Unos pasos fuera del escenario, un paseo por el local mientras canta, y pronto Sarah Archer está sentada a nuestra mesa, mirando más allá de Glenda y tratando de atraer mi atención. Aparto la mirada. Ella me coge de la barbilla y gira mi rostro hacia esos labios fruncidos. Trato de enmascarar mi repugnancia con la mejor cara de aburrimiento que soy capaz de componer y bebo un trago de agua helada. Un suave tirón de la manga de mi camisa, un guiño destinado más al público que a mí, y ella se aleja nuevamente hacia el escenario para acabar el número.
Aplausos, silbidos, gritos; lo habitual. A continuación otra canción, de ritmo más rápido, y luego otra, y muy pronto han pasado cuarenta y cinco minutos antes de que Sarah Archer agradezca el entusiasmo del público y abandone el escenario. La gente grita pidiendo una nueva canción, los encendedores se alzan por encima de las cabezas, pero las luces del escenario se apagan lentamente, se enciende la iluminación principal, y eso es todo por esta noche. Los borrachos salen tambaleándose y se olvidan de dejar propina a las camareras.
– Pues ahí la tienes -dice Glenda-. Te lo había advertido. ¿No te pone jodidamente enfermo?
Empujo mi silla hacia atrás, sosteniéndola un momento antes de que caiga accidentalmente. Mi equilibrio es casi demasiado bueno ahora que llevo un par de horas sin mi ración de albahaca y siento la urgente necesidad de contaminar mi química cerebral.
– Debo hacerle unas preguntas a esa cantante.
– ¿Ahora? Esperaba que fuésemos a Cilantro, ese lugar que conozco en la parte alta de la ciudad… Tiene una hierba que es demasiado…
– No, necesito… Me gustaría hacerle unas preguntas ahora.
Glenda suspira. Nadie puede hacer desistir a un velocirraptor obcecado, y ella lo sabe.
– De acuerdo. Tal vez pueda hablar con el gerente del club y conseguir que nos deje pasar a los camerinos…
– Tú continúa con tus planes, Glen -digo-. Puedo encargarme de esto solo.
Ella sacude la cabeza.
– Olvídalo… Me reuniré contigo…
– Puedo encargarme de esto solo -repito, y esta vez la tía capta el mensaje.
– Veré lo que puedo hacer.
Cuarenta pavos más tarde, después de que Glenda haya arreglado una cita entre bastidores para mí y luego se haya retirado a ese club en la parte alta de la ciudad para completar la velada, me encuentro delante de la puerta del camerino de Sarah Archer, una fina puerta de madera sobre la que alguien ha pintado una estrella dorada con aerosol. Junto a la pared hay un cajón de madera lleno de botellas de cerveza vacías, y el hedor satura el pequeño espacio. Llamo a la puerta.
– Adelante.
Su voz es notablemente más aguda que cuando canta; es seguro que hace grandes esfuerzos para cultivar las inflexiones de una cantante de jazz.
Intento abrir la puerta. Está atascada. Vuelvo a intentarlo. La puerta sigue atascada, de modo que golpeo la cerradura con el puño cerrado. Desde el interior de la habitación llega el sonido de unos pies que se arrastran y de una silla que cae al suelo.
– Lo siento -grita Sarah desde el otro lado-. Siento lo de la puerta. He tratado de que la reparasen…
La puerta se abre de par en par, y me encuentro frente a frente con Sarah Archer. Se ha quitado el vestido verde y ahora lleva puesto un albornoz amarillo ceñido a su estrecha cintura por un cinturón.
– Usted estaba entre el público -dice.
– Segunda mesa. Cantó para mí.
– Canto para todos. -Ella cambia la posición del cuerpo y se apoya en el otro pie-. ¿Le conozco?
– Lo dudo. Soy de Los Ángeles.
Ella se echa a reír.
– ¿Se supone que eso debe impresionarme?
– ¿La impresiona?
– No.
– Entonces…, no. -Pongo mi mejor cara Jack Webb y saco mi identificación-, Vincent Rubio. Soy detective privado.
Sarah resopla, y el mechón de su frente se agita ligeramente; ya ha pasado antes por esto.
