John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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Michael no sabía ni remotamente a qué se refería Ventura. Su padre deseaba que se eliminase de la faz de la tierra a todos los involucrados en la muerte de Jonny Lee. A Michael le traía sin cuidado cómo se hacían las cosas en otros sitios. Sólo le interesaban los resultados finales. Esperó a que Ventura continuase.

– Ordene a sus hombres que vuelvan de la ciudad -dijo Ventura, ahora con aparente tono de hastío-. A todos. ¿Entendido?

– Ya están de camino.

– Bien. ¿Quién disparó?

– No creo que eso…

– Le he hecho una pregunta.

– Benton. Disparó Benton.

– Benton -repitió Ventura, como si se grabase el nombre en la memoria, y Michael se preguntó si había condenado a Benton al dar su nombre.

– ¿Cuándo va a venir?

– Pronto -respondió Ventura-. Pronto.

12

Louis contempló al hombre en la cama. Gabriel parecía aún más pequeño y más anciano que antes, tan viejo que Louis casi no lo reconoció. Pese a que sólo había transcurrido un día, daba la impresión de haber perdido mucho peso. La piel gris presentaba manchas amarillas allí donde le habían aplicado un ungüento. Tenía los ojos hundidos en pozos de un color entre negro y azul, por lo que parecían amoratados, como los de un boxeador que ha pasado demasiado tiempo contra las cuerdas, arrojado a la inconsciencia por su adversario. Tomaba aire con aspiraciones poco profundas, casi inexistentes. Por las heridas de bala, ahora bajo una capa de vendas, se le había escapado parte de su fuerza vital esencial, ya menguante, y Louis pensó que, si hubiese sido testigo del tiroteo, la habría visto manar por los orificios de salida, una nube pálida en medio de la sangre. Nunca la recuperaría. Se había perdido, y con ella se había perdido también una parte esencial de Gabriel. Si sobrevivía, no sería el mismo. Como todos los hombres, siempre había luchado contra la muerte, y el ritmo de esa pugna se había incrementado con el paso de los años; pero ahora la muerte tenía ventaja y no renunciaría a ella.

Había previsto presencia policial cerca del anciano, pero no encontró ninguna. Eso le preocupó, hasta que cayó en la cuenta de que ahora otros velarían por Gabriel. Vio una pequeña cámara instalada en el ángulo superior derecho de la habitación, pero no habría sabido decir si formaba parte de la decoración desde fecha reciente. Dio por supuesto que lo observaban. Esperó a que alguien se presentara, pero no apareció nadie. Aun así, el hecho de que le hubiesen permitido acercarse tanto a Gabriel significaba que sabían quién era. Le daba igual. Siempre habían sabido dónde encontrarlo si querían.

Tocó la mano a Gabriel, negro sobre blanco. Hubo ternura en el gesto, y cierto pesar, pero algo más asomó al rostro de Louis: una especie de odio.

«Tú me creaste», pensó Louis. «Sin ti, ¿qué habría sido de mí?»

A sus espaldas, la puerta se abrió. Había visto acercarse a la enfermera al reflejarse su silueta en la pared brillante detrás de la cama de Gabriel.

– Oiga, tiene que marcharse ya -dijo.

Él respondió con una leve inclinación de cabeza. Luego se agachó y besó a Gabriel con delicadeza en la mejilla, como Judas condenando a muerte a su Salvador. Era un hombre sin padre y a la vez con muchos padres. Gabriel era uno de ellos, y Louis aún tenía que encontrar la manera de perdonarle todo lo que había hecho.

Milton se hallaba en un pequeño despacho a unos pasos de la habitación de Gabriel. En la puerta se leía el rótulo PRIVADO, y detrás había un escritorio, dos sillas y equipo de vigilancia, aparatos de grabación de vídeo y audio incluidos. Entre las fuerzas del orden se conocía como Puesto Auxiliar de Enfermeras, o PAE, y era un espacio compartido, lo que significaba que, en teoría, todas las agencias tenían el mismo derecho a utilizarlo. En realidad, había que atenerse a una jerarquía, y Milton era el gallo del gallinero. De pie, detrás de los dos agentes armados, observó a Louis salir de la habitación de Gabriel y a la enfermera cerrar la puerta con cuidado a sus espaldas.

