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Dan Fesperman: El barco de los grandes pesares

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Dan Fesperman El barco de los grandes pesares

El barco de los grandes pesares: краткое содержание, описание и аннотация

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Vlado Petric, un ex policía en el Sarajevo desgarrado por la guerra, tiene que dejar su tierra para reunirse con su esposa y su hija en Alemania, donde se gana modestamente el sustento como trabajador de la construcción en las obras del nuevo Berlín. Una tarde, al volver a casa después de la jornada laboral, un enigmático investigador estadounidense le está esperando en el pequeño apartamento familiar. El investigador, Calvin Pine, enviado por el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra en la ex Yugoslavia, solicita a Petric que viaje a La Haya. Petric acepta sin titubear cuando Pine le dice que están siguiendo a un pez gordo: uno de los hombres a los que consideran responsables de la terrible matanza de Srebrenica. Lo que Petric no sabe es que lo están utilizando como cebo para descubrir a un asesino de la generación anterior, un hombre cuyas actividades en la Segunda Guerra Mundial hacen que los asesinos de ésta parezcan aficionados.

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Más o menos todo el mundo quería escuchar la historia que había sacado a la luz, un relato de robos, contrabando, asesinatos y corrupción que habría resultado imposible de creer de no haber sido por el paquete de pruebas que guardaba en su cartera.

Había informado a todo aquel que parecía ser alguien en aquella parte del mundo, la ONU, la OTAN, el Consejo de Europa, la Interpol y la mitad de las embajadas acreditadas en Alemania. El protocolo exigió que los alemanes fueran los primeros. Después le tocó el turno a un equipo de relevos formado por norteamericanos y franceses, que discutían en voz alta quién tenía prioridad. A continuación llegaron los británicos, los más educados pero de alguna manera los más aterradores, con los modales fríos y cortantes de los verdugos. El desfile parecía no tener fin, y todos hablaban el cuidadoso idioma del control de daños.

Algunos hacían su papel en tono amistoso, ofreciendo cigarrillos y contando chistes. Un estadounidense bajo y jovial habló del baloncesto yugoslavo durante un rato, soltando la mitad de sus preguntas con risitas fuera de lugar, atacando cada vez que llegaba a un punto clave. Vlado, que sabía un par de cosas acerca de los interrogatorios, pensó que tal vez aquel hombre estuviera orgulloso de su estilo. Los que no eran buenos en ese cometido solían estarlo.

Los franceses y los alemanes eran glaciales y persistentes, parecían fruncir el ceño ante cada palabra que decía. Un vehemente alemán que fumaba como un carretero, llamado Rolf, no hacía más que preguntarle por otro alemán llamado Karl, que, a juzgar por la línea de interrogatorio, debía de ser un contrabandista de cierto éxito en los Balcanes. Cuando afirmó no conocer a Karl, Rolf se limitó a arquear las cejas, exhibir una sonrisita y dejar escapar lentamente el humo de su cigarrillo.

Aquello duró cuatro días, horas y horas en una pequeña habitación sin ventanas bajo el frío resplandor de un tubo fluorescente. Por la mañana le llevaban un café tibio en jarritas desportilladas que dejaban círculos pringosos en la formica blanca. Los almuerzos fríos llegaban en un tembloroso carrito. Después más preguntas, seguidas de una cena insípida y pasada y una noche de sueño deficiente en una cama con bastidor al fondo del pasillo. Al otro lado de la puerta, un guardia pasaba las páginas de los periódicos durante toda la noche mientras Vlado dormía inquieto, atrapado en sueños de largas caminatas entre multitudes voraces, y se despertaba agotado y sudoroso, con el sonido de los golpes que alguien daba en un radiador antes de que todo volviera a empezar. Sólo podía suponer cuáles habían sido las secuelas en Sarajevo; menos burócratas de los que preocuparse, quizá, pero probablemente poco más.

Al final, los alemanes lo consideraron no apto para la repatriación; demasiados enemigos en ambos bandos, especialmente en medio de una guerra, cuando a cualquiera le habría resultado demasiado fácil matarlo. Además, tenía una familia que ya vivía en Berlín. Llevaban allí dos años; de hecho, una esposa y una hija, que habían sido evacuadas en el primer mes de la guerra. Así que las autoridades realizaron el fácil y humanitario acto de dejarle que se quedara, y lo despacharon con viento fresco a Berlín con un billete de tren, un visado de residencia y un permiso de trabajo. Más tarde, cuando los alemanes comenzaron a mandar a casa a todos los refugiados bosnios que podían encontrar, descubriría hasta qué punto eran raros y valiosos aquellos documentos.

