John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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Alderman no se hab í a movido del barril, y Griggs adivin ó que la noche no le hab í a sido propicia.

– Vaya mierda, t í o -se quej ó Alderman con la misma voz que un deudo pronunciando oraciones por un muerto en susurros, o como un suave cepillo barriendo las cenizas de un suelo de piedra-. Ha sido todo una verdadera mierda.

Griggs se recost ó contra la pared y encendi ó un cigarrillo, en parte para aislarse del hedor del re ñ idero. Griggs nunca hab í a sido muy aficionado a las peleas de gallos. No le gustaba el juego y se hab í a criado en la ciudad. Aqu é l no era sitio para é l.

– Traigo noticias para ti -anunci ó -, algo que deber í a animarte.

– Ya -repuso Alderman. No mir ó a Griggs, sino que empez ó a contar una y otra vez su dinero, como si por el hecho de pasar los billetes con los dedos pudiese multiplicarlos o hacer aparecer uno de veinte no visto hasta ese momento entre los de cinco y los de uno.

– El chico que se carg ó a Deber. Puede que sepa d ó nde est á .

Alderman acab ó de contar e introdujo los billetes en una cartera marr ó n de cuero gastado; luego guard ó la cartera con cuidado en el bolsillo interior de la chaqueta y se abroch ó el bot ó n. Llevaban ya diez semanas buscando al muchacho. Present á ndose en su enorme Ford, viejo y destartalado, hab í an tratado de intimidar a las mujeres de la caba ñ a con un despliegue de falsas sonrisas y amenazas impl í citas, pero la abuela del muchacho se hab í a enfrentado a ellos all í mismo, en el porche, y luego hab í an salido tres hombres de entre los á rboles, lugare ñ os que cuidaban de los suyos, y Griggs y é l se hab í an marchado. Alderman comprendi ó que esas mujeres, en el supuesto de que supieran d ó nde estaba el muchacho, no hablar í an, ni siquiera sacando una navaja a una de ellas. Lo vio en los ojos de la matriarca, plantada en jarras delante de la puerta abierta, maldici é ndoles entre dientes por lo que se propon í an. Al igual que el jefe Wooster, algo hab í a o í do Alderman acerca de la fama de esa mujer. Las palabras que les dirig í a no eran maldiciones corrientes. A Alderman, que no cre í a en Dios ni en el diablo, le trajeron sin cuidado, pero admir ó la actitud de la mujer y sinti ó respeto por ella incluso mientras intentaba transmitirle el nivel de da ñ o que Atlas y é l estaban dispuestos a infligir para encontrar al muchacho.

¿ Y d ó nde est á ? -pregunt ó a Griggs.

– En San Diego.

– Muy lejos de casa. ¿ C ó mo te has enterado?

– Un amigo se lo dijo a un amigo. Conoci ó a un hombre en un bar, se pusieron a charlar… En fin, ya sabes. El hombre oy ó que busc á bamos a un chico negro, oy ó que pod í a haber dinero de por medio. Dijo que un chico como el nuestro apareci ó por San Diego buscando trabajo hace un par de meses. Consigui ó un empleo de pinche en una casa de comidas.

¿ Ese tipo tiene nombre?

– Era blanco, no dijo c ó mo se llamaba. Le habl ó de é l un paleto que tiene un bar en el pueblo del chico. Pero hice unas cuantas llamadas y ped í a alguien que fuera a echarle un vistazo. Seg ú n parece, es é l.

– Es un viaje muy largo para ir hasta all í y descubrir que nos hemos equivocado.

– Mand é a Del Mar. No queda lejos de Tijuana. En todo caso, es é l. Lo s é .

Alderman se levant ó del barril y se desperez ó . No hab í a gran cosa que lo retuviera all í , y ten í a que ajustarle las cuentas a ese muchacho: Deber estaba preparando un golpe y con su muerte se hab í a ido todo a la mierda. Sin Deber, Atlas y é l se las hab í an ido arreglando a duras penas. Necesitaban otro contacto, alguien con garra, pero corr í a el rumor de lo que el muchacho podr í a haberle hecho a Deber y ahora a Atlas y a é l no se les guardaba el merecido respeto. Necesitaban zanjar el asunto con el chico para empezar a ganar dinero otra vez.

Esa noche atracaron un negocio familiar y se embolsaron setenta y cinco d ó lares de la caja registradora y la caja fuerte, y cuando Griggs acerc ó una navaja al cuello de la mujer, el marido sac ó otros ciento veinte de una caja en el almac é n. Los dejaron atados en la trastienda, apagaron las luces y, antes de marcharse, arrancaron el cable del tel é fono de la pared. Alderman vest í a un viejo abrigo gris encima del traje y tanto Griggs como é l llevaban bolsas de tela en la cabeza para ocultar sus rostros. Antes de entrar hab í an buscado un sitio donde aparcar que no se viera desde la tienda, para que nadie pudiera identificar el coche. Hab í a sido un golpe f á cil, no como algunos de los que hab í an dado con Deber en su d í a. Deber habr í a violado a la mujer en la tienda por despecho, delante del marido.

Se detuvieron cerca de Abilene en un bar propiedad de un antiguo conocido de Griggs, y all í un tal Poorbridge Danticat, que hab í a o í do hablar de Alderman, Griggs y Deber, hizo un comentario jocoso sobre Deber, en alusi ó n al hecho de que perdi ó la cabeza. Alderman y Griggs lo esperaron despu é s en el aparcamiento, y Griggs dio tal paliza a Poorbridge que casi le arranc ó la mand í bula del cr á neo y le dej ó una oreja colgando de un trozo de piel. Servir í a como mensaje. La gente ten í a que aprender a mostrar un poca de respeto.

Todo por culpa de Deber, pens ó Alderman mientras se dirig í an en coche hacia el oeste. Ni siquiera me ca í a bien, y ahora tenemos que hacer un viaje de varios d í as para matar a un chico s ó lo porque Deber fue incapaz de controlarse con su mujer. En fin, se lo har í an pagar al muchacho, le dar í an un castigo ejemplar para que la gente supiese que Atlas y é l se tomaban en serio esas cosas. No quedaba m á s remedio. Al fin y al cabo, el negocio era el negocio.

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