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Dan Fesperman: El barco de los grandes pesares

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Dan Fesperman El barco de los grandes pesares

El barco de los grandes pesares: краткое содержание, описание и аннотация

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Vlado Petric, un ex policía en el Sarajevo desgarrado por la guerra, tiene que dejar su tierra para reunirse con su esposa y su hija en Alemania, donde se gana modestamente el sustento como trabajador de la construcción en las obras del nuevo Berlín. Una tarde, al volver a casa después de la jornada laboral, un enigmático investigador estadounidense le está esperando en el pequeño apartamento familiar. El investigador, Calvin Pine, enviado por el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra en la ex Yugoslavia, solicita a Petric que viaje a La Haya. Petric acepta sin titubear cuando Pine le dice que están siguiendo a un pez gordo: uno de los hombres a los que consideran responsables de la terrible matanza de Srebrenica. Lo que Petric no sabe es que lo están utilizando como cebo para descubrir a un asesino de la generación anterior, un hombre cuyas actividades en la Segunda Guerra Mundial hacen que los asesinos de ésta parezcan aficionados.

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Le dijo que se retirase con una sonrisa, pero ella no estaba dispuesta todavía a perdonar a Pine, que había elegido su sitio habitual en el sofá. Era donde ella y su padre se sentaban siempre a aquella hora para leer, y traía un libro de cuentos en la mano derecha.

– Lo haremos más tarde -susurró Vlado, pasando a su lengua materna-. Vete ahora. Luego iré a verte.

La niña se dio la vuelta, lanzando una mirada de despedida y de fría evaluación hacia el sofá.

– ¿Tiene nueve años? -preguntó Pine.

– Acaba de cumplirlos.

Pine se había enterado por Jasmina o leyendo un expediente, y Vlado se preguntó incómodo si había sacado a la luz más información.

– Pongamos las cosas en orden antes de continuar -dijo Pine-. Tengo que pedirle que los detalles de nuestra entrevista permanezcan en secreto, al margen de lo que decida hacer. Por razones de seguridad operativa.

Aquí está, pensó Vlado, preocupado de nuevo.

– Supongo que puedo comprometerme a eso.

– Bien. En ese caso, ¿qué le parecería volver al trabajo? Al trabajo de verdad, me refiero. Trabajo policial, como el que hacía. Sólo un trabajo temporal, me temo. Pero podría terminar en algo permanente, si decidiera que eso es lo que quiere.

Vlado intentó que no se notara su alivio. Encendió un cigarrillo y ofreció uno a Pine, sabiendo que el americano probablemente lo rechazaría.

– No, gracias. No fumo.

– ¿Trabajo de investigación? No tenía noticia de que les faltase ayuda en el Tribunal. Y tampoco puedo dejarlo todo sin más y trasladarme a La Haya, si es a eso a lo que se refiere. ¿De qué habla exactamente?

– No tendría que trabajar en La Haya. Volvería a Bosnia. Sólo por unas semanas, a lo sumo. Luego, más adelante, para siempre. Si así lo desea -Pine miró hacia Jasmina, que seguía en la cocina-. Tendría mucho tiempo para pensárselo, desde luego. Y le ayudaríamos a instalarse de nuevo. A encontrar vivienda. Y además un trabajo normal, haciendo lo que hacía antes. Investigaciones. En una jurisdicción que se alegraría de verdad de contar con usted.

– Pero sin trabajar para el Tribunal. Esa parte sólo sería temporal, ha dicho usted.

– Sí. Sólo en este caso en concreto.

Vlado se preguntó qué jurisdicción policial de Bosnia se alegraría de contar con sus servicios; dudaba de que ese lugar existiera. Pine exhibió una pequeña sonrisa, como si compartiera un chiste interno sobre la forma en que Vlado había dejado las cosas en Sarajevo. No se oía ningún ruido en la cocina, pero Vlado percibía la presencia de Jasmina escuchando al otro lado de la puerta. Tendría la boca cerrada con firmeza y los puños apretados, y se preguntaría qué estaría a punto de sucederle al pequeño mundo que se habían forjado en Berlín, que a fin de cuentas era bastante cómodo. Y también bastante seguro. Si iba a haber un problema para aceptar aquella misión, sería Jasmina. Como muchas mujeres bosnias dispersas por Europa a causa de la guerra, había florecido de alguna manera en el suelo yermo del abandono, echando raíces poco profundas pero resistentes en una tierra inhóspita. Vlado había visto aquello en muchas familias, las mujeres adquirían confianza mientras los hombres, de pronto a la deriva, deambulaban y bebían, deslizándose hacia la melancolía y el sueño de regresar a su país.

– Tal vez no tengamos demasiados deseos de regresar -dijo Vlado pensando en ella-. Y tal vez sea mejor que me cuente algo más de ese trabajo concreto.

Jasmina se había acercado a la puerta de la cocina, con una expresión que hacía saber a Pine que no deseaba volver a su país. Vlado, sin embargo, se había transformado. El hombre decaído de diez minutos antes escuchaba ávido en el borde de su silla.

