La cosa vacila. Lanzo un rugido de satisfacción. ¡Venga, grandullón! ¡Venga!
El pensamiento está embotado y sólo me guían instintos primitivos.
El plástico aún está ardiente, y crecen y crecen oleadas de furia y confusión…
Una mirada, una husmeada…
Rugiendo. Esperando. Retumbando. Esperando.
Moverse es perder. Moverse es morir.
Una finta…, hacia la izquierda… Grito, rujo… Mis garras se proyectan hacia adelante. Buscan la carne, apuntan hacia los músculos, los tendones, los huesos… Las piernas golpean el asfalto tratando de encontrar un punto de apoyo… Corrientes rojas fluyen a borbotones. No siento nada. La boca trabaja, las mandíbulas se cierran, muerden el aire, avanzan lentamente hacia una garganta…
El olor a sangre y el olor a azúcar impregnan el aire, pero no siento dolor, no siento miedo; sólo está la cosa, ese revoltijo, con una cola, y garras, y dientes que no coinciden, que no pueden coincidir.
Ataco con la cola, agitándola como un látigo de arriba abajo. La elevo en el aire mientras espero dar con esa bestia en el suelo, y es tan bueno, tan genuino estar inmerso en un combate mortal. A través de esa parte de mí que se encuentra en todos los demás dinosaurios, nuestra memoria compartida, arquetípica, me siento transportado momentáneamente a las orillas de un antiguo río, el aire lleno de humedad y de alas de pterodáctilos, invadido de insectos fosilizados hace millones de años; la tierra está cubierta por los huesos de un millar de conquistas. Y sé que esta criatura con la que estoy luchando, cualquiera que sea su estructura genética, también puede sentirlo. Clínicas, y taxis, y depósitos se encuentran a cientos de millones de años en el futuro, mientras gruñimos y forzamos los músculos.
Una pausa; me retiro. Retrocedo con fuerza, controlando la hemorragia. Oleadas de niebla oscura brillan débilmente a través de mi campo visual, y el mundo se agita como si estuviese en la estela de una lancha motora. Hombro herido, pierna herida, cola herida, cuello herido… Algunas heridas son profundas, y otras superficiales; todas resultan dolorosas.
La cosa se escabulle entre las sombras, tal vez para reponerse, o para reorganizar su ataque. No pasará mucho tiempo antes de que recupere el gusto por mi sangre. Sólo me cabe esperar que su fuerza, como la mía, se esté debilitando; que se aproxime la marca E en su indicador interno.
– Suficiente -jadeo, y el aliento llega en oleadas irregulares-. Cansado.
Desde la oscuridad me llega una especie de ladrido de perro rabioso y la baba convierte el gruñido en un siseo agudo. ¿Estará tratando de responderme?
– ¿Inglés?
No tengo la menor idea de qué idioma habla esta cosa y no quiero suponer nada.
No hay respuesta. Al menos, no una que resulte comprensible. Respiración agitada, gruñidos, movimientos laterales en las sombras.
Con mucho cuidado, como si luchara contra la urgencia, levanto los brazos, las garras semirretraídas y expongo mi pecho desnudo, lo que equivale a una pregunta no verbal: ¿podemos hacer una tregua? Son restos de mi educación en este mundo humano.
Soy vulnerable.
Estoy totalmente expuesto a un ataque.
Soy un imbécil.
La criatura da un poderoso salto en el aire… Se ríe detrás de ese rugido, se carcajea mientras chilla…, y yo retrocedo, cruzando los brazos en un gesto protector y con las garras extendidas… La bestia cae; los dientes brillan en la oscuridad, la cola me apunta, chorreando saliva y quemando el asfalto. Mis ojos se cierran. Luego miro de soslayo. El fin está cerca… Nuestras miradas se encuentran…
Y mis garras se hunden en su vientre.
La sangre empapa mi brazo y el aullido de un millar de lobos moribundos rasga la noche. Mis dedos se cierran en las vísceras, mis garras se abren paso entre las cavidades, y la cosa con la que estoy luchando retuerce el cuerpo como si fuese una anguila empalada en una brocheta.
