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Dan Fesperman: El barco de los grandes pesares

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Dan Fesperman El barco de los grandes pesares

El barco de los grandes pesares: краткое содержание, описание и аннотация

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Vlado Petric, un ex policía en el Sarajevo desgarrado por la guerra, tiene que dejar su tierra para reunirse con su esposa y su hija en Alemania, donde se gana modestamente el sustento como trabajador de la construcción en las obras del nuevo Berlín. Una tarde, al volver a casa después de la jornada laboral, un enigmático investigador estadounidense le está esperando en el pequeño apartamento familiar. El investigador, Calvin Pine, enviado por el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra en la ex Yugoslavia, solicita a Petric que viaje a La Haya. Petric acepta sin titubear cuando Pine le dice que están siguiendo a un pez gordo: uno de los hombres a los que consideran responsables de la terrible matanza de Srebrenica. Lo que Petric no sabe es que lo están utilizando como cebo para descubrir a un asesino de la generación anterior, un hombre cuyas actividades en la Segunda Guerra Mundial hacen que los asesinos de ésta parezcan aficionados.

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La multitud se tranquilizó al cabo de más o menos un minuto, los hombres se empujaban, sentados o en cuclillas en el suelo manchado de aceite, agotados después de cinco días bajo el calor. Los rostros quemados por el sol se volvieron hacia él como si se dispusiera a pronunciar un discurso, y él miró a algunos a los ojos, y vio hijos y padres, con las manos ásperas de los labradores y los empacadores de heno, la gordura de los tenderos. Muchachos que necesitaban una regañina y mano firme.

Titubeó un instante, y Popovic debió de notarlo, porque enseguida apareció a su lado, con el arma lista. El coronel Popovic, eso era, aunque Dios sabe de dónde venía la graduación. Las profundas cicatrices de acné y la voz ronca. Dos días antes el general lo había visto en una aldea en llamas con una columna de hombres que reían, con los brazos cargados de equipos estereofónicos, aparatos de televisión, botellas de whisky. Algunos trasportaban sacos repletos a la espalda, como Papá Noel, con las mejillas cubiertas por el incesante polvo.

– Si nos los cargamos ahora, señor, nunca más tendremos que combatir contra ellos -exhortó Popovic-. Acabemos de una vez, señor.

Al general le entraron ganas de reírse de todos aquellos «señor», como si de pronto Popovic se considerase un soldado de verdad y ésa fuera su forma habitual de combatir. Por un momento, la insolencia de aquel hombre fue más desagradable que pensar en la muchedumbre que esperaba a sus pies. Pero las órdenes eran claras, así que asintió con la cabeza sin volverse, sin dar a Popovic la satisfacción del reconocimiento verbal.

Los hombres que estaban debajo debían de estar esperando una señal, porque comenzaron a ponerse de pie, con los ojos en blanco, presas del pánico. Los padres agarraron a sus hijos, y los gemidos se reanudaron. Los hombres más jóvenes empujaron, sin poder ir a ninguna parte en el tumulto de cuerpos. Entonces un oficial, quizá Popovic, dio una voz, y los disparos comenzaron, cercanos y rápidos, sin que las balas tuvieran otro destino que la carne y las ropas sucias, los alaridos y el estrépito de toda aquella muerte encerrada bajo el techo de metal. La mayoría de los recuerdos del general acerca de aquel momento se habían desdibujado. Lo único que no había perdido su intensidad era la imagen de un rostro, el de un granjero o un peón que se destacó de la multitud durante una fracción de segundo, con la boca abierta como si le costara respirar, después inundada de sangre, la barbilla cubierta de rojo, una boqueada de dolor angustiado. Todo lo demás era confuso, un miasma de sonido y fetidez. Pero el recuerdo del polvo perduraba, y su sabor seguía allí cada mañana con la misma claridad que si se hubiera tragado una cucharada cada noche antes de acostarse.

El general se agachó debajo del grifo para beber de nuevo. Volvió a mirar su reloj: las 5:08. La sincronización era importante. No debía retrasarse, desde luego. Eso sería el fin. Pero actuar demasiado pronto también podía ser fatal. Se acercó a la ventana alta, la que siempre dejaba abierta sin importarle la estación, cualquier cosa con tal de librarse del olor a hormigón húmedo de una prisión. Comenzaba a clarear, la luna brillaba entre los altos y esbeltos pinos como un reflector. Lo único que se movía era una vaca, desplomada contra una sombría mancha de maleza. Incluso los centinelas estaban en silencio, el habitual murmullo de su conversación se había acallado para variar, aunque podía oler el humo de los cigarrillos, podía oír el chirrido de un encendedor.

