Al menos tres de ellos -el inglés, Blake; Marsh, de Alabama; y el mestizo Lynott, un hombre que reunía más acentos que un continente- eran veteranos de un sinfín de conflictos extranjeros, en los que sus lealtades estaban determinadas por el humor del momento, el dinero y la moralidad, normalmente en ese orden. Los dos Harrys -Hara y Harada- eran japoneses, o eso decían, pese a que tenían pasaporte de cuatro o cinco países asiáticos. Ofrecían el mismo aspecto que esos turistas que uno ve pulular por el Gran Cañón, haciendo alegres muecas para la cámara y el signo de la paz para sus amigos y familiares. Los dos eran bajos y de piel oscura, y Harada llevaba gafas de montura negra que siempre se ajustaba en el puente de la nariz con el dedo medio antes de hablar, un tic que había inducido a Ángel a preguntarse si no era simplemente una manera sutil de hacerle un corte de mangas al mundo cada vez que abría la boca. Hara y él parecían tan inofensivos que a Ángel le inquietaban muchísimo. Había oído hablar de algunas de sus hazañas. No supo muy bien si creerse o no esas historias hasta que los dos Harrys le obsequiaron con una película que, según ellos, les había hecho reír más que cualquier otra, tanto es así que se les soltaron las lágrimas nada más cruzar unos comentarios en su lengua materna sobre sus escenas preferidas. Ángel había borrado de su memoria el título de la película en beneficio de su propia cordura, aunque recordaba unas agujas de acupuntura que le introducían a alguien entre el párpado y el globo ocular y cómo empujaban después suavemente con la yema del dedo. Lo más perturbador fue que esa película resultó ser su regalo de Navidad. Ángel no era de los que iban por ahí tachando de anormales a otras personas sin una buena razón, pero opinaba que alguien debería haber estrangulado a los Harrys al nacer. Eran una pequeña broma de sus madres a costa del mundo.
El sexto miembro del equipo era Weis, un suizo alto que en otro tiempo había formado parte de la guardia del Vaticano. Lynott y él parecían tener alguna rencilla pendiente, a juzgar por la mirada que se cruzaron al enterarse de que iban a cenar juntos. Un motivo de inquietud más para Ángel. Esa clase de tensiones, especialmente en un equipo poco numeroso, tendían a propagarse y causar nerviosismo entre los demás. Aun así, todos se conocían, aunque sólo fuera de oídas, y Weis y Blake pronto se enfrascaron en una conversación sobre allegados comunes, tanto vivos como muertos, mientras que Lynott parecía haber encontrado un interés afín con los Harrys, lo que confirmó las sospechas de Ángel sobre los tres.
Al final de la velada se habían formado los equipos: Weis y Blake cubrirían el puente del norte, Lynott y Marsh el del sur. Los Harrys se ocuparían de la carretera entre ambos puentes, recorriéndola a intervalos regulares. En caso de necesidad podían desplazarse para reforzar a cualquiera de los dos equipos en los puentes, o apostarse en un puente si uno de esos equipos se veía obligado a cruzar el río para dar apoyo a Ángel y Louis en su huida.
Se decidió que partirían al día siguiente, escalonando las salidas y alojándose en moteles preasignados a corta distancia del objetivo. Poco antes del alba, cuando los equipos estuviesen en sus posiciones, Ángel y Louis cruzarían el Roubaud para matar a Arthur Leehagen, su hijo Michael y cualquiera que se interpusiese en su camino.
Cuando se marcharon sus seis invitados y la cuenta quedó pagada, Ángel y Louis se separaron. Ángel regresó al apartamento, mientras Louis iba a un loft de Tribeca. Allí compartió una última copa de vino con una pareja, los Endall, Abigail y Philip. Si bien parecían un matrimonio acomodado normal y corriente, cercano a los cuarenta años, el adjetivo «normal» no era aplicable al oficio que ejercían. Sentados los tres a la mesa del comedor, Louis expuso una variación respecto al plan original. Los Endall eran el comodín en la baraja de Louis. No tenía intención de enfrentarse a Leehagen él solo con Ángel. Antes de que los otros equipos estuvieran siquiera apostados, los Endall ya se hallarían en las tierras de Leehagen esperando.
Esa noche Ángel permaneció despierto en la oscuridad. Louis percibió su insomnio.
