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Dan Fesperman: El barco de los grandes pesares

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Dan Fesperman El barco de los grandes pesares

El barco de los grandes pesares: краткое содержание, описание и аннотация

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Vlado Petric, un ex policía en el Sarajevo desgarrado por la guerra, tiene que dejar su tierra para reunirse con su esposa y su hija en Alemania, donde se gana modestamente el sustento como trabajador de la construcción en las obras del nuevo Berlín. Una tarde, al volver a casa después de la jornada laboral, un enigmático investigador estadounidense le está esperando en el pequeño apartamento familiar. El investigador, Calvin Pine, enviado por el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra en la ex Yugoslavia, solicita a Petric que viaje a La Haya. Petric acepta sin titubear cuando Pine le dice que están siguiendo a un pez gordo: uno de los hombres a los que consideran responsables de la terrible matanza de Srebrenica. Lo que Petric no sabe es que lo están utilizando como cebo para descubrir a un asesino de la generación anterior, un hombre cuyas actividades en la Segunda Guerra Mundial hacen que los asesinos de ésta parezcan aficionados.

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Una voz le hizo dar un salto, pero venía de la entrada, no del pasado. Una columna de hombres parloteando se acercaba a la puerta que se abría al final de la pendiente de la zanja embarrada, y volvió sobre sus pasos hasta la entrada del búnker justo a tiempo de ver a un capataz con casco metiéndose por la abertura, con aspecto apresurado y turbado, que hablaba deprisa en alemán y cuya voz sonaba más hueca a medida que entraba. Lo acompañaba un hombre alto y medio calvo, vestido con traje, calzado con mocasines italianos cubiertos de barro. Tomas venía detrás, con aspecto de haber recibido una reprimenda, sin decir nada. El segundo hombre desenrolló un plano bajo el haz de luz de la linterna del capataz, mientras el aliento de todos se convertía en vaho en el aire antiguo. El hombre no necesitó más que un vistazo para encontrar lo que buscaba. Pasó el dedo por una esquina de la parte superior del plano mientras negaba lentamente con la cabeza, como si todos le hubieran decepcionado.

– Ja -dijo el encargado de la construcción-. Hier -y de sus expresiones Vlado dedujo que se trataba de un lugar conocido.

– Der Fahrerbunker -dijo entre dientes el hombre del traje.

– ¿Führerbunker ? -preguntó el capataz, con las cejas levantadas en gesto de pánico. Parecía a punto de huir.

– ¡ Nein, du blöder Idiot ! Fahrer .

En otras palabras, de los conductores. Los chóferes. Aquél había sido el hogar de los hombres de las SS que trasladaban en coche a los generales y a los jefes del estado mayor. Pero cuando no quedaba nadie a quien llevar entre los escombros de la primavera de 1945, la mayoría se quedó allí, esperando el final. Vlado había oído hablar de aquel lugar. Lo habían desenterrado unos años antes y lo habían vuelto a precintar, por si acaso se convertía en un santuario para los neonazis. No era la clase de atracción turística que los berlineses deseaban en el corazón del nuevo Berlín.

– Enterradlo -ordenó el hombre en alemán, mientras enrollaba su plano con un ademán despectivo-. Y la próxima vez -añadió, mirando a Vlado-, venid a decírmelo antes de llegar tan lejos. Ya conocíamos este lugar. No era necesario todo esto.

Volvieron lentamente a la superficie en fila de a uno, Vlado de mala gana. Habría querido quedarse un poco más, no sólo para husmear entre los vestigios sino para captar el clima, la atmósfera. Esas lecturas parecían importantes cuando se habían pasado recientemente dos años de asedio, con la muerte cayendo del cielo como pavesas de una chimenea. Él y sus vecinos lo habían superado de un modo u otro, subsistiendo con las dádivas de pan y alubias del mundo, dos inviernos sin calefacción, dos años sin electricidad ni agua corriente ni cristales para las ventanas, sin café para el desayuno, sal para la comida, jabón para el baño, velas para la oscuridad. Dos años sin que la esposa y la hija le hicieran compañía. Y allí abajo en el búnker le había parecido estar de pronto muy cerca otra vez de las sensaciones de aquellas noches de soledad, el estado de ánimo de una ciudad donde incluso un funeral se convertía en una invitación a los disparos de unos francotiradores que en otros tiempos podían haberte llamado por tu nombre.

Haber sobrevivido a aquello le capacitaba como una suerte de experto en desastres provocados por el hombre, pensó, y qué mejor lugar para hacer lecturas comparativas que aquel húmedo escondrijo. Comprobar la presión barométrica, la humedad relativa. Recoger las motas de polvo. ¿Cómo era posible meter aquel aire en los pulmones y no ser cambiado ni siquiera un poco? ¿Quién sabía adónde podía llevar aquello?

