de la que nosotros llevábamos casi cuatro años sin disfrutar.
A comienzos de julio nos habíamos pasado dos semanas de viaje, parte de ellas en Ensenada, al sur de la frontera. Yo me había sentido fascinado por el aroma de sal en el aire, y por el resplandor del sol que bailaba sobre la superficie del mar en Coronado. A media tarde, Susan y yo nos sentábamos en la playa mientras las niñas jugaban en el agua. El Pacífico parecía un infinito y ondulante crisol de azogue.
Al cabo de catorce breves días, Sarah y yo nos despedimos y montamos en mi coche. Mirando a mi hija, me fue posible leerle el pensamiento. ¿ Por qu é volvemos a Capital City? ¿ Qu é se nos ha perdido all í ?
En el coche, Sarah tardó una hora en pronunciar en voz alta tales preguntas, y cuando lo hizo, yo ya tenía dispuesta toda la fría lógica adulta que un padre puede reunir.
All í est á mi trabajo. Tengo que regresar.
Pero podr í as encontrar otro trabajo por aqu í .
No es tan f á cil. Un abogado tarda mucho tiempo en hacerse con una clientela.
Ya lo hiciste una vez. Podr í as hacerlo de nuevo. Adem á s, ahora tenemos dinero. T ú mismo lo dijiste.
En eso, mi hija tenía razón. Hacía ocho meses, yo me había forrado con un juicio civil, un caso de muerte por negligencia de terceros que fue visto ante un jurado. Harry Hinds y yo conseguimos un veredicto favorable. Le sacamos ocho millones de dólares a la compañía de seguros. Es lo que ocurre cuando un demandado decide tacañear en un mal caso. Ahora, una viuda con dos hijos había conseguido la seguridad económica, y Harry y yo, incluso después de pagar los impuestos, nos habíamos quedado con unos sabrosos dividendos en concepto de minutas.
Sin embargo, abandonar mi bufete legal era arriesgado.
Lo comprendo. Te sientes sola, le dije a Sarah.
Estoy sola, respondió ella.
Después de eso me quedé mirando a mi hija, con sus paletas de conejo y su largo cabello castaño que, sentada en el asiento del acompañante, me miraba con sus ojos de gacela, esperando una respuesta coherente que yo no tenía.
Cuando Nikki, mi esposa, murió, dejó un hueco en nuestras vidas que yo había sido incapaz de llenar. Mientras proseguíamos el viaje de regreso a Capital City, la insidiosa pregunta siguió resonando en mi cabeza: ¿ Qu é se nos ha perdido all í ?
El corrosivo ambiente político y el achicharrante calor estival de Capital City tenían muy pocos atractivos y encerraban gran cantidad de recuerdos dolorosos. Aún no me había sido posible borrar de mi recuerdo el año que duró la enfermedad de Nikki. Aún había lugares en nuestra casa en los que, al doblar un recodo, seguía viendo el rostro de mi esposa. Las parejas que habían sido amigas nuestras ya no tenían nada en común con un viudo que estaba aproximándose a la mediana edad. Y ahora mi hija deseaba terminar con todo aquello.
Un lunes por la mañana, en la última semana de agosto, llamé a Harry a mi despacho. En tiempos, Harry Hinds había sido uno de los abogados criminalistas más destacados de la ciudad, que se encargaba principalmente de delitos graves que ocupaban las primeras planas de los periódicos. Quince años atrás perdió un caso de asesinato, y su cliente fue ejecutado en la cámara de gas del estado. Harry no volvió a ser el mismo. Para cuando yo abrí mi bufete en el mismo edificio en el que Harry tenía el suyo, él se dedicaba a defender a conductores borrachos y a compadecerse de sí mismo junto a ellos hasta altas horas de la noche en los bares de la ciudad.
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