Esta limitación de nuestra capacidad reproductora no representa una coacción social, como sucede en el mundo de los humanos, en el que la gente debate interminablemente sobre un asunto nada menos que en la televisión nacional. Nosotros, como especie, no somos tan insufriblemente mojigatos. En nuestro caso se trata simplemente de una cuestión de fisiología: un papá velocirraptor más una mamá velocirraptor producen una carnada de bebés velocirraptores, mientras que un velocirraptor más un Coelophysis hembra, aunque pueden pasar una noche francamente divertida, nunca jamás podrán tener un bebé Velociphysis. Excepto…, excepto…
– ¿El doctor Emil Vallardo? -pregunto.
La señora McBride parece impresionada.
– ¿Conoce su trabajo?
– Formo parte del Consejo del Sur de California -le explico-; es decir… solía formar…
– ¿Solía formar parte?
– Rectificación.
– Comprendo.
– No es lo que piensa -le explico-. Hice mal uso de unos fondos y abusé un poco de mí poder.
En realidad hice un mal uso de cerca de veinte mil pavos pertenecientes a los fondos del Consejo, y mucho más que eso en cuestiones de poder, intimidación y de mancillamiento de la reputación del Consejo como si se tratara de mí mismo. Pero todo lo hice en nombre de Ernie, y volvería a hacerlo sin pestañear.
– Y sí -continúo-, conozco el trabajo de Vallardo.
– Es un buen hombre -dice ella, y yo me encojo de hombros. Lo último que quiero hacer es iniciar una discusión filosófica acerca de la naturaleza de los hijos interraciales. Es la clase de lema que acaba en pocos segundos con una cena y no me atrevo a pensar lo que le haría a una entrevista.
– En cuanto al señor Burke…, supongo que no salió bien. Me refiero a él y a su novia.
Ella contesta después de unos segundos.
– No, no salió bien. Mucho antes de que él se marchase a California, Jaycee y Donovan ya no eran pareja.
– ¿Rompieron su compromiso a causa del doctor Vallardo?
– En realidad, no lo sé, pero no lo creo -dice ella-. Él estaba allí para ayudarlos.
– ¿Lo hizo?
– ¿Ayudarlos? No estoy segura. No lo creo. Donovan y Jaycee estaban muy enamorados, pero la infertilidad puede cambiar a una pareja de una manera que no se puede imaginar.
Cambio de tema.
– ¿Por qué se marchó a California el señor Burke?
– Tampoco lo sé.
– ¿Tenía problemas personales? ¿Estaba metido en asuntos de drogas? ¿Apuestas?
Judith vuelve a suspirar y me pregunto si se está preparando para dar por terminada nuestra conversación.
– Usted me atribuye un conocimiento que no tengo, señor Rubio. Raramente soy capaz de catalogar las entradas y salidas de mi propia vida. ¿Cómo espera que conozca los detalles de la vida de Donovan?
– Usted era su jefa, si no estoy mal informado. Los jefes se dan cuenta de algunas cosas.
– Trato de no inmiscuirme en los asuntos personales de mis empleados.
Debería decirle que haga una llamada a Teitelbaum.
– Tengo entendido que entre ustedes había ciertas… ¿diferencias creativas?
– Si se refiere a mi relación laboral con el señor Burke, sí, tuvimos algunos momentos duros en el Pangea. Yo consideraba que mi deber era velar por los intereses de mi esposo en el club nocturno.
Ahora la señora McBride se está poniendo un tanto altanera, y yo vuelvo a tener los pies bien firmes sobre el suelo. Sé cómo tratar a los santurrones.
– O sea que dejó que se marchase.
– Llegamos a un acuerdo.
– El acuerdo de que usted le dejaría marchar.
Judith McBride frunce los labios, y la edad vuelve como una inundación; las arrugas cubren las mejillas y la frente como telas de araña talladas en la piel. Se trata de un movimiento realmente impresionante; seguramente tiene uno de esos nuevos disfraces Erickson fabricados en Suecia, esos modelos que están provistos de vasos capilares especializados para Acción Súper Rubor.
– Sí -admite finalmente-. Lo despedí.
– No pretendo molestarla.
– No me molesta.
– ¿Fue un despido amistoso?
