Alderman -nadie lo llamaba Rector, como si su nombre de pila se hubiera convertido en el cargo que siempre se le negar í a- med í a un metro sesenta y cinco y era tan flaco que casi parec í a momificado: la piel amarillenta se le pegaba a los huesos porque hab í a tan poca carne que habr í a cabido pensar que no era m á s que un cad á ver animado. Ten í a los ojos muy hundidos en las cuencas, y los p ó mulos tan marcados que, cuando com í a, amenazaban con desgarrar la piel. El pelo le crec í a en rizos blandos y oscuros que empezaban a encanecer, y hab í a perdido casi todos los dientes de la mand í bula inferior izquierda a manos de una pandilla de paletos blancos en Boone County, Arkansas, de manera que la mand í bula no le encajaba bien, lo que le confer í a la expresi ó n pensativa de alguien que carga con el peso de una noticia inquietante reci é n recibida. Hablaba siempre en voz baja, obligando a los dem á s a inclinarse hacia é l para o í rlo, a veces a costa de ellos. Puede que Alderman no fuese fuerte, pero era r á pido, inteligente, y no vacilaba cuando se trataba de lastimar a otros. Se dejaba las u ñ as intencionadamente largas y afiladas a fin de causar el mayor da ñ o posible en los ojos, y as í hab í a cegado a dos hombres s ó lo con sus manos. Llevaba una navaja autom á tica bajo la correa del reloj, y la correa lo bastante ce ñ ida para mantener en su sitio la navaja, pero lo bastante suelta para permitirle a Alderman empu ñ arla con un simple movimiento de mu ñ eca. Prefer í a las pistolas peque ñ as, sobre todo las de calibre 22, porque eran m á s f á ciles de esconder y letalmente eficaces a quemarropa, y a Alderman le gustaba sentir el aliento del moribundo cuando mataba.
Alderman era respetuoso con las mujeres. Hab í a estado casado una vez, pero ella hab í a muerto y é l no hab í a vuelto a tomar esposa. No hac í a uso de las prostitutas ni coqueteaba con mujeres de baja estofa, y no ve í a con buenos ojos a quienes lo hac í an. Por eso, Deber, que era un s á dico sexual y un explotador de mujeres en serie, nunca hab í a sido santo de su devoci ó n. Pero Deber ten í a la virtud de acceder a situaciones que propiciaban el enriquecimiento, como una serpiente o una rata introduci é ndose por los resquicios y los agujeros a fin de llegar a la presa m á s jugosa. El dinero que Alderman se embolsaba por ese canal le permit í a abandonarse a su ú nico y aut é ntico vicio, que era el juego. El juego escapaba por completo a su control. Lo consum í a, y eso explicaba por qu é un hombre listo que de vez en cuando daba golpes de nivel entre bajo y medio hab í a acabado teniendo s ó lo dos trajes manchados que antes fueron propiedad de otros hombres.
Griggs, en cambio, no era inteligente, o al menos no destacaba por ello, pero s í leal y fiable, y pose í a un grado poco com ú n de fuerza y valor personal. Si bien no era mucho m á s alto que Alderman, pesaba veinticinco kilos m á s. Ten í a la cabeza casi perfectamente redonda, las orejas peque ñ as y pegadas al cr á neo, y la piel negra con un asomo de rojo seg ú n la luz. Deber era primo segundo suyo, y los dos hombres acostumbraban andar en busca de mujeres en los pueblos y ciudades por los que pasaban. Deber ten í a encanto, aunque era un encanto tan poco profundo que en é l no se ahogar í a siquiera un insecto, y Griggs era apuesto a su manera robusta, de modo que formaban buen equipo. La adoraci ó n de Griggs por su primo le imped í a ver los aspectos m á s ingratos del comportamiento de é ste con las mujeres: la sangre, las magulladuras y, la noche que mat ó a la mujer con quien viv í a, la visi ó n de un cuerpo maltrecho tendido en el callej ó n detr á s de una licorer í a, con la falda levantada en torno a la cintura, la mitad inferior del cuerpo desnuda, violada por Deber mientras mor í a.
Griggs lleg ó al viejo almac é n de patatas que albergaba el re ñ idero cuando estaba a punto de empezar la ú ltima pelea de gallos. Era agosto, casi el final de la temporada, y las aves que hab í an sobrevivido presentaban las se ñ ales de sus peleas anteriores. No se ve í a una sola cara blanca. Dentro del almac é n hac í a tal calor que la mayor í a de los hombres hab í an prescindido de la camisa y, en un esfuerzo por refrescarse, beb í an cerveza barata, sacando las botellas de cubos llenos de hielo a rebosar. Aquello ol í a a sudor y a orina, a excrementos y a la sangre de los gallos, que hab í a salpicado las paredes del re ñ idero y se filtraba en el suelo de tierra. S ó lo Alderman permanec í a indiferente al calor. Sentado en un barril, sosten í a un delgado fajo de billetes enrollados en la mano izquierda y manten í a la atenci ó n fija en el re ñ idero que ten í a delante.
Dos hombres acabaron de afilar las cuchillas que llevaban sus aves en las patas y entraron en el re ñ idero. Al instante se alteraron el tono y el volumen de las voces de los espectadores mientras hac í an las ú ltimas apuestas antes de iniciarse la pelea, cruzando se ñ as con las manos y gritos, buscando confirmaci ó n de que quedaba constancia de la cantidad apostada. Alderman no se sum ó a ellos. Ya hab í a hecho su apuesta. Alderman nunca dejaba nada para el ú ltimo momento.
Los criadores se acuclillaron a ambos lados del re ñ idero junto a sus gallos, que picoteaban el aire presintiendo la inminencia del combate. Presentaron a las aves, cuyos collares se erizaron en una reacci ó n instintiva de odio, y luego las soltaron. Mientras los gallos luchaban, Griggs se abri ó paso entre el gent í o atisbando alg ú n que otro destello del metal de las p ú as, los salpicones de sangre en brazos, pechos y caras. Vio a un hombre que instintivamente se lam í a la sangre de los labios con la punta de la lengua, sin apartar la mirada del combate. Una de las aves, un gallo de collar amarillo, recibi ó una cuchillada en el cuello y comenz ó a desfallecer. El criador lo retir ó de forma provisional y empez ó a soplarle en la cabeza para reanimarlo; luego le succion ó la sangre del pico antes de devolverlo a la pelea, pero era obvio que el gallo ya hab í a recibido bastante. Se qued ó inm ó vil, sin responder a los ataques de su adversario. Se inici ó la cuenta y la pelea se dio por concluida. El perdedor agarr ó el ave maltrecha entre sus brazos, la mir ó con tristeza y luego le retorci ó el pescuezo.
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