Contempló las estrellas, buscando augurios en la profundidad del cielo. No salía luz de ninguna casa del valle, pero notó su presencia, los tejados rojos que ascendían por la suave ladera como un sendero embaldosado. Inhaló profundamente, oliendo a tierra removida, el penetrante y resinoso aroma de los pinos.

En momentos como aquéllos, al general le resultaba fácil imaginar que las colinas estaban encantadas, un lugar donde simples agricultores y campesinos mudaban de piel por la noche para convertirse en ogros y caballeros, que se internaban ente los árboles para competir en justas y dar estocadas en secreto, y escribían nuevos capítulos del saber prohibido. En aquellos campos y bosques había tesoros para quienes supieran dónde buscar: viejos fardos envueltos en hule, aletargados bajo las coles y las calabazas, o acaso ocultos en la oscuridad de los establos. Había tantas cosas enterradas, no sólo en su valle sino en todos, conspiraciones y secretos hasta más allá de donde alcanzaba la memoria. Si se esperaba el tiempo suficiente, quizá, la luna lo pondría todo al descubierto, fundiendo la cubierta como si fuera nieve, al menos hasta que llegara la mañana, cuando todo volvería a quedar oculto bajo la blanca luz del amanecer.

Pero un soldado podía envejecer y morir mientras esperaba que la luz de la luna le hiciera el trabajo. Y los viejos soldados no morían, caviló, ni se esfumaban sin más, como había proclamado aquel arrogante americano en célebres palabras. Sólo se volvían lentos y gordos mientras esperaban el juicio de la historia, escuchando a solas la llamada del veredicto en las puertas de su búnker.

Él no, pensó el general, tan seguro de sí mismo como siempre. Él no.

I

NOVIEMBRE DE 1998

En medio del barro del centro de Berlín era imposible saber lo que se podía encontrar. La semana anterior había sido una bomba estadounidense, tan larga y gorda como una bratwurst gigante. Un pobre hombre de Polonia la golpeó con una pala y el artefacto estalló. Otras cinco víctimas mortales que añadir a la lista de bajas de la segunda guerra mundial, cortesía de un B-17 que había dejado de volar hacía medio siglo.

Estaba también el cadáver, o más bien el esqueleto, que se elevó desde el suelo en los dientes amarillos de una excavadora mecánica. Probablemente nadie famoso. Sólo un ruso de 1945 que no volvió a casa, a juzgar por los botones, las botas y el casco herrumbroso. Dos hombres eficientes vestidos con americana y corbata se lo llevaron en una bolsa de plástico negra.

El alambre de espino también aparecía en aquel paisaje de arqueología accidental, pero era de una cosecha más reciente, abandonada por los alemanes del este junto a su largo y formidable Muro. Y a veces, cuando caminaba con dificultad entre el lodo, Vlado Petric cavilaba sobre todos los perros pastores alemanes que habían patrullado aquella estrecha franja de tierra, día tras día, año tras año. Mucha de la mierda que dejaron se mezcló con el fango, suponía, y por todas aquellas razones pasaba diez minutos al final de cada jornada de trabajo limpiándose las suelas con relieve de sus botas con un destornillador, desprendiendo el barro. Era el sedimento más rico de los sufrimientos del siglo xx que el mundo podía ofrecer, y no sentía el menor deseo de llevárselo a casa. Ya había llevado bastante hasta su puerta, casi cinco años antes, al ser uno de los cientos de miles de bosnios que habían escapado de su propia guerra en busca de un lugar más tranquilo en la otra punta del decadente parque temático de la historia de Europa.

Así que cuando Vlado y Tomas Petrowski se subieron a las excavadoras el lunes por la mañana para excavar en la mugre de Potsdamer Platz, sabían que siempre existía la posibilidad de desenterrar algún fragmento de historia, aunque eran obreros de la construcción, no arqueólogos. En realidad, eran los más simples esclavos, dos entre miles en un paisaje que se anunciaba como la obra de construcción más grande del mundo. Desde que Albert Speer desenrollara sus planos para Hitler, Berlín no había sido testigo de semejante alarde arquitectónico, y los turistas que no tenían nada mejor que hacer podían pagar unos marcos para subir las escaleras de un edificio rojo construido sobre pilotes en el corazón de todo aquello. En el interior podían verse fotografías, mapas y gráficos. Pero la verdadera atracción estaba allá, desafiando a los elementos, en lo alto de una montaña rusa de peldaños de metal ondulado. Era una plataforma de observación elevada en la que, bajo el viento y la lluvia, el espectador podía contemplar cómo la ciudad se transformaba de cabo a rabo. Era como si una nave espacial alienígena hubiera arrancado de raíz un fragmento de una torre de Dallas y lo hubiera dejado caer en el vientre de la vieja Europa.

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