Eric Garcia - Anonymus Rex

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UNA NUEVA ERA DE DETECTIVES
Aunque casi nadie lo sabe, los dinosaurios simularon su extinción hace sesenta y cinco millones de años y aun vagan por nuestro planeta, vestidos con unos convincentes disfraces de latex con los que se confunden perfecta mente entre los humanos.
Vincent Rubio, detective privado de Los Ángeles, esta pasando un mal momento: se ha quedado sin trabajo, le han confiscado el coche por falta de pago, su socio ha muerto en extrañas circunstancias y, además, su cola no quiere estarse quieta. Y es que Vincent es un dinosaurio, un Velociraptor, para ser exactos.
Cuando le llaman para que investigue un caso claro de incendio provocado en un club nocturno para dinosaurios, Vincent descubre algo mucho mas siniestro que le lleva hasta Nueva York, el escenario de la muerte de su socio y el lugar donde se gesta un peligroso nexo en la inquietante mezcla entre dinosaurios y seres humanos.
¿Ser a capaz Vincent de resolver el misterio de la muerte de su socio? ¿Desvelara una perturbadora cantante rubia su verdadera identidad, poniendo así en peligro la vida de ambos? ¿Podrá superar su adicción a la albahaca o deber a recurrir a Herbívoros Anónimos? ¿Encontrara el amor o tendrá que conformarse con un viejo ejemplar de Estegolibido?

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Las sirenas se vuelven más estridentes. Nadie nos ha visto; estoy seguro de ello. Pero me asombra que alguien en esta degradada parte de la ciudad pueda preocuparse por su prójimo -o a! menos eso creen- hasta el punto de llamar a la policía e informar de los sonidos de un episodio de «Reino salvaje» que se escuchan en un callejón cercano.

Tanto por hacer y tan poco tiempo para hacerlo. La historia de mí vida. No hay manera de eliminar todas las huellas de la escena del combate; eso me llevaría al menos veinte minutos y, según los cálculos más conservadores, tengo aproximadamente cuatro. Tendré que coger el carril rápido entonces, una medida preventiva en el mejor de los casos. Espero que dé resultado.

Me acerco cojeando a mi bolsa de viaje mientras el estallido inicial de adrenalina comienza a disiparse, el tren del dolor de las 12.12 finalmente llega a la estación. Dentro de uno de los compartimentos de la bolsa, oculto debajo de una solapa, escondido dentro de un bolsillo disimulado por una tira de tela, encuentro el pequeño saco que estoy buscando. Cogiéndolo entre mis dientes con la mayor suavidad posible, regreso al lugar donde está el dinosaurio muerto y rodeo su torso con los brazos- Intento moverlo.

Y a punto estoy de provocarme una hernia. Esta cosa es pesada, más pesada aún de lo que sugiere su impresionante tamaño. Las sirenas están cada vez más cerca, y las acompaña el ulular de una ambulancia. Vuelvo a concentrarme en la criatura que yace a mis pies; esta vez apoyo todo mi peso, y el cadáver se mueve un par de centímetros. Tirando con todas mis fuerzas de ese peso muerto, consigo avanzar hacia un contenedor de basura cercano, y cada paso supone un esfuerzo verdaderamente hercúleo.

Es imposible que pueda meter esta cosa en el contenedor, aunque sea la acción correcta. Aun cuando fuese capaz de alzarlo por encima de mi cabeza -algo absolutamente imposible para mi estructura corporal, incluso no estando disfrazado de humano-, las probabilidades indican que la criatura caería sobre mí, me aplastaría y me convertiría en una especie de tortilla de Coyote, con el Correcaminos ya muy lejos. Tal vez si dispusiera de una hora, o de un montacargas, pero no dispongo de tiempo ni de equipo. Oigo el chirriar de los frenos y el golpe de las puertas de los coches patrulla al cerrarse con violencia.

Mi obligación cívica como miembro de nuestra oculta sociedad exige que lleve a cualquier dinosaurio muerto y despojado de su disfraz a una zona segura donde pueda ser recogido por las autoridades competentes; no exige, no obstante, que yo deba morir en el intento. Dentro del contenedor no cabe, pero detrás del contenedor… ¡Aja! Arrastro el cuerpo.

En el mejor de los casos se trata de una medida provisional, ya que la luz del sol iluminará los restos del dinosaurio para cualquiera que se tome la molestia de echar un vistazo al callejón, pero para entonces el equipo de limpieza ya habrá llegado, borrando cualquier prueba de su existencia. Cojo el pequeño saco que llevo entre los dientes y rasgo la capa exterior.