Pero a pesar del cuidado que pusieron en el papeleo, las autoridades nunca se molestaron en informar a su familia de que estaba en camino, ni siquiera de que había escapado. Por lo que Jasmina y Sonja sabían, él seguía en su apartamento asediado, esperando el momento oportuno para hacer su siguiente llamada telefónica mensual a Berlín, seguía haciendo frente a las bombas y a las balas. Por eso, cuando se presentó en la puerta del undécimo piso, al bajarse del tren, Vlado desencadenó una especie de conmoción, que contribuyó a algún que otro momento incómodo.

Desde entonces las autoridades internacionales se habían olvidado de él. No había recibido una sola visita, carta o llamada telefónica, ni para darle las gracias ni para comunicarle lo que había sucedido a causa de su intervención. Era como si se hubiera caído en uno de aquellos agujeros de la Potsdamer Platz.

Hasta ahora.

El americano levantó la vista del ejemplar de Der Spiegel y se dispuso a hablar.

– ¿Herr Petric? -dijo.

– Vlado Petric. Sí. Y, por favor, hábleme en inglés. Me falta un poco de práctica, pero me defiendo mejor que en alemán, señor…

– Pine. Calvin Pine.

Pine se levantó, alto y huesudo; a Vlado le recordó las grandes grúas de construcción que se cernían sobre su cabeza en el trabajo, como mantis religiosas en busca de alimento. Como buen americano, Pine sonrió y le tendió la mano para darle un fuerte apretón. Los únicos que sonreían más en aquella parte del mundo eran los turistas japoneses. Pero la sonrisa tenía algo de travesura en las comisuras de los labios, un algo infantil que hacía difícil sentirse utilizado. Su cabello castaño claro era tan hirsuto como la paja de una escoba, con varios sectores rebeldes. Y cuando hablaba, al menos no alzaba la voz, a diferencia de los ruidosos americanos a los que se veía bajar alborotando por Unter der Linden con ropas llamativas y zapatillas de deporte, filmando con su cámaras de vídeo todo lo que se movía, renegando de los tipos de cambio y de lo que acababan de pagar por el almuerzo.

A Vlado le habría gustado tener tiempo para asearse, le habría gustado haberse afeitado aquella mañana, le habría gustado no haber salido poco antes de un enorme y embarrado agujero en el suelo. Se preguntó qué impresión debía estar causando.

– ¿Es usted de la embajada? -preguntó.

– En realidad, no. De La Haya. Del Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra. Soy investigador.

La curiosidad de Vlado se convirtió en preocupación. Sólo conocía un asunto, un nombre, que pudiera llevar al Tribunal hasta su puerta, y no tenía nada que ver con su trabajo en Sarajevo, donde los delincuentes con los que había tratado eran contrabandistas y estraperlistas, asesinos corrientes que sólo pensaban en el dinero, no en la matanza étnica. Lo único que sabía acerca del Tribunal lo había aprendido de un bosnio en Berlín, alguien cuyo nombre no deseaba pronunciar precisamente en ese momento, alguien, le pareció entonces, que le había metido en graves problemas. Si era por eso por lo que Pine había venido, aquella noche sería muy desagradable, tanto para Jasmina como para él.

– ¿Por qué necesita hablar conmigo? -preguntó Vlado, sabiendo que sus palabras debían de parecer ya las de un sospechoso.

Era probable que también su aspecto lo fuera, mientras alcanzaba los cigarrillos sin dejar de mirarse los pies.

Pine pareció notar el cambio. Vaciló.

– Porque necesitamos su ayuda. Tenemos un trabajo que pensamos que podría interesarle.

Aquella respuesta fue una agradable sorpresa. Vlado miró hacia Jasmina, como si pudiera ofrecerle una pista de qué pasaría después, pero ella se limitó a encogerse de hombros.

– Haré más café -dijo-. Vlado, ¿por qué no dices a nuestro invitado que se siente? Lleváis cinco minutos de pie. Parecéis pistoleros del Oeste americano.

Vlado tradujo la observación de Jasmina a Pine, que sonrió y se plegó de nuevo en el sofá. Tenía el estilo americano de la afabilidad informal, la habilidad especial del vendedor para las bromas, para meterse en el entorno. Mientras se sentaban, Vlado vio a Sonja asomar por un rincón.

– Ésta es mi hija, señor Pine. Sonja, a la que ni siquiera he saludado.

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