Recojo mi bolsa de viaje, la acomodo en mi hombro derecho y me preparo para recrear mi personaje de Vincent el Velocirraptor Errante, cuyas posesiones terrenales lleva en un hatillo mientras recorre las calles de Nueva York.
– Tiene razón, debería ponerme en marcha -digo-. Tal vez podamos volver a hablar en otro momento.
– Tal vez sea lo mejor.
– Estoy en el Plaza si me necesita. -Hace tres horas que venció el plazo para registrarse como recién llegado. Tai vez si me dedico a vagar por las calles podré registrarme a primera hora de la mañana y me evitaré tener que pagar una noche extra.
Pero ella ya no está para sutilezas, y lamento la pérdida, aunque sólo sea temporal, de una gran conversadora.
– Lo acompañaré hasta la puerta -dice, pero no hace ningún esfuerzo por moverse.
– No se moleste, puedo hacerlo solo.
Abro la puerta; no hay nadie a la vista. Quienquiera que haya entregado la carta, probablemente un mensajero en bicicleta que ignoraba su contenido, ha desaparecido.
– Buenas noches -dice Sarah, y una parte de su cerebro regresa a su dueña para desempeñar las funciones propias de la cortesía.
– Buenas noches. Tal vez vuelva a visitaría mañana.
– Sí -dice ella, y su boca está nuevamente con el piloto automático-. Mañana.
La puerta se cierra y vuelvo a encontrarme en el pasillo oscuro, donde me asalta el olor rancio a cerveza, y todo eso.
Necesito llamar a Glenda y necesito una buena dosis de albahaca. Pero siento un cosquilleo en el estómago que se está convirtiendo en una corazonada, y si hay algo que Ernie me enseñó es a tratar todos los cosquilleos como corazonadas, y todas las corazonadas como un hecho.
Signifique lo que signifique esa carta, sea lo que sea lo que haya en el interior, merecía una reacción, y ha tenido una. Ahora esa reacción merece una acción adecuada.
Si mis instintos no me engañan -una jugada muy arriesgada en estos días, pero el instinto es lo único que me queda-, no pasarán más de cinco minutos antes de que la señorita Sarah Archer abandone precipitadamente su camerino, recorra el pasillo, atraviese la puerta de entrada de artistas y se pierda en la noche.
Y yo estaré pisándole los talones.
Si es que puedo encontrar un taxi.
Ernie era así: un reloj suizo con seis engranajes en no muy buen estado. No podías detener a ese tío; siempre tenía una respuesta para todo. Le decías: «No podemos hacer ese trabajo de vigilancia, el coche está muerto.» Él respondía: «Haremos un puente para ponerlo en marcha.» Entonces tú le decías: «La batería de repuesto también está descargada.» Él respondía: «Compraremos una.» Ahora ya sabes que estás metido en el juego con Ernie, y no se trata del juego de las sutilezas y las ocurrencias; es un concurso de preguntas y respuestas, y las apuestas son cada vez más altas. Una vez que has comenzado, lo único que puedes hacer es terminarlo, aun cuando sabes perfectamente que perderás. «No tenemos dinero para comprar una batería», le decías, y él replicaba: «Tomaremos una prestada en una tienda.» Y cuando terminabas el trabajo, habías robado un coche, habías cumplido con la vigilancia durante toda la noche, habías dejado a la policía local con tres palmos de narices y habías devuelto el coche a su aparcamiento original, habitualmente con el depósito lleno de gasolina. Ernie, por lo menos, era considerado.