– ¿Intervenimos, señor?

– No -contestó Milton tras una breve vacilación-. Que se vaya.

Estaban en el despacho de Louis, con los papeles y mapas de Hoyle extendidos sobre la mesa. Louis había añadido sus propias notas y observaciones en tinta roja. Sería la última vez que toda esa información de que disponían estaría reunida de ese modo. Una vez terminada la conversación sería destruida: la triturarían y luego la quemarían. En una silla cercana tenían mapas nuevos y copias de las fotografías e imágenes vía satélite que enseñarían a los demás.

– ¿Cuántos? -preguntó Ángel.

– ¿Para hacer el trabajo, o para hacerlo bien?

– Para hacerlo bien.

– Dieciséis como mínimo. Dos para controlar cada uno de los puentes, quizá más. Cuatro de refuerzo en el pueblo. Dos equipos de cuatro para aproximarse a la propiedad campo a traviesa. Y si viviésemos en un mundo ideal, un helicóptero enorme para llevárselos a todos a la vez cuando acaben. Incluso así, habría problemas de comunicación. Tan en plena montaña, los móviles no tienen cobertura. Debido a los árboles y la inclinación del terreno no hay línea de visión directa, así que el uso de walkie-talkies queda descartado.

– ¿Teléfonos por satélite?

– Ya, y de paso podríamos enviar una carta de confesión a la policía.

Ángel se encogió de hombros. Al menos lo había preguntado.

– ¿Y cuántos tenemos?

– Diez, incluidos nosotros dos.

– Podríamos llamar a Parker. Con eso ya seríamos once.

Louis negó con la cabeza.

– Ésta es nuestra partida. Juguemos, y veamos qué dicen los dados.

Tomó cuatro imágenes, fotografías de la casa de Leehagen con grados crecientes de ampliación, y las puso una al lado de la otra, comparando los ángulos, revelando lugares de acceso, puntos débiles y fuertes.

Y Ángel se marchó, dejándolo con sus planes.

Los dos sabían que no era así como se hacían esas cosas. Debería haberse llevado a cabo un estudio de las circunstancias, haberse realizado los preparativos durante semanas e incluso meses, haberse examinado estrategias alternativas de entrada y salida, y no se había hecho nada de todo eso. Hasta cierto punto eran conscientes de la urgencia de la situación. Habían atentado contra sus amigos, contra su casa. Gabriel estaba gravemente herido. Incluso sin la información proporcionada por Hoyle, sabían que un hombre de comportamiento tan irreflexivo como Leehagen jamás se retiraría después de los primeros reveses. Volvería por ellos una y otra vez hasta salirse con la suya, y por consiguiente todas las personas cercanas a ellos estarían en peligro.

Como en todos los asuntos que afectaban a ambos, Ángel era el más perspicaz, el que identificaba motivos subyacentes, el que instintivamente percibía los sentimientos de los demás. Pese a todo lo que desconocía sobre su compañero, Ángel estaba en sintonía con sus ritmos, sus maneras de pensar y sus métodos de razonamiento, algo que, o eso creía Ángel, a Louis no le pasaba con respecto a él. Pese a ser un hombre que había vivido tanto tiempo en un mundo gris, desprovisto de moralidad y conciencia, Louis se sentía siempre más cómodo con lo que era blanco o negro. Era poco propenso a autoexaminarse y, cuando se analizaba, lo hacía a distancia, como si fuera un observador objetivo de sus propias temeridades y fallos. Ángel se preguntaba a veces si eso se debía a la forma de vida que había elegido, pero sospechaba que era posiblemente un aspecto integrante de la manera de ser de Louis, en igual medida que el color de su piel y su sexualidad, un rasgo grabado en su conciencia incluso antes de salir del útero materno, a la espera de cobrar vida con la edad. Gabriel había identificado esa resolución y la había aprovechado.

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