Alderman no se hab í a movido del barril, y Griggs adivin ó que la noche no le hab í a sido propicia.
– Vaya mierda, t í o -se quej ó Alderman con la misma voz que un deudo pronunciando oraciones por un muerto en susurros, o como un suave cepillo barriendo las cenizas de un suelo de piedra-. Ha sido todo una verdadera mierda.
Griggs se recost ó contra la pared y encendi ó un cigarrillo, en parte para aislarse del hedor del re ñ idero. Griggs nunca hab í a sido muy aficionado a las peleas de gallos. No le gustaba el juego y se hab í a criado en la ciudad. Aqu é l no era sitio para é l.
– Traigo noticias para ti -anunci ó -, algo que deber í a animarte.
– Ya -repuso Alderman. No mir ó a Griggs, sino que empez ó a contar una y otra vez su dinero, como si por el hecho de pasar los billetes con los dedos pudiese multiplicarlos o hacer aparecer uno de veinte no visto hasta ese momento entre los de cinco y los de uno.
– El chico que se carg ó a Deber. Puede que sepa d ó nde est á .
Alderman acab ó de contar e introdujo los billetes en una cartera marr ó n de cuero gastado; luego guard ó la cartera con cuidado en el bolsillo interior de la chaqueta y se abroch ó el bot ó n. Llevaban ya diez semanas buscando al muchacho. Present á ndose en su enorme Ford, viejo y destartalado, hab í an tratado de intimidar a las mujeres de la caba ñ a con un despliegue de falsas sonrisas y amenazas impl í citas, pero la abuela del muchacho se hab í a enfrentado a ellos all í mismo, en el porche, y luego hab í an salido tres hombres de entre los á rboles, lugare ñ os que cuidaban de los suyos, y Griggs y é l se hab í an marchado. Alderman comprendi ó que esas mujeres, en el supuesto de que supieran d ó nde estaba el muchacho, no hablar í an, ni siquiera sacando una navaja a una de ellas. Lo vio en los ojos de la matriarca, plantada en jarras delante de la puerta abierta, maldici é ndoles entre dientes por lo que se propon í an. Al igual que el jefe Wooster, algo hab í a o í do Alderman acerca de la fama de esa mujer. Las palabras que les dirig í a no eran maldiciones corrientes. A Alderman, que no cre í a en Dios ni en el diablo, le trajeron sin cuidado, pero admir ó la actitud de la mujer y sinti ó respeto por ella incluso mientras intentaba transmitirle el nivel de da ñ o que Atlas y é l estaban dispuestos a infligir para encontrar al muchacho.
– ¿ Y d ó nde est á ? -pregunt ó a Griggs.
– En San Diego.
– Muy lejos de casa. ¿ C ó mo te has enterado?
– Un amigo se lo dijo a un amigo. Conoci ó a un hombre en un bar, se pusieron a charlar… En fin, ya sabes. El hombre oy ó que busc á bamos a un chico negro, oy ó que pod í a haber dinero de por medio. Dijo que un chico como el nuestro apareci ó por San Diego buscando trabajo hace un par de meses. Consigui ó un empleo de pinche en una casa de comidas.
– ¿ Ese tipo tiene nombre?
– Era blanco, no dijo c ó mo se llamaba. Le habl ó de é l un paleto que tiene un bar en el pueblo del chico. Pero hice unas cuantas llamadas y ped í a alguien que fuera a echarle un vistazo. Seg ú n parece, es é l.
– Es un viaje muy largo para ir hasta all í y descubrir que nos hemos equivocado.
– Mand é a Del Mar. No queda lejos de Tijuana. En todo caso, es é l. Lo s é .
Alderman se levant ó del barril y se desperez ó . No hab í a gran cosa que lo retuviera all í , y ten í a que ajustarle las cuentas a ese muchacho: Deber estaba preparando un golpe y con su muerte se hab í a ido todo a la mierda. Sin Deber, Atlas y é l se las hab í an ido arreglando a duras penas. Necesitaban otro contacto, alguien con garra, pero corr í a el rumor de lo que el muchacho podr í a haberle hecho a Deber y ahora a Atlas y a é l no se les guardaba el merecido respeto. Necesitaban zanjar el asunto con el chico para empezar a ganar dinero otra vez.
Esa noche atracaron un negocio familiar y se embolsaron setenta y cinco d ó lares de la caja registradora y la caja fuerte, y cuando Griggs acerc ó una navaja al cuello de la mujer, el marido sac ó otros ciento veinte de una caja en el almac é n. Los dejaron atados en la trastienda, apagaron las luces y, antes de marcharse, arrancaron el cable del tel é fono de la pared. Alderman vest í a un viejo abrigo gris encima del traje y tanto Griggs como é l llevaban bolsas de tela en la cabeza para ocultar sus rostros. Antes de entrar hab í an buscado un sitio donde aparcar que no se viera desde la tienda, para que nadie pudiera identificar el coche. Hab í a sido un golpe f á cil, no como algunos de los que hab í an dado con Deber en su d í a. Deber habr í a violado a la mujer en la tienda por despecho, delante del marido.
Se detuvieron cerca de Abilene en un bar propiedad de un antiguo conocido de Griggs, y all í un tal Poorbridge Danticat, que hab í a o í do hablar de Alderman, Griggs y Deber, hizo un comentario jocoso sobre Deber, en alusi ó n al hecho de que perdi ó la cabeza. Alderman y Griggs lo esperaron despu é s en el aparcamiento, y Griggs dio tal paliza a Poorbridge que casi le arranc ó la mand í bula del cr á neo y le dej ó una oreja colgando de un trozo de piel. Servir í a como mensaje. La gente ten í a que aprender a mostrar un poca de respeto.
Todo por culpa de Deber, pens ó Alderman mientras se dirig í an en coche hacia el oeste. Ni siquiera me ca í a bien, y ahora tenemos que hacer un viaje de varios d í as para matar a un chico s ó lo porque Deber fue incapaz de controlarse con su mujer. En fin, se lo har í an pagar al muchacho, le dar í an un castigo ejemplar para que la gente supiese que Atlas y é l se tomaban en serio esas cosas. No quedaba m á s remedio. Al fin y al cabo, el negocio era el negocio.
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