– Sarah Archer. No parece un detective, detective.
– ¿Y qué parezco?
Ella medita un momento.
– Un gato doméstico.
Y, una vez dicho esto, se vuelve y se desliza hacia el interior del camerino, aunque deja la puerta entreabierta. Para respetar el guión, decido seguirla.
Cierro la puerta detrás de mí.
– ¿Conocía a Raymond McBride? -le pregunto.
– Veo que va directo al grano.
– ¿Para qué andar con rodeos? ¿Cuánto tiempo hacía que lo conocía?
– No dije que lo conociera.
– ¿Lo conocía?
– Sí -dice ella-. Pero me gusta hacer las cosas por orden. -Sarah se dirige al bar que hay en la pared opuesta (¿por qué todo el mundo en esta ciudad tiene un bar?) y se sirve una medida de Johnnie Walker etiqueta negra-. ¿Un trago?
Declino la invitación mientras Sarah se quita las pantuflas __color verde lima, número 35- y se acurruca en un sofá verde de felpa. En los cojines hay pequeñas rasgaduras por las que el relleno escapa en diminutas erupciones, pero, en gene-raí, el mobiliario parece estar en buenas condiciones. Hay un espejo de tocador con tres lamparillas rotas encima de una sencilla mesa de maquillaje de madera y fotografías Polaroid de la cantante con diferentes peinados fijadas a la pared. -¿Le gustó el espectáculo? -me pregunta. -Entretenido. Tiene una hermosa voz. Una sonrisa afectada y un sorbo de whisky. Se arregla el pelo, presumiblemente en un intento humano de mostrarse seductora.
– ¿Y el resto de mí?
– El resto de usted también tiene una hermosa voz. -Eso ha sido muy agradable. Ahora sonrío yo.
– McBride. ¿Cuánto tiempo hacía que le conocía? Un puchero de la señorita Archer; es obvio que quiere seguir con sus chanzas, y aunque habitualmente no suelo rehuir un buen partido de voleibol verbal, me gustaría terminar cuanto antes con este asunto. Ya siento que mis alergias se activan a causa de todo el sudor de los mamíferos que humedece la atmósfera del club nocturno. -Unos tres años, creo. -¿Cómo se conocieron? -En una recaudación de fondos con fines benéficos.
– ¿Para…?
– No tengo ni idea. Cáncer, leucemia, las artes; realmente no lo sé.
– ¿Y usted era su… querida? -murmuro de manera evasiva.
La conmoción que había anticipado a mi pregunta directa no se materializa.
– Prefiero el término amante.
– Usted sabe que McBride estaba casado, Sarah titubea y entrecierra los ojos. Muerde un trozo de hielo y sus labios se fruncen con fuerza. -Sí, sabía que estaba casado.
– Entonces, era la querida de McBride. ¿Cuándo comenzaron a follar?
– Ésa es una frase realmente encantadora, señor Rubio.
– Soy detective, no poeta.
– Y podría hacer un curso de buenos modales. Éste es mi camerino y mi lugar de trabajo. Me siento más que contenta de invitarlo a tomar un trago y hablar un rato, pero si la conversación va a convertirse en algo vulgar, entonces tendré que pedirle que se marche.
He ido demasiado lejos; tengo tendencia a hacerlo. Pensándolo bien, fue precisamente esta actitud la que hizo que me expulsaran de Nueva York y del resto de la sociedad hace nueve meses. Decido dar marcha atrás y, como muestra de mi voluntad de ejercer mis virtudes sociales, me quito el sombrero y lo dejo sobre una mesa.
Sarah sonríe, y todo vuelve a estar bien. Su bebida ha descendido hasta niveles peligrosamente bajos, y ella lame el borde del vaso con una lengua larga y fuerte, que serpentea entre dos filas de dientes cegadoramente blancos. Da unos golpecitos con la palma de la mano en un cojín que hay junto a ella.
– Venga, siéntese. No puedo soportar hablar con un hombre a menos que pueda mirarle a los ojos -dice.
Un nudo se ha formado en mi garganta, y espero que me ofrezca otro trago para que pueda eliminarlo.
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