Formábamos un gran equipo Ernie y yo, y aunque nuestros estilos eran diferentes, nos complementábamos a la perfección como socios. Mientras que Ernie era capaz de seguirle la pista al tío más escurridizo pero tenía la costumbre de enfurecer a los testigos hasta el punto de que se cerraban como almejas, yo prefería el lado más amable de la investigación: conducía tranquilamente a los sospechosos hasta donde quería y los convencía de que confesaran incluso horas antes de que se hubiesen dado cuenta de que habían cometido un error. Ernie se ponía lo primero que encontraba en su atestado armario; yo era un hombre de Brooks Brothers. Yo no usaba colonia; Ernie prácticamente se duchaba con ella, ya que era un carnosaurio y se sentía un poco avergonzado de su olor. Excelente transformista, Ernie era capaz de cambiar su apariencia de dinosaurio a humano, y viceversa, en cuestión de minutos, y en más de una ocasión se sorprendía a sí mismo delante del espejo del baño. Ernie era gordo, yo era delgado; Ernie era un tío sonriente, yo era un tío ceñudo; Ernie era un optimista, yo un pesimista; Ernie era Ernie, y a veces podía llegar a ser un verdadero coñazo. Pero era mi Ernie y era mi socio, y ahora no es nada.
Pero el tío sigue vigilando por encima de mi hombro, todos los días, en cada caso, y no importa cuan incorporadas tenga las prácticas de los investigadores privados, aún llevan ese sello indeleble que dice «Ernie estuvo aquí». Es una lástima que no pueda estar a mi lado, especialmente ahora, cuando estoy perdiendo de vista rápidamente el taxi en el que viaja Sarah Archer.
– Gire a la derecha aquí -le digo al taxista. El tío tiene un penetrante olor a curry.
– ¿Aquí?
El tío está a punto de girar hacia una calle principal, mientras que el taxi de Sarah se ha metido en un callejón oscuro.
– No, no… Un poco más adelante.
– ¿Donde otro taxi va?
– Sí, sí, donde ha girado el otro taxi.
– ¿Usted quiere seguir taxi?
– Por favor.
No había querido saltar al asiento trasero del taxi y decirle al conductor «¡Siga a ese taxi!» debido a mi proverbial resistencia al uso de clichés, de modo que me he visto obligado, durante los últimos ocho kilómetros, a darle direcciones cada dos minutos, como si fuese un plano callejero parlante. Afortunadamente, mi taxista es un oyente excelente, casi exagerado. En dos ocasiones he cometido el error de indicarle calles de dirección prohibida y se ha mostrado demasiado pendiente de mis instrucciones como para prestar atención a detalles insignificantes, como las señales de tráfico. ¡Eh, que ésta no es mi ciudad! ¡Lo hago lo mejor que puedo!
– ¿Dónde estamos? -pregunto.
– ¿Hummm?
– ¿Dónde estamos?
– iSí,sí. ¡Excelente comida!
Aunque el inglés del taxista no es muy bueno, al menos ya ha comprendido que quiero que siga al otro taxi, y a una distancia prudencial. Durante un momento, al menos, puedo apoyarme en el respaldo, relajarme, y…
El taxi se detiene.
– Treinta y tres cincuenta -dice.
Miro con cuidado a través del parabrisas, asegurándome de mantener la cabeza protegida por el respaldo del asiento delantero. A unos cincuenta metros, Sarah baja del taxi y cruza corriendo la calle. Le arrojo un billete de cincuenta pavos al sorprendido conductor, uno de los dos que me quedan, y no me paro a esperar el cambio. Absolutamente impresionado por mi propina, el tío propone llevarme a un lugar que conoce en el centro, donde puedo gastar mi dinero y disfrutar a cambio de una agradable compañía femenina. Declino amablemente su oferta y echo a correr calle abajo.
Sarah es rápida; se desliza a través de las sombras de la calle con sorprendente delicadeza. Comparado con ella, me siento como un burro; cada tropiezo delata una y otra vez mi presencia. En todo momento intento permanecer a unos veinte metros detrás de Sarah; ocasionalmente me oculto tras los contenedores de basura, o corro hacia una esquina para no serviste
Miro a mi alrededor y no puedo encontrar ni el nombre de la calle ni el número. Es como si un confundido Flautista de Hamelín hubiese atravesado el vecindario con sus partituras mezcladas; como si su nueva melodía hubiese convencido no a las ratas, sino a los rótulos de las calles para que abandonasen sus lechos de hormigón y lo siguieran hacia una tierra más feliz y menos invadida de grafitos. Pero hay una cosa que sé: Sarah y yo no somos los únicos que estamos en esta calle, aunque tal vez seamos los únicos que no somos criminales.
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