– Por supuesto tendría libertad para quedarse aquí, una vez realizado el trabajo -agregó Pine, quizás actuando para el público de la cocina-. Los alemanes nos lo han asegurado. Y de un modo o de otro sería bien compensado. Si aceptase la misión.

Vlado exhaló una nube de humo hacia el techo. Había intentado pensar lo menos posible en su línea de trabajo de los últimos años. Quemar los puentes y casi dejarse matar puede tener esas consecuencias. Pero no era difícil recordar la excitación de ensamblar una investigación, de eliminar las envolturas hasta encontrar el premio en el centro; a veces no encontrar nada de nada. Conjeturar y discutir con los compañeros mientras se avanzaba, como un científico que espera a que el humo se disipe en la probeta. Aquella clase de asuntos parecía estar muy lejos de allí, en otra tierra lejana con sus propias colinas y valles, y más o menos había abandonado toda esperanza de regresar.

Suspiró. Si su vida estaba a punto de dar un giro, confiaba en tener la energía necesaria para ello. Recordó su sensación de premonición aquel mismo día, en el búnker. Cruzas el umbral de una puerta que conduce a 1945 y vas a dar a un salón donde un americano alto llega ofreciendo regalos, ofreciendo acompañarte hasta otra puerta que da a un lugar que no ves desde hace años.

– Hábleme de esa misión.

Pine recorrió la habitación con una mirada incómoda.

– Me temo que su esposa tendrá que marcharse antes. Parte de lo que le voy a decir debe quedar entre usted y yo. Al menos por ahora.

– Está bien -dijo Jasmina en tono enérgico, pasando ante ellos con una sonrisa forzada-. Iré a leer a Sonja.

Esperaron hasta que oyeron cerrarse con fuerza la puerta de la habitación de la niña. Sonja, que estaba escuchando a escondidas desde el pasillo, se quejó ruidosamente de la injusticia de la situación. Vlado y Pine se miraron, con un clima de conspiración en el aire, inclinados hacia delante, con los antebrazos apoyados en las rodillas.

– Hay un sospechoso al que queremos atraer -dijo Pine, casi con un susurro-. Queremos hacerlo desde hace tiempo. Un general serbio, Andric. ¿Lo conoce?

– Sí. Por la matanza de Srebrenica. Su nombre se oye por aquí de vez en cuando. Sucede con todos sus nombres, si se habla con las viudas. Y lo único que se conseguirá yendo tras él será que haya más viudas. Tiene protección. Sería un suicidio.

– Por eso vamos a dejar que sea el ejército francés el que se encargue de ello. Está en su sector y han prometido ocuparse del asunto. Él será su primera detención, pero al menos comenzarán a lo grande, al cabo de dos años de dejarle tomar café delante de sus narices.

– Atrapar a Andric sería todo un éxito.

– No será fácil. Sobre todo porque a los franceses les gusta pensar que Belgrado sigue teniendo debilidad por ellos. El momento también es delicado. Es un mal momento para ir a pinchar a los serbios cuando Kosovo está a punto de saltar por los aires en la puerta de al lado. Pero ahí es donde entramos nosotros. Damos el premio de consolación. Un sospechoso del otro bando, un croata del sector estadounidense, para ayudar a equilibrar un poco la balanza. Extraoficialmente, por supuesto. De esa manera los serbios no se sentirán tan señalados, lo que contribuirá a que los franceses sigan sintiéndose felices, hablando en términos diplomáticos. Y si los franceses continúan felices, tal vez más adelante persigan a más sospechosos. Nuestra parte del trato parece mucho más fácil que la suya, porque nuestro hombre está fuera de circulación desde hace cincuenta años.

Vlado sabía lo que aquello significaba.

– ¿Un sospechoso de la segunda guerra mundial?

– Sí. De Jasenovac. ¿Ha oído hablar de eso?

– Yo diría que sí.

Era como preguntarle a un alemán si había oído hablar de Auschwitz. En los Balcanes, Jasenovac era la mancha más oscura de la segunda guerra mundial, tal vez de cualquier guerra. Era un campo de concentración donde, según el libro de historia que se consulte, murieron entre 200.000 y 600.000 personas, judíos, gitanos y musulmanes, además de algunos miles de disidentes políticos y otros de variada condición incluidos en la lista de «indeseables» de Hitler. Pero la gran mayoría de las víctimas fueron serbios, que no murieron a manos de los alemanes sino de su colaborador local, la ultranacionalista Ustashi, una facción de croatas gobernados por el dictador títere Ante Pavelic. Todo lo cual explicaba por qué la cifra de víctimas seguía siendo objeto de debate. En aquella guerra, los croatas fueron los villanos del momento. En la última, los serbios eran los que tenían las manos más manchadas de sangre. Y en ambos conflictos, acerbas discusiones étnicas adoptaron a veces la forma de debate erudito sobre las cifras de víctimas y los grados de crueldad. Dependiendo del punto de vista étnico de cada cual, Jasenovac era la gran mancha de culpabilidad croata o la mentira ampulosa de la propaganda serbia. El mundo exterior se había decidido en gran medida por la primera versión.

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