El desayuno -tres huevos fritos, dos lonchas de bacon, dos salchichas, revoltijo de carne picada con cebolla, sémola, seis tortitas con mantequilla, cuatro wafles, una rebanada de tostada francesa, tres bizcochos estilo sureño, un bistec de pollo frito, un bol de nueces fritas con miel, leche entera, semidesnatada y desnatada, y zumo de naranja- es colocado en la mesilla de noche por un camarero del servicio de habitaciones llamado Miguel, y aunque considero la posibilidad de pedirle que me traiga unos cuantos aderezos de la cocina, algo dentro de mí se revuelve ante el pensamiento de chupar unas hojas de albahaca a esta hora de la mañana. Es extraño. Esto también pasará.
Una rápida comprobación de mi buzón de voz en Los Ángeles da como resultado, entre las amenazas y los ruegos de diversos departamentos de préstamos, dos breves mensajes de Dan Patterson, en los que me pide que le llame cuando pueda. Tengo cierto reparo en decirle a Dan que estoy en Nueva York porque sé que se sentirá ofendido por no haberle avisado de mi corazonada, de modo que postergo la devolución de la llamada hasta más tarde, cuando esté en condiciones de mitigarla culpa con un bocado de hierbas.
Acabo de colgar y de concentrarme nuevamente en el bol de mantequilla derretida con un montón de hojuelas cuando suena el teléfono.
– ¿Sí? -mascullo con la boca llena.
– ¿Es…, es el… detective?
Es una voz familiar, amortiguada; quizá no realmente familiar, pero la conozco.
– Sí, soy yo. ¿Y usted es…?
Silencio. Doy unos golpecitos en el auricular para comprobar si la línea se ha quedado muerta. No es así.
– Creo que podría… – y la voz se desvanece.
– Tendrá que hablar un poco más alto -digo-. No puedo oírle.
De pronto me doy cuenta de que la alineación del disfraz se ha alterado; la oreja izquierda y sus complementos correspondientes no están situados directamente sobre el orificio del oído, y el pómulo de mi rostro humano bloquea cualquier sonido. Seguramente se me ha desplazado mientras dormía. ¡ Maldita sea! Esta mañana esperaba estar en la calle sin tener que aplicar de nuevo pegamento en la máscara. Con unos ligeros movimientos aquí y allá consigo realinear por el momento el disfraz, al menos para mantener una conversación.
Ahora es un susurro, aunque audible.
– Creo que podría tener algo para usted. Cierta información.
– Ahora sí. ¿Le conozco?
– Sí. No… nosotros… nos vimos ayer en mi oficina.
Es el doctor Nadel, el forense.
– ¿Recuerda alguna cosa? -pregunto.
Los testigos tienen esta tendencia a recordar hechos cruciales bastante después de que yo me marche. Es bastante molesto.
– Por teléfono no; ahora no. Reúnase conmigo al mediodía, debajo del puente que hay cerca de la entrada sur del zoo de Central Park-dice.
Son casi las diez de la mañana.
– Escuche -digo-. No sé lo que ha podido ver en las películas, pero los testigos pueden darle información a un investigador privado por teléfono. No hay necesidad de que nos encontremos debajo de un puente o en un callejón, si eso es lo que está pensando.
– No pueden verme con usted. No es seguro.
– Bien, creo que por teléfono es mucho más seguro que coincidir personalmente. ¿Le preocupa que alguien pueda verlo conmigo? ¿Acaso cree que a Central Park van sólo los tíos buenos?
– Llevaré un disfraz diferente. Usted también.
Ya lo creo que sí.
– No tengo un disfraz…
– Consiga uno. -Este tío está fuera de sí. Tengo que tranquilizarlo-. Le interesará esta información, detective. Pero no puedo arriesgarme a ser visto con usted, de modo que si quiere la información, encuentre una manera de conseguirla.
– Tal vez no me interese tanto esa información.
– Y tal vez tampoco le interese saber cómo murió su socio.
