– ¿Y ésa fue la última vez que hubo noticias de Jaycee Holden? -pregunto.
Ella asiente.
Muy interesante. Le agradezco a Judith McBride el tiempo que me ha concedido y su buena disposición para proporcionarme la información que necesitaba, y ella me acompaña fuera de la oficina. ¿Le estrecho la mano? ¿La toco? Mi rutina habitual permite un apretón de manos, pero me siento fuera de mi ambiente en medio de tanta opulencia. Ella ayuda a que me decida extendiendo la mano; la cojo, la estrecho efusivamente y me meto en el ascensor.
No me sorprendo cuando los dos guardaespaldas se reúnen conmigo en la planta sesenta y tres, pero esta vez estoy demasiado ocupado pensando en mi próximo movimiento como para prestar atención a sus formas voluminosas y su penetrante aroma. Los dos gigantes me siguen de cerca, hasta que recupero mi bolsa de viaje en el mostrador de información y abandono el edificio McBride a través de la puerta giratoria del vestíbulo principal.
Una vez en la calle, intento inútilmente conseguir un taxi. Llamo, agito los brazos, grito, y ellos se limitan a pasar de largo. ¿La luz que llevan significa que están de servicio o fuera de servicio? No importa, me ignoran de cualquiera de las dos maneras, y sigo esperando en el bordillo. Agito un billete por encima de la cabeza; veinte pavos, cincuenta pavos. Las manchas amarillas siguen pasando a toda velocidad. Doy un salto en el aire estilo Bruce Jenner para llamar finalmente la atención de uno de ellos y, después de cruzar de manera arriesgada dos carriles de tráfico para meterme en el taxi, me sorprendo al descubrir que si bien se trata de un conductor diferente, el tío tiene milagrosamente el mismo olor que el anterior. Tal vez ellos también constituyan especies separadas.
Nos dirigimos hacia el ayuntamiento.
Los registros públicos pueden ser un verdadero conazo. Prefiero mil veces bordear la legalidad y echar un vistazo a algunos archivos privados que esperar en interminables colas para hablar con un empleado desdeñoso (¿acaso enseñan esas actitudes en las clases para ser recepcionista?), que puede decidir suministrarme o no la información que necesito en función de si ya ha tomado el desayuno y de la fase de la luna. Dadme cualquier día una puerta cerrada con llave y una tarjeta de crédito, y veréis lo que hago con la Ley de Libertad de Información. Disfruto de mis pequeñas trampas legales; si no fuese detective, probablemente sería un fabricante de fósiles, y me pasaría el día en uno de los numerosos laboratorios que se hallan distribuidos a gran profundidad debajo del Museo de Historia Natural, inventando nuevas formas de simular nuestra «extinción» hace sesenta y cinco millones de años. Mi tatara tataratío abuelo fue el creador del primer omóplato fosilizado de Iguanodon, colocado cuidadosamente en una capa de cieno poco profunda en las inmensidades de la Patagonia, y me siento muy orgulloso de formar parte de su linaje. El engaño es divertido; el engaño humano es un deporte de masas.
Así pues, quizá más tarde pueda dedicarme al verdadero trabajo de detective, pero, por el momento, permanezco sentado en una silla de respaldo duro, diseñada originalmente para la Inquisición, mientras echo un vistazo a los archivos del ayuntamiento, y no podría sentirme más cabreado.
Hace aproximadamente tres años, Jaycee Holden, según los documentos que soy capaz de conseguir tras cinco horas de espera, espera y más espera, realizó un movimiento del que Houdini se hubiera sentido orgulloso. Su nombre, repartido previamente entre informes de crédito, contratos de alquiler, facturas de electricidad, archivos de los tribunales, listas del Consejo, e incluso algunos periódicos, dejó de aparecer en todos y cada uno de los documentos pocos días después de que Jaycee Holden se alejase por ese andén de la estación Grand Central desde donde partían trenes hacia el este. No se celebró ningún funeral por la Coelophysis desaparecida, ya que no había ningún cadáver y ninguna prueba concreta de que siquiera estuviese muerta. No había familia de la que hablar; no había nadie que llorase y le gritase a las autoridades que moviesen el culo e hicieran algo. Los padres habían muerto y no tenía hermanos. Jaycee Holden era una mujer joven, bonita y activa, a quien, no obstante, podría definirse mejor por su asociación con el Consejo y su frustrado matrimonio con Donovan Burke; un estilo de vida así no proporciona fácilmente pistas sobre la desaparición de una persona. Según un artículo a una columna que encontré en la úitima página del Times, Donovan y un grupo de amigos habían hecho un pequeño pero dedicado esfuerzo para realizar una búsqueda de Jaycee como persona desaparecida -volantes, cartones de leche, etc.-, pero se suspendió después de que los investigadores privados que habían contratado regresaran con las manos vacías y una factura considerable.
La gente desaparece -sucede con frecuencia-, pero nadie lo hace de este modo. He seguido la pista a dinosaurios y seres humanos durante toda mi vida laboral, y el único punto en común que he encontrado es que no importa cuan profundamente haya sido erradicada su existencia anterior, el rastro de papel que los ha seguido durante toda su vida continúa colgando de ellos como si fuese un percebe. La propaganda por correo, por ejemplo, sigue llegando a sus casas, con el fin de que aprovechen las ventajas de esta-increíble-oferta-de-tarjeta-de-crédito. Implacables voluntarios de los maratones benéficos de la tele llaman a los últimos números telefónicos conocidos implorando un poco de dinero para ayudar a los niños; todo es para los niños. Y muchas cosas más. En el mundo actual, donde los ordenadores pueden almacenar datos personales hasta mucho después de que)os tatara tatara tataranietos de uno se hayan instalado en la residencia de ancianos del barrio, ya nadie puede simplemente esfumarse; nadie.
Sin embargo, Jaycee Holden se ha esfumado; como dijo Judith, «como azúcar en el café». Su nombre ha sido borrado de las listas de direcciones de envío de propaganda e información inservible, y ha sido eliminado de los archivos de agentes y empresas que solicitan contribuciones y donaciones. Si tuviese la más remota idea de cómo diablos acceder a Internet, estoy seguro de que descubriría que Jaycee Holden hace tiempo que ha cogido la salida más próxima de la superautopista de la información. Ella se convirtió en una nulidad virtual después de aquella tarde de febrero sorprendentemente cálida, casi como si se hubiese llevado con ella todos los vestigios de su vida en su viaje a ninguna parte.
He oído cosas más raras.
Por otra parte, la vida de McBride se encuentra expuesta en archivos públicos: periódicos, revistas, obras. A) menos, los últimos quince años; antes de esa época existe un vacío, pero eso no es algo que deba sorprender a nadie. La mayoría de los artículos acerca del dinosaurio fallecido mencionan que su esposa y él eran originarios de Kansas, aunque no hay referencias a su vida en aquel Estado, salvo para decir que quedó huérfano a temprana edad y que fue criado por un amigo de la familia. En algún momento conoció a su encantadora esposa Judith, se trasladaron a Nueva York, entraron en la escena social y empresarial, fundaron la compañía Fortune 500, especializada en bonos y adquisiciones, y el ocasional club nocturno de moda, y ¡buuum!: ha nacido un magnate. A partir de entonces todo son páginas de sociedad y datos financieros, y ambas cosas tienen la capacidad de llevarme al borde de las lágrimas en cuestión de minutos.
Salgo de la sala, ansioso por disfrutar de una apetitosa cena en uno de los sibaríticos carritos que llenan las aceras de Nueva York, cuando me topo con unas escaleras que bajan hacia la morgue del condado. Conozco este sitio; tal vez lo conozco demasiado bien. Hace nueve meses, éste fue el lugar de mi primer altercado con los habitantes de Nueva York. Supongo que convertí en una especie de hábito el hecho de importunar al ayudante del forense en busca de información acerca de la muerte de Ernie, aunque lo único que conseguí como respuesta a mis molestias fue un desagradable rechazo y algunos golpes por parte de los guardias de seguridad. Creo que también hubo amenazas, y tal vez un altercado físico de alguna clase. Y aunque se me escapan los detalles exactos de aquellos días -fue aproximadamente en la época en que comencé La Verdadera Parranda y mi cuerpo estaba tan lleno de albahaca que era prácticamente un invernadero ambulante-, ahora me controlo mucho más que entonces. Sólo un par de bocados de albahaca y una cucharadita de orégano, y estoy preparado para formular preguntas pertinentes y profundas de un modo nada amenazador.
Читать дальше