John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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Alderman -nadie lo llamaba Rector, como si su nombre de pila se hubiera convertido en el cargo que siempre se le negar í a- med í a un metro sesenta y cinco y era tan flaco que casi parec í a momificado: la piel amarillenta se le pegaba a los huesos porque hab í a tan poca carne que habr í a cabido pensar que no era m á s que un cad á ver animado. Ten í a los ojos muy hundidos en las cuencas, y los p ó mulos tan marcados que, cuando com í a, amenazaban con desgarrar la piel. El pelo le crec í a en rizos blandos y oscuros que empezaban a encanecer, y hab í a perdido casi todos los dientes de la mand í bula inferior izquierda a manos de una pandilla de paletos blancos en Boone County, Arkansas, de manera que la mand í bula no le encajaba bien, lo que le confer í a la expresi ó n pensativa de alguien que carga con el peso de una noticia inquietante reci é n recibida. Hablaba siempre en voz baja, obligando a los dem á s a inclinarse hacia é l para o í rlo, a veces a costa de ellos. Puede que Alderman no fuese fuerte, pero era r á pido, inteligente, y no vacilaba cuando se trataba de lastimar a otros. Se dejaba las u ñ as intencionadamente largas y afiladas a fin de causar el mayor da ñ o posible en los ojos, y as í hab í a cegado a dos hombres s ó lo con sus manos. Llevaba una navaja autom á tica bajo la correa del reloj, y la correa lo bastante ce ñ ida para mantener en su sitio la navaja, pero lo bastante suelta para permitirle a Alderman empu ñ arla con un simple movimiento de mu ñ eca. Prefer í a las pistolas peque ñ as, sobre todo las de calibre 22, porque eran m á s f á ciles de esconder y letalmente eficaces a quemarropa, y a Alderman le gustaba sentir el aliento del moribundo cuando mataba.

Alderman era respetuoso con las mujeres. Hab í a estado casado una vez, pero ella hab í a muerto y é l no hab í a vuelto a tomar esposa. No hac í a uso de las prostitutas ni coqueteaba con mujeres de baja estofa, y no ve í a con buenos ojos a quienes lo hac í an. Por eso, Deber, que era un s á dico sexual y un explotador de mujeres en serie, nunca hab í a sido santo de su devoci ó n. Pero Deber ten í a la virtud de acceder a situaciones que propiciaban el enriquecimiento, como una serpiente o una rata introduci é ndose por los resquicios y los agujeros a fin de llegar a la presa m á s jugosa. El dinero que Alderman se embolsaba por ese canal le permit í a abandonarse a su ú nico y aut é ntico vicio, que era el juego. El juego escapaba por completo a su control. Lo consum í a, y eso explicaba por qu é un hombre listo que de vez en cuando daba golpes de nivel entre bajo y medio hab í a acabado teniendo s ó lo dos trajes manchados que antes fueron propiedad de otros hombres.

Griggs, en cambio, no era inteligente, o al menos no destacaba por ello, pero s í leal y fiable, y pose í a un grado poco com ú n de fuerza y valor personal. Si bien no era mucho m á s alto que Alderman, pesaba veinticinco kilos m á s. Ten í a la cabeza casi perfectamente redonda, las orejas peque ñ as y pegadas al cr á neo, y la piel negra con un asomo de rojo seg ú n la luz. Deber era primo segundo suyo, y los dos hombres acostumbraban andar en busca de mujeres en los pueblos y ciudades por los que pasaban. Deber ten í a encanto, aunque era un encanto tan poco profundo que en é l no se ahogar í a siquiera un insecto, y Griggs era apuesto a su manera robusta, de modo que formaban buen equipo. La adoraci ó n de Griggs por su primo le imped í a ver los aspectos m á s ingratos del comportamiento de é ste con las mujeres: la sangre, las magulladuras y, la noche que mat ó a la mujer con quien viv í a, la visi ó n de un cuerpo maltrecho tendido en el callej ó n detr á s de una licorer í a, con la falda levantada en torno a la cintura, la mitad inferior del cuerpo desnuda, violada por Deber mientras mor í a.

Griggs lleg ó al viejo almac é n de patatas que albergaba el re ñ idero cuando estaba a punto de empezar la ú ltima pelea de gallos. Era agosto, casi el final de la temporada, y las aves que hab í an sobrevivido presentaban las se ñ ales de sus peleas anteriores. No se ve í a una sola cara blanca. Dentro del almac é n hac í a tal calor que la mayor í a de los hombres hab í an prescindido de la camisa y, en un esfuerzo por refrescarse, beb í an cerveza barata, sacando las botellas de cubos llenos de hielo a rebosar. Aquello ol í a a sudor y a orina, a excrementos y a la sangre de los gallos, que hab í a salpicado las paredes del re ñ idero y se filtraba en el suelo de tierra. S ó lo Alderman permanec í a indiferente al calor. Sentado en un barril, sosten í a un delgado fajo de billetes enrollados en la mano izquierda y manten í a la atenci ó n fija en el re ñ idero que ten í a delante.

Dos hombres acabaron de afilar las cuchillas que llevaban sus aves en las patas y entraron en el re ñ idero. Al instante se alteraron el tono y el volumen de las voces de los espectadores mientras hac í an las ú ltimas apuestas antes de iniciarse la pelea, cruzando se ñ as con las manos y gritos, buscando confirmaci ó n de que quedaba constancia de la cantidad apostada. Alderman no se sum ó a ellos. Ya hab í a hecho su apuesta. Alderman nunca dejaba nada para el ú ltimo momento.

Los criadores se acuclillaron a ambos lados del re ñ idero junto a sus gallos, que picoteaban el aire presintiendo la inminencia del combate. Presentaron a las aves, cuyos collares se erizaron en una reacci ó n instintiva de odio, y luego las soltaron. Mientras los gallos luchaban, Griggs se abri ó paso entre el gent í o atisbando alg ú n que otro destello del metal de las p ú as, los salpicones de sangre en brazos, pechos y caras. Vio a un hombre que instintivamente se lam í a la sangre de los labios con la punta de la lengua, sin apartar la mirada del combate. Una de las aves, un gallo de collar amarillo, recibi ó una cuchillada en el cuello y comenz ó a desfallecer. El criador lo retir ó de forma provisional y empez ó a soplarle en la cabeza para reanimarlo; luego le succion ó la sangre del pico antes de devolverlo a la pelea, pero era obvio que el gallo ya hab í a recibido bastante. Se qued ó inm ó vil, sin responder a los ataques de su adversario. Se inici ó la cuenta y la pelea se dio por concluida. El perdedor agarr ó el ave maltrecha entre sus brazos, la mir ó con tristeza y luego le retorci ó el pescuezo.

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