Este tío sabe qué teclas apretar; no hay duda.
– De acuerdo, de acuerdo -digo-. Lo haremos a su manera. ¿Cómo lo reconoceré…?
Pero se ha marchado. Diez minutos más tarde, yo hago lo mismo.
Hay mil maneras de conseguir disfraces en el mercado negro en cualquier ciudad importante, y en Nueva York se multiplican por veinte. Sólo el distrito textil ha sido registrado en innumerables ocasiones por el Consejo por fabricar trajes de látex ilegales, y mezclada con tiendas pomo y de venta de material electrónico, en la zona de Times Square, existe una próspera industria de accesorios ilícitos. En cualquier momento del día o de la noche, si conoces a los dinosaurios adecuados, puedes pasar al cuarto trasero de una cuchillería o una lavandería, y conseguir pelo nuevo, muslos nuevos y una nueva barriga si te apetece. Lamentablemente, no conozco a los dinosaurios adecuados, pero tengo la sensación de que Glenda sí.
– ¿Sabes la jodida hora que es? -me pregunta cuando me presento en su felpudo.
– Las diez y media.
– ¿De la mañana?
– De la mañana.
– No jodas -dice-. Supongo que ha sido una larga noche. Estuve en un par de bares más después que nos separamos. Deja que te diga una cosa, tengo un jodido montón de este té de hierbas que es demasiado…
– Necesito tu ayuda -la interrumpo.
Glenda es una tía genial, pero tienes que cortar de raíz esa catarata de palabras si quieres llegar con rapidez a alguna parte. Le explico la situación: necesito un nuevo disfraz; lo necesito ahora y sin hacer ruido.
– Vaya, no soy la clase de chica a quien se le piden estas cosas, Vincent.
– Lo eres, muñeca. El resto de Nueva York me quiere muerto o fuera de la ciudad, o ambas cosas.
Mientras piensa en lo que le acabo de pedir, su lengua se mueve en el interior de la boca y le deforma las mejillas.
– Conozco a un tío que…
– ¡Perfecto! Llévame allí…
– Pero es un Ankylosaurus -me advierte-, y sé perfectamente lo que sientes por los jodidos anquílosaurios.
– ¡Eh!, en este momento podría comprarle un disfraz a un Compsognathus.
Glenda se echa a reír y su risa suena como un ladrido.
– Su socio es un Compsognathus.
– Te estás cachondeando.
– Hablo en serio.
Ya son casi las once. No tengo alternativa.
– Contendré el aliento. Llévame a ese lugar.
Los anquilosaurios son los comerciantes de coches usados del mundo de los dinosaurios. De hecho, también son los comerciantes de coches usados del mundo de los mamíferos; casi todos los tíos que se dedican a la compra-venta de coches usados en California descienden del pequeño número de anquilosaurios que lograron sobrevivir al Diluvio Universal, lo que puede dar una idea aproximada de los peligros de la endogamia. También se dedican a los bienes raíces, la administración de salas teatrales, la fabricación de armas a gran escala y el extraño corretaje en el puente de Brookiyn. La clave para negociar con los anquilosaurios es mantener las fosas nasales abiertas en todo momento; es posible que tengan mucha labia, pero siguen destilando mentiras a través de sus poros.
– Se llama Manny -me dice Glenda cuando giramos en una esquina. Estamos cerca de Park Avenue y la Cincuenta y Seis, y me sorprende que me haya llevado a un distrito tan rico y elegante.
– ¿Estás segura de que es el barrio adecuado para esto? -pregunto.
– ¿Ves esa galería de arte al otro lado de la calle?
– ¿Ése es el lugar?
– Así es. Conocí a Manny durante una vigilancia rutinaria de la tienda de artículos de cuero que hay al lado. Nos permitió utilizar el cuarto trasero para colocar algunos micrófonos a cambio de que le comprásemos alguna mercancía.
Con los anquilosaurios siempre tienes que negociar; ellos simplemente ignoran el significado de la palabra favor.
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