La criatura retrocede hacia el callejón y mi brazo, aún unido a su cuerpo -las garras cavando profundamente arriba y abajo, aferradas a su objetivo-, me arrastra en ese viaje. Ambos recorremos el callejón dando tumbos, la sangre forma pequeños arroyos sobre el asfalto y busca los desagües que la lleven al mar. Nuestros rostros están apenas separados por centímetros, y aunque mi cuerpo está luchando, desgarrando, sigo mirando esos ojos amarillos y opacos, ojos surcados de pequeñas vetas rojas, buscando una esencia, una pista en cuanto a su origen. Pero sólo puedo ver dolor, ira, frustración y confusión. Se suponía que no debía perder; se suponía que no debía acabar de este modo.
La sangre brota a borbotones de su garganta y ahoga todos los sonidos. La criatura apoya las patas y la cola contra el bordillo, y empuja, saltando, cayendo, lanzando su devastado cuerpo hacia arriba y apartándolo de mi brazo. Puedo oír cómo se desgarran los tejidos cuando mis garras aparecen unidas a un órgano que no alcanzo a distinguir.
Yo también estoy sangrando; no hay duda de ello. Pero la criatura que ahora se encuentra a pocos metros de mí ha monopolizado el mercado de la hemorragia. Mis garras y dientes han abierto grandes orificios en su pellejo, y puedo ver sus entrañas que salen a través de la terrible herida del vientre y caen como si fuesen un plato de pasta sobre el pavimento. Retrocede tambaleándose, no por miedo o precaución, sino por simple debilidad. Las patas, temblando, apenas son capaces de mantener erguido su impresionante cuerpo.
Entonces, como un relámpago en sus ojos, aparece aquello que no pude ver antes, aquello que estaba oculto detrás de esos rasgos contorsionados y desfigurados…, más allá del dolor, la ira y la confusión. Ahí hay tristeza; un grito desesperado para alcanzar la libertad, para acabar con todo, para no existir nunca más. «Gracias -me dice su mirada-. Gracias por mi billete de salida.»
Con un resuello final, la bestia cae hacia adelante y aterriza en el suelo en medio de un horrible chapoteo. El plástico ha dejado de arder.
Pasan diez minutos de la medianoche y no puedo evitar un grito en mi lengua de velocirraptor, una canción de conquista. Los aullidos crecen en mi interior y me llenan como un exceso de carbonatación; estallan, se espuman, brotan al exterior. Hay un fragmento racional que vuelve a mi mente y le dice a mi cuerpo que se mueva y se largue de aquí, que recoja mis pertenencias y huya en la oscuridad lo antes posible, antes de que aparezca alguien a echar un vistazo al escenario de una batalla prehistórica en este callejón oscuro de la ciudad de Nueva York. Pero esa parte racional es un canijo de cuarenta y cinco kilos, y está abrumada por la urgente necesidad de cantar mi victoria y deleitarse en la carne del vencido.
Con la boca que se abre con un crujido y la lengua acompañando a los dientes, bajo instintivamente el morro, apuntando hacia la garganta, hacia los carnosos músculos del cuello desprotegido. El acceso es sencillo; la superioridad del vencedor…
Sirenas de policía. Están distantes pero se acercan. No hay tiempo para dudas. Mis mandíbulas, aún en funcionamiento bajo las últimas órdenes vigentes, se cierran a escasos centímetros del cuerpo inerte de la criatura, y tengo que hacer un gran esfuerzo para dominar mi fuerza de voluntad y retirarme. Ese olor a agua azucarada, la fragancia de la sangre, están sometiendo mi deseo a una dura prueba, castigando con dureza mis necesidades más primitivas. Pero esta noche mis incontenibles instintos de dinosaurio no probarán la carne. Sé que por la mañana me sentiré feliz de haber tomado esta decisión. Raramente pruebo la carne, incluso cuando no he matado a mi cena, y no puedo imaginar io que podría hacerle a mi estómago la carne cruda de esta criatura. Algunos episodios de mi vida como pacifista relativo vuelven a mi mente, y me avergüenzo ante la carnicería y la sangre coagulada que cubre las calles.
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