O tal vez aquello era sólo la ilusión de un hombre que, a pesar de su alegría y alivio al escapar de una guerra y reunirse con su familia, suspiraba por volver a casa, o, como mínimo, suspiraba por un cambio. Cuatro años, diez meses y lo que le faltaba en aquel país de horizontes planos, haciendo trabajos que lo entumecían hasta los huesos. Las montañas de su tierra habían comenzado a parecer algo sacado de un viejo atlas cubierto de polvo, un cuento de hadas de un lugar con todos sus incomprensibles problemas adheridos a los pliegues de las colinas.

Pero cuando el capataz se marchó, Vlado tuvo la vertiginosa sensación de que quizás el cambio estaba por fin en marcha, de que un día tan distinto ya de los demás no haría sino volverse aún más distinto.

Al cabo de una hora habían vuelto a nivelar el barro para dejar una pulcra superficie plana encima del búnker. Otros obreros vertieron después una capa de hormigón nuevo, los cimientos de otra torre de apartamentos. Vlado y Tomas observaron guardando un escarmentado silencio mientras comían con retraso sus sándwiches, marcando el emplazamiento con otros puntos de referencia, trazando el mapa en su cabeza para la posteridad. No importaba lo que se construyera allí, siempre sabrían lo que había debajo, como una célula aletargada de una plaga en otros tiempos virulenta.

Así terminan las ruinas de la guerra, reflexionó Vlado mientras miraba el hormigón húmedo, y se preguntó si su casa en Sarajevo habría sido derribada ya y reconstruida en su ausencia. O su café preferido. La casa donde había crecido. ¿Y su oficina? Eso estaría bien, teniendo en cuenta que tanta gente en ella lo había traicionado en última instancia. Después pensó en sus amigos, algunos de ellos muertos, y en una mujer a la que sólo había tratado durante un breve periodo, pero a la que creía conocer bastante bien. Y cuando se sentó en un bordillo para limpiarse las botas en el anochecer que se acercaba, puso un cuidado especial en quitar el barro de ese día. Luego se sacudió las manos y caminó un kilómetro hasta el largo andén de piedra de la estación de U-Bahn de Unter den Linden. Subió a un tembloroso tren de cercanías para hacer un trayecto de cuarenta minutos en dirección a la periferia oriental de la ciudad, hasta un lugar donde, si se seguía andando, las llanuras llevarían directamente a los bosques de Rusia.

Cuando llegó a su parada había oscurecido, y tardó veinte minutos a paso ligero en llegar a una torre de apartamentos alta y gris donde tomó el ascensor hasta el piso undécimo. Al abrir la puerta al final del pasillo se encontró a un americano vestido con traje que le esperaba en el sofá del salón.

2

– Lleva más de una hora aquí -susurró Jasmina en cuanto Vlado cerró la puerta tras él-. He hecho café dos veces. Se me han acabado los temas de conversación hace veinte minutos.

Tenía la cara arrebolada y se limpiaba las manos con un paño de cocina. La hija de ambos, Sonja, no estaba a la vista. En el extremo opuesto del salón estaba el visitante americano sentado en el sofá, que dejó una revista alemana y miró expectante hacia donde ellos estaban.

– ¿Ha dicho qué quería? -susurró Vlado-. ¿Y de parte de quién viene?

– Nada más que trivialidades. La familia, el trabajo y el asqueroso tiempo alemán. Ha dicho que es una visita de negocios y no ha pasado de ahí.

El traje gris de aquel hombre olía a funcionario, pero era lo único. El visitante todo codos y rodillas, se doblaba sobre sí mismo como una caja de sorpresas, y tras un examen más minucioso ni siquiera su uniforme era lo que parecía. El traje tenía arrugas, los zapatos raspaduras y el nudo de la corbata estaba hecho con la habilidad chapucera del novio que llega tarde a la boda. Su rostro era imperturbable, probablemente tal como era su intención. Pero los ojos lo delataban, eran de un color castaño expresivo y brillante, vivos y escrutadores. De haber tenido cola, la estaría meneando, y Vlado se preguntó por qué. ¿Y por qué un americano? Hacía mucho tiempo que las autoridades, tanto nacionales como internacionales, habían perdido todo interés por Vlado tras su imprevista llegada hacía casi cinco años. Había aparecido sin previo aviso en una base militar estadounidense de Frankfurt en un avión de carga procedente de Sarajevo, saliendo de una caja de madera como el paquete mal cargado que era. En su calidad de agente de policía que había logrado salir clandestinamente de una zona de guerra sellada llevando consigo un rimero de documentos comprometedores, causó cierta sensación al principio. No de las que eran noticia de primera plana; en realidad, todo lo contrario, pues las consecuencias de su trabajo habían resultado embarazosas para más de un organismo internacional. Vlado había atraído a varios hombres de gris de kilómetros a la redonda, inquietos por saber qué secretos podían haberse escapado, a quién se podía haber puesto en una situación comprometida, quién podía necesitar que le reconstruyeran la credibilidad.

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