– ¿Qué pasa? -preguntó Louis.
– No les has dicho nada acerca del quinto equipo.
– No tienen por qué saberlo. Excepto nosotros, nadie necesita conocer todos los detalles.
Ángel no contestó. Louis se movió a su lado y encendió la lámpara de la mesilla de noche.
– ¿Se puede saber qué te pasa? -insistió Louis-. Desde hace dos días pareces un perro extraviado.
Ángel se volvió a mirarlo.
– Esto no me parece bien -dijo-. Te seguiré, pero no me parece bien.
– ¿Eliminar a Leehagen?
– No, la manera en que lo estás llevando. Las cosas no encajan como deberían.
– ¿Te refieres a Weis y Lynott? No darán problemas. Los mantendremos separados, así de simple.
– No es sólo por ellos. Es porque el equipo es demasiado pequeño, y por las lagunas en la historia de Hoyle.
– ¿Qué lagunas?
– No acabo de identificarlas. Sencillamente me suena a falso, al menos en parte.
– Gabriel confirmó lo que nos contó Hoyle.
– ¿Qué? ¿Que había una rencilla personal entre Leehagen y él? Vaya cosa. ¿Crees que eso es razón suficiente para matar a la hija de alguien y echársela a los cerdos? ¿Para pagar casi un millón de dólares de recompensa por las cabezas de dos hombres? No, esto no me gusta. Tengo la impresión de que incluso Gabriel se callaba algo. Tú mismo lo dijiste después de hablar con él. Y además está Ventura…
– No sabemos si en verdad ronda por ahí.
– Lo de Billy Boy me huele claramente a Ventura.
– Cada vez te pareces más a una vieja. El día menos pensado dirás que quieres un gato y empezarás a reunir los cupones del supermercado.
– Algo no me cuadra, lo digo en serio.
– Si tan preocupado estás, quédate.
– Ya sabes que no puedo hacer eso.
– Entonces duerme. No te necesito más tenso aún de lo que ya estás.
Louis apagó la luz y dejó a Ángel a oscuras. Éste no se durmió, pero Louis sí. Era un don que tenía: nada perturbaba su descanso. Esa noche no soñó, o no recordó haber soñado, pero despertó poco antes del amanecer. Junto a él, Ángel por fin había conciliado el sueño, y a su olfato llegaba un claro olor a quemado.
Se llamaban Alderman Rector y Atlas Griggs. Alderman era de Oneida, Tennessee, un pueblo donde, de ni ñ o, hab í a sido testigo de c ó mo la polic í a y un grupo de ciudadanos daban caza a un vagabundo negro que se hab í a apeado de un tren de carga en la estaci ó n que no deb í a. Persiguieron a aquel hombre cuando huy ó por el bosque para salvar la vida. Transcurrida una hora, volvieron con el cuerpo acribillado a balazos a rastras y lo colocaron ante la comisar í a para que todos lo vieran. Su madre le hab í a puesto el nombre de Alderman, o « concejal » , por despecho a los blancos convencidos de que en realidad ese cargo nunca estar í a a su alcance, e inculc ó en el ni ñ o la importancia de ir siempre pulcramente vestido y no darle nunca a nadie, fuera blanco o negro, una excusa para faltarle al respeto. Por eso, cuando Griggs lo localiz ó en el re ñ idero, Alderman vest í a un traje amarillo canario, una camisa beige y una corbata de color naranja sanguina, con zapatos beige y marr ó n y, encasquetado en la cabeza hasta el punto de que le dejaba un ruedo permanente en el pelo, un sombrero amarillo con una pluma roja en la cinta. S ó lo de cerca se le ve í an las manchas en el traje, el cuello ra í do de la camisa, las arrugas en la corbata all í donde la goma el á stica hab í a empezado a ceder dentro de la tela, y las burbujas del pegamento endurecido que manten í a unido el cuero de su zapato. Alderman s ó lo ten í a dos trajes, uno amarillo y otro marr ó n, ambos parte del vestuario de hombres muertos, comprados a las viudas antes de que la tapa del ata ú d de sus propietarios anteriores hubiese sido atornillada. Aun as í , como a menudo comentaba a Griggs, eso ascend í a a dos trajes m á s de los que ten í an muchos hombres, al margen del color de su piel.
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