Una fetidez increíble -cadáveres putrefactos, cítricos agusanados- me golpea a quemarropa como con una sartén, y sacudo mi cabeza en el cálido aire de la noche. No me extraña que los equipos de limpieza sean famosos por su capacidad de percibir este hedor desde cuarenta kilómetros de distancia; sin entrenamiento alguno, yo mismo podría olerlo desde unos veinte kilómetros. Contengo el aliento lo mejor que puedo, protejo mis sensibles fosas nasales y dejo caer los gránulos que llevo en el pequeño saco sobre el cadáver de mi adversario inerte.

La carne comienza a disolverse.

Me gustaría quedarme para contemplar cómo mi adversario se disuelve en una hora aproximadamente. Los músculos y los tejidos se evaporarán, perdiéndose en el aire en una nube de vapor; finalmente sólo quedará su esqueleto, apto para ser exhibido en alguno de los museos humanos más importantes. Tal vez podría llegar a descubrir qué diablos es eso que me ha atacado y por qué una cantante de un club nocturno llamada Sarah Archer tiene negocios en una clínica ruinosa, que es cualquier cosa menos una clínica. Pero puedo oír las radios de la policía y la conversación de los agentes, y es hora de que me largue de la escena del crimen. Cubro el cuerpo del dinosaurio con una pila de basura y me aseguro de extenderla a su alrededor para que tenga el mismo aspecto que el resto de los desperdicios que se acumulan naturalmente en el extrarradio de la ciudad.

Recojo las grapas, las fajas y las cremalleras, por no mencionar la bolsa de viaje; pobre equipaje, golpeado y desgarrado, usado y maltratado. Flexiono mis poderosas patas y salto a la parte superior del contenedor; me tambaleo en el borde mientras recupero el equilibrio. Doy otro salto. Esta vez recojo mi cola herida en el movimiento, y alcanzo el terrado de un edificio bajo. Sin tener la más remota idea de dónde me encuentro, e ignorando las señales de la ciudad de Nueva York, me alejo a través de los terrados, sin preocuparme dónde pueda acabar, siempre que sea lejos del campo de batalla.

Dentro de dos minutos la policía irrumpirá en el callejón. Tal vez no descubran los restos de la lucha, aunque son considerables. Tal vez las sombras alcancen a disimular las señales que hemos dejado atrás. Pero las probabilidades indican que descubrirán la sangre y los trozos de órganos, y las probabilidades indican que continuarán investigando.

Pero no encontrarán nada ni a nadie que coincida con esa sangre o esos trozos de órganos. Hablarán del asunto, elaborarán teorías -los polis y sus teorías, ¡oh, Dios mío!-y luego, una vez que hayan agotado sus energías verbales, realizarán una rápida investigación. Y no encontrarán absolutamente nada. Aun cuando uno de los agentes fuese lo bastante listo como para echar un vistazo detrás del contenedor de basura, sólo encontraría una pila de desperdicios, un montón de desechos que no darían en el blanco. El intenso olor de esos desperdicios, tan poderoso que sigo percibiéndolo a dieciocho terrados de distancia, no afectará su morro gastado; los humanos son incapaces de detectar esos diminutos microorganismos que tanto aman nuestra carne en descomposición.

Y tal vez haya un dinosaurio entre esos agentes de policía. Si fuese el caso, no podrá ignorar el olor de ese pequeño saco. Comprenderá de inmediato lo que esa peste significa, e intentará que la investigación en esa zona acabe lo antes posible. Su trabajo como agente de la ley es importante, sí, pero todo queda en un segundo lugar cuando se trata de las obligaciones propias de la especie. Más tarde, una vez que se encuentre solo, se pondrá en contacto con las autoridades pertinentes, y ellos se encargarán del trabajo.

¿Y si no hay ningún poli dinosaurio de turno esta noche? Entonces tendremos que esperar que uno de los equipos de limpieza ambulantes, una de las cuadrillas compuestas por tres dinosaurios que vagan por las calles de la ciudad -veinticuatro horas por día, tres turnos de ocho horas cada una, sin descansos, sin vacaciones, un trabajo de mierda pero alguien tiene que hacerlo- se encuentre con los restos del esqueleto de la bestia antes de que un ser humano tropiece accidentalmente con ellos y acuda corriendo al departamento de paleontología de la Universidad de Nueva York. No podemos permitirnos el lujo de más descubrimientos fósiles modernos.

Salto y salto, y vuelvo a saltar. Pongo a prueba cualquier vestigio de ADN de rana que pudiera haberse colado en mi código genético hace millones de años en el fango primordial. Muy pronto, la calidad de los terrados cambia de madera podrida a madera simplemente repugnante, aunque estructuralmente firme, y sé que mi rumbo es seguro. Finalmente me encuentro brincando sin tener que preocuparme de si mi superficie de aterrizaje cederá bajo mi peso, y supongo que ya estoy lo bastante lejos de aquel callejón como para tomarme un respiro. Aproximadamente a unas diez manzanas se divisa una calle grande y extensa; es posible que se trate de una autopista. Es hora de cambiarse.

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