– Tan amistoso como puede ser un despido -dice ella-. Él lo entendió.
¿Cómo hacer la siguiente pregunta? Muevo los labios adelante y atrás, y de mi boca salen ruidos como si fuese una máquina de hacer palomitas fuera de control. Lo mejor es ser directo.
– ¿Su esposo y usted le ayudaron a establecerse en Los Ángeles?
– ¿De dónde ha sacado esa idea? -pregunta, ligeramente perturbada.
– Bueno, Burke encontró financiación para el club Evolución en un tiempo récord.
– Donovan -dice la señora McBride- ha sido siempre un excelente vendedor. Podría encontrar financiación para crear una empresa de pesca submarina en Kansas. -Agita una mano fina y delicada, y abarca el trabajo que tiene distribuido encima del escritorio-. Me encantaría contestar a más preguntas, señor Rubio, pero se está haciendo tarde y, como puede ver, aún me queda mucho que hacer antes del almuerzo. La muerte de mi esposo me ha dejado a cargo de su pequeño imperio, y las decisiones no se toman solas.
Está claro como el agua. Aparto el sillón, y el movimiento deja profundos surcos en la espesa lanilla de la alfombra. Tenía una alfombra como ésta en mi oficina antes de enfrentarme a la realidad de que el banco puede embargarte un objeto como éste.
– Tal vez necesite hacerle más preguntas -digo.
– Siempre que la próxima vez concierte una cita -dice la señora McBride, y le prometo que lo haré.
Cuando llego a la puerta, me doy la vuelta. He olvidado una última pregunta.
– Me preguntaba si podría decirme dónde puedo encontrar a Jaycee Holden. Me gustaría hablar con ella.
La señora McBride se echa a reír otra vez, pero en esta ocasión no se borran las huellas del envejecimiento. En todo caso, añade media década a su rostro.
– Ése es un callejón sin salida, señor Rubio.
– ¿De verdad?
– Sí, lo es. No pierda su tiempo.
Arrastro los pies en dirección a la puerta. No me gusta que nadie me diga lo que debo hacer.
– Si no quiere decirme dónde está, por mí no hay problema. -He tenido mi cuota de testigos reacios a cooperar, aunque raramente permanecen con la boca cerrada mucho tiempo-. Estoy seguro de que puedo encontrar esa información en otra parte.
– No es que no quiera decirle dónde está Jaycee Holden -dice la señora McBride-; es que no puedo decirle dónde está. No lo sé; nadie lo sabe.
Aquí es donde entra la música dramática.
– ¿Ha desaparecido? -pregunto.
– Hace unos años. Jaycee desapareció aproximadamente un mes después de que Donovan y ella rompieran su compromiso. -Hace una pausa y luego añade con un ligero hipo en la voz-: Una chica encantadora, realmente encantadora.
– Bueno, tal vez pueda seguirle la pista. Se supone que soy bueno para eso. ¿Cuál era su fragancia?
– ¿Su fragancia?
– Su olor, sus feromonas. Le sorprendería saber cuántos dinosaurios desaparecidos he podido encontrar gracias a su olor. Pueden disfrazarse con el modelo que quieran, pero el olor permanece. Un tío esparcía un aroma tan intenso que encontré su pista en un radio de cinco manzanas diez segundos después de haber salido de la autopista.
– Yo… No sé cómo explicarlo-dice la señora McBride-. Me resulta difícil describirlo. Jazmín, trigo, miel; una pizca de cada cosa, en realidad.
No me sirve.
– ¿Último domicilio conocido? -pregunto.
– Estación Grand Central -dice la señora McBride.
– Esa no es una dirección particular, imagino.
– Donovan y ella habían tenido un desafortunado almuerzo de reconciliación, y él la acompañó hasta la estación. Como esto sucedió hace algunos años, tal vez mi recuerdo no sea muy exacto. Pero por lo que puedo recordar, Donovan me explicó que la observó mientras bajaba por la escalera mecánica; se dirigía a un andén de donde partían trenes hacia el este. Se saludaron agitando las manos y, un momento después, Jaycee se perdió entre la multitud. «Como un terroncillo de azúcar disuelto en una taza de café», dijo Donovan. Estaba allí y, un segundo después